A mis vallecanos Liberalidades y Fructuoso Bartol.
En una entrevista muy interesante (1), en respuesta a su interlocutor (el periodista y redactor Jesús Fernández Úbeda), que le pregunta “¿por qué el ecosistema era tan violento?”, él argumenta sin paliativos “porque era un ecosistema real, para empezar. La biología humana es violenta. Somos agresivos. Cuanto más urbanizas el terreno y cuanto más civilizas, entre comillas, menos violento es, pero también es más irreal. Vives en un mundo que no es del todo real: la materialidad física está asociada a la violencia”. Cuando un tío te dice eso como el que baja a la tienda de abajo a por un bote de pisto, ese hombre tiene todos mis respetos. Su nombre es Iñaki Domínguez (Barcelona, 1981) y la obra que traigo a este blog es Macarras interseculares. Una historia de Madrid a través de sus mitos callejeros, publicada por Editorial Melusina en el año 2020.
“El libro que te dispones a leer es un análisis de una figura, quizás demodé, pero reconocible: el macarra autóctono español” (p. 11), en el que sobresale “el macarra castizo, madrileño”, explica Domínguez, filósofo y antropólogo. Sobre el zócalo de un planteamiento ultrainductivo puro y a través de una documentación exhaustiva y apabullante que se manifiesta en una lucha a navajazos, el libro se ha perpetrado a través de 70 entrevistas personales (a sus informadores, él los llama con frecuencia “informantes”), entre las que el autor intercala en ocasiones alguna reflexión personal cargada de ingenio y de sentido común -yo me he quedado con ganas de más en este sentido, lo que puede hablar también muy a favor de esa propuesta feroz-. La introducción te introduce muy bien y el epitafio te cicatriza las heridas de una puñetera vez, muy exhausto en cualquier caso después de esa lectura concienzuda y exigente. Ante ustedes, les presentamos una valoración taxonómica del hampa, del delito, de la droga y de la violencia en el Madrid de los 60 a los 90.
En cuanto a su realidad conceptual, Macarras interseculares viene a recibirnos a la puerta como un híbrido entre ensayo y, a veces, novela negra (más bien, podría definirse como un ensayo novelado), que mama indefectiblemente de las tetas de Juan Madrid (Jungla, un Crónicas del Madrid oscuro, por ejemplo) y del ínclito (2) Montero Glez (que trasiega el orujo casero en Besos de Fogueo o Pistola y cuchillo, y que, para regocijo particular, escribe en la contraportada de este libro) o del realismo sucio de un Wolfe o un Bukowski en cualesquiera de sus mayestáticos elementos prosopoéticos.
Macarras interseculares es un ensayo (novelado) muy adecuado para urbanitas, para madrileños, para adictos a Madrid, para intelectuales del asfalto, para facultativos de la cosa, para incondicionales de Elurbano.org y, por supuesto, para macarras: “Desde hace veinticinco años he conocido bien barrios como Colombia, Prosperidad, Malasaña, Retiro, Chamberí, barrio de la Concepción, avenida de América, Embajadores, barrio del Pilar o Diego de León. Aquellos que desprecian tales comunidades no saben lo que se pierden” (p. 14), te deja caer Domínguez, como quien saluda desde el Metro ligero a su primo de Navacerrada.
En un Madrid transformador y transformado, en ese contexto tan complejo que da comienzo en los estertores de la dictadura y asienta sus posaderas en la etapa prólogo de esta democracia de aún hoy aspecto patibulario, todo parece ceñirse a una cuestión de identidad y de resistencia xenofóbica, en los segmentos de una puesta en escena basada en el tránsito, en la adaptación, en la metamorfosis o en la permeabilidad.
El texto es portador de una elevada toxicidad, que no esconde otra cosa que la intemperie humana, la falacia de ese palabro llamado “tolerancia” que tanto detesto y que esconde el de respeto hacia la condición humana y, en definitiva, la desprotección. En las entrañas de Macarras, la idea de frontera parece ser la conclusión de una poderosa abstracción (tanta concreción documental se metaboliza en esa entelequia y se convierte en una sugerente paradoja): la noción de periferia como deambulatorio de este parade de patologías urbanas y de espacios al margen de la sociedad, de la legalidad o del control que llegan a ser abominables, no son otra cosa que la expresión palmaria de nuestros propios miedos en nuestros extrarradios intrínsecos.
Este libro, al menos en lo que a mí respecta, provoca una sensación de inquietud permanente, produce un cansancio agotador por lo que dicen y por lo que te cuentan. Es un taladro, te perfora, es una paliza. “En este libro, macarra y entorno urbano forman una simbiosis: la identidad del uno no puede existir sin el otro. Sujeto y ecosistema se desarrollan y reafirman en una relación dialéctica en la que uno se nutro del otro y viceversa” (p. 13).
