
Pablo González Cuesta –Pablo Gonz- nació en Sevilla en 1968 y ahora reside en su ciudad natal, después de vivir varios años en las cercanías de la localidad de Valdivia, Chile. Conocí algunos de sus textos por recomendación de dos familiares míos, que son amigos suyos, y que fueron los que me pusieron en la pista de parte de su producción literaria (La saliva del tigre, por ejemplo, que es la obra sobre la que publico esta crítica). El libro que comento es un conjunto de nanorrelatos (normalmente se entienden por tales aquellos textos de una línea, dos a lo sumo) y de microrrelatos (contenidos de extensión algo mayor). Su autor se refiere a ellos como “Minificciones”.
La saliva del tigre (1) me gustó mucho, me hizo pensar bastante y darle vueltas a la cosa, y por ello aconsejo su lectura, en especial a los amantes/obsesos de la brevedad y de la contundencia, como es mi caso. Es una obra que puede leerse enseguida –tiene una extensión muy corta-, aunque también se puede dedicar mucho tiempo a su interpretación (el necesario para chapotear en la ciénaga de sus inteligentes aforismos, a los que a veces es preceptivo regresar por su propia naturaleza).
Por una parte, La saliva del tigre es un compendio de carácter marcadamente técnico, pues en él Gonz juega con los recursos propios del manual de la escritura breve. Por otra, con el trasfondo de una recurrente y adecuada referencia a contextos urbanos, que añaden ese plus entre nostálgico, brumoso, cementoso y pseudodistópico, y explícitos muchas veces al comienzo de cada aforismo (Viento, El gol, El miedo a la suerte, La puerta, Hacia adentro, El vago, son ejemplos de ello), en el conjunto se adivina una tendencia a la formalización de un espacio mixto de puro extrarradio o de borde tanto volumétrico como psicológico y especulativo, cuya transición es el leitmotiv de este blog al menos hasta este momento.
En términos generales, con la idea de minificción se hace referencia de forma diáfana a una abstracción conceptual (hibridación, tránsito, mudanza) y también a una serie de recursos de carácter mecánico (precisión, brevedad, rigor e incluso, por qué no, matematización del propio lenguaje). Y en relación a todo ello, Gonz nos ha ofrecido una formidable variedad de habilidades en poco espacio. De esta forma, este libro como concepto puede considerarse un microrrelato o relato breve en sí. A través entonces de esa aproximación tecnicotáctica, el escritor ha sido capaz de dar costura a una continuidad estética y de borde, creando en consecuencia ese lugar en la frontera y dando forma a un asombroso limbo.
Cuando en otros tratados de relatos cortos, los escritores se han limitado a contar historias que apenas tienen que ver nada desde el punto de vista de su exégesis global, Gonz nos ha regalado de manera muy intuitiva una idea muy contundente, que se desglosa a través de otros relatos, que se descomponen a su vez en otros tantos dentro del propio relato (hay pues, cierta fractalidad en sus artefactos literarios y una buena dosis de terquedad argumental en esos microcosmos límbicos, afortunadamente).
La variedad de recursos, como digo, es apabullante y el novelista juega con ellos con criterio. De entre lo más selecto, se podría hablar en algunos casos de inversión espaciotemporal, en la que el autor ha formalizado lugares circulares (El destino de un hombre, Érase una vez un colorín colorado, El viajero), con marcada predisposición a la elipsis. De esta forma, adquiere una interesante jerarquía lo que no se cuenta y lo que queda en suspenso en esa franja mental. La propia página como soporte hace buena la propaganda en aras del establecimiento de ese espacio de borde, de ese momento de plena incertidumbre (en la excelente canción Enjoy the silence –“Disfruta del silencio”-, editada en 1990 por el fabuloso grupo británico Depeche Mode, se dice que sobran las palabras porque “sólo pueden hacer daño”, y ello parece ser uno de los principales desvelos del propio Gonz desde el minuto 0). Lo pequeño, por regla general, además, hace que todo lo de su alrededor sea más grande, de ahí la existencia de ese trampantojo literario gonziano que flota en el vacío.
Por otro lado, en La saliva del tigre, tensión y ternura van de la mano. En el interior de esa aproximación tecnicotáctica a la que yo hacía referencia, el capítulo titulado El el beso beso (dos historias contadas a la vez en 5 líneas hasta que se funden en el final), destila un alto grado de ensimismamiento, de sensibilidad y de progresividad musical, dicho sea de paso, aunque también hay humor y sarcasmo. En el texto “Soy capaz de correr los cien metros lisos en apenas dos segundos pero necesito seis días (con sus noches) para alcanzar la velocidad necesaria” (El atleta magnífico, p. 39)” el extraordinariamente sutil “con sus noches” constituye por sí solo un perfecto nanorrelato dentro de otro de mayor extensión. Igual que en un fractal.
Y por supuesto que hay una constante que se repite en cada línea, en cada espacio, en cada silencio: el tiempo, el tránsito, el onirismo militante, la fluctuación y la permanencia de por medio, la existencia y el escepticismo a pares (el título/texto “LOS ANCIANOS…atravesaban la ciudad como una jauría de perros” justifica el padecimiento de esta amenaza global que es el libro entero en la que en realidad no se sabe ni quién es el enemigo ni por dónde te viene).
En el viaducto de la calle Segovia (Madrid), un militar Se suicida lentamente y –escribe el autor- tarda 22 minutos y 11 segundos en caer al suelo, pero lo más alucinante de todo es que -dice Gonz- “los bomberos no llegaron a tiempo” (p. 47), fusionando en la frontera la noción de vacío físico y la de vacío intelectual, y haciendo de esta forma un elogio absoluto de todo lo que tiene cabida en ese ámbito siempre incierto que, sin embargo, se muestra con desparpajo entre la realidad y la ficción.
En definitiva, La saliva del tigre no deja de ser un círculo vicioso. La probabilidad de que ustedes vuelvan a donde estaban es muy grande (es otra de sus principales virtudes).
GONZ, Pablo (2010): La saliva del tigre. 20:13 Editores. Valdivia. Chile.
Aquí, un rendido admirador de la reseña; aunque más bien es disección, trabajo de laboratorio. Una mano escribe este comentario y la otra presiona el clítoris almidonado del ratón, para pedir este libro ya, por la internet.
Muchas casualidades, que son de todo menos algo fortuito: los relatos que se descomponen en otros como matrioskas, la realidad líquida, fluctuante, pero no fluida, porque el tiempo se hace denso, como la leche añeja que sale de un tetra brick de Pryca. No por menos casual, casi me imagino a Gabilondo husmeando entre los breves nanorelatos, aventando muertes como paja fresca. Ganas tengo ya de brevedad y sobriedad, como homenaje incluso a Baroja, o simplemente para felicitar al autor por acortar hasta su mismo apellido, que le da un toque de americanismo y dandismo que no deja de atraerme. Los apócopes me ponen igual que las matemáticas, a la vejez viruela, que siempre se me dio tan mal de joven, y ahora en el cincuentenario me hechiza. Definitivamente, la saliva del tigre será probablemente la manifestación de gérmenes más desafiante ante la pandemia, pero a mi me maravillará por la forma de rodear el colmillo de la brevedad y caer por unas barbas canosas que lubrican el anima mundi que es un primor.
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