Desde la mitología cultural en sentido estricto hasta la ultraviolencia en estado virginal, Domínguez, a través de su prole de macarras, ha dibujado un jardín de las delicias postmoderno bañado en las aguas termales de las pinturas negras, en el que narra la descomunal fosa séptica en la que se convirtió mi Madrid en los años viejos del siglo XX. Con independencia de ese recorrido a través de yonkis, tribus urbanas, universos truculentos, mercados de la droga, ajustes de cuentas, extorsión, delitos en la puerta de tu calle o robos al por mayor, al margen, como digo, de ese mundo de umbría pero a la vez tan explícito, descarnado y horrible, Domínguez ha establecido una segunda vía, que no es otra que la exploración de ese macarra que todos llevamos dentro.
Por analogía con ese aforismo del que ya he oído hablar más de una vez: “el nazi que llevamos en nuestro interior”, en un estadio ulterior a esa sucesión demoledora de testimonios de oprobio y exterminio, parece entenderse entre líneas una obstinación por conocer y comprender hasta dónde somos capaces de llegar bajo el implante de la semilla del odio, del abandono o de la incomprensión. En los pozos de sondeo de esos puñeteros límites, no es necesario viajar por lo tanto al cuarto mundo o al lumpen más infame, basta dejarse caer al corral de nosotros mismos, por eso yo hablaba de esa extraña inquietud y de esa paliza sobrehumana a la que te someten el antropólogo y sus entrevistados desde el minuto cero, a la que se trata de sobrevivir.
El adolescente macarra es al fin y al cabo el adolescente eterno. En gran medida nos morimos siendo adolescentes y por ello, de igual forma, el macarra nace, crece, se reproduce, pero nunca muere, en esta feria de la violencia gratuita y sistemática: “<<Se han conducido experimentos con ratas en entornos controlados en los que podía incrementarse la temperatura ambiente. Las ratas se conducían de modo más agresivo cuanto mayor fuese la temperatura, siempre y cuando recibiesen descargas eléctricas>> (2). Digamos que los ecosistemas urbanos pueden operar del mismo modo: cuanto mayores sean las agresiones recibidas –en el entorno de las ratas estas agresiones serían las descargas eléctricas- y mayor el nivel de tensión y estrés provocado por la amenaza de un potente ataque violento- en el caso de las ratas hablaríamos del ascenso de la temperatura, más posibilidades existen de que el sujeto integrado en dicho ambiente sea propenso a la violencia, en muchos casos indiscriminada. Muchos macarras consideran que la mejor defensa es un buen ataque”. (p. 92)
Los testimonios, muchos de ellos ignominiosos, de los macarras de Domínguez provocan angustia, mucho miedito, desasosiego y hasta ansiedad, todo ello bajo las idas y venidas de un ritmo expositivo febril y despiadado (el libro presupone una lectura muy detenida y exhaustiva, el libro te exige bastante, como ya he manifestado). En ocasiones no queda más remedio que ser compasivo con lo que uno lee con estupefacción, y a veces hasta te ríes por la comicidad de algunos de los hechos (“Menciona un sitio campestre yanqui, un robusto y ordinario enterrador pueblerino y un desastroso problema relacionado con una tumba [escribía H.P. Lovecraft en Necronomicón], y así nadie esperara una lectura que no sea de naturaleza cómica”).
De esta forma y haciendo uso de esta sugestiva (y lovecraftiana) aseveración, Macarras interseculares comienza su andadura como un conjunto de entrevistas/cuadro de El Bosco y termina (o al menos debería hacerlo) en un ejercicio de introspección brutal. Lejos de los yonkis, de los chorizos, de los pendencieros, de los kíes de barrio, de las toneladas de la droga que blanquearon Madrid, del exceso excesivo y de las “hostias” como panes y como constante (uno de los entrevistados decía “la violencia, tío, engendra violencia. Olvídate de rollos. Hay alguien que puede salir gilipollas. Pero la mayoría de las veces es que a uno le han metido más de la cuenta y reacciona con más violencia”, p. 89), macarradas hay en todas partes, pero tendemos a pensar que lo macarra es lo del otro, que el otro es el más macarra del barrio, al que somos capaces de hundir, creemos, de un truco en la cara. Más urbano no puede ser: el libro se mete por debajo del lumpen más abyecto, pero sus argumentos sobresalen por encima de los prejuicios.
En los 70 yo era un niño de Legazpi. En los 80, un adolescente del barrio del Pilar, felizmente o tristemente citado a lo largo de la obra (hoy sigo siendo ese niñoadolescente, pero más urbanita). A pesar de la extenuación que me ha generado este viaje a través de la infamia, víctima acaso de un extraño síndrome de Estocolmo (a lo mejor, un síntoma perpetuo del Madrid/escombrera mencionado) lo menos que uno puede hacer es estar agradecido a Domínguez por haber parido un engendro de tal magnitud.
(1) Zenda. XL Semanal. 11 de diciembre de 2020.
(2) Siempre me refiero a él con ese adjetivo.
(3) Berry, Robert M. y Jack, Charles E, <<The effect of the temperatura upon shock-elicited agression inrats>>, Valparaiso University (1971), Psychonomic Science, vol 23 (5).