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Aproximación a la comunicación enferma: de los “bares raros” a la necesidad del juego comunicativo
Honestamente, cabe la posibilidad de que este artículo se transforme en un lastimero apotegma de resabios y reivindicaciones percepcionistas, que yo creo que no lo es, en el fondo coexiste con una praxis despiadada (como ya he manifestado en alguna ocasión, de tanto enfrentarme al lenguaje podemos hasta llegar a querernos y a tirarnos flores). Hay también en el menú de hoy buenas dosis de falsacionismo (partir de los propios errores y aciertos) y de algo de desmaterialización y de externalización de esta urdimbre tan cotidiana y significativa, que no es otra que la reconsideración elegante del mismísimo objeto urbano.
En mi artículo Helmet, publicado en El urbano, les cuento una historia y hablo también de bares raros, una expresión fecunda en “ámbitos objetuales” (que diría el ínclito Markus Gabriel), que podrían ser medianamente definidos a través de este sudoku sintáctico más o menos ingenioso: normalmente, un bar es un recinto donde puedes comer o tomarte algo a cambio del pago de una cantidad de dinero. De la palabra “raro” siempre le van a decir a usted cosas como “inusual”, “extravagante”. Si ensamblamos el sustantivo y el adjetivo en la expresión “bar raro”, el resultado es algo raro e inquietante en sí y da la sensación de que ello está viciado desde el origen. Esta posible perversión socioliteraria lleva consigo necesariamente la idea de oxímoron. La idea de bar no debería verse intoxicada en principio por la cualidad “raro”, ajena al sujeto que describe. La expresión habría de ser un epíteto necesariamente o un pleonasmo como “bajar abajo” o “bajar al bar de abajo”. Si la tesis es “bar” y la antítesis es “raro”, la consecuencia inmediata es un algo no sintético, lo que es extraño intrínsecamente después de la interacción de dos opuestos aparentes. Por lo tanto, si decimos “me voy a ir de bares raros”, la cosa ya se pone chunga. De esta forma, si asumimos como punto de partida el axioma Entre el personal y los objetos de su ciudad existe una comunicación enferma, no parecería lo mismo rediseñar una prosopografía de esa localidad que refundarla a través de una sintaxis, digamos, orgánica, psicosomática.
Silvia García y Jesús López, de la Universidad Central de Venezuela, hilvanaban una muy curiosa correspondencia entre los presupuestos del escritor William Shakespeare, las cosas de Ludwig Wittgenstein, el pensamiento del dibujante Maurits Escher y las ideas del lógico matemático Kurt Gödel. Las tragedias de Shakespeare –según los autores- eran “verdad performativa” y ambigüedad relevante. Los dibujos de Escher contribuían a tener una idea de “cómo el juego crea a los jugadores a medida que estos crean el juego”. El Teorema de la incompletitud del matemático Gödel definía “la imposibilidad de que los jugadores dispongan de un único método ‘coherente’ y ‘completo’ de ‘resolución’ de un juego”. Y, en opinión de García y de López, la idea del lenguaje del propio Wittgenstein permitía imaginar las obras de Shakespeare “como una ‘familia’ de juegos del lenguaje, donde podemos observar la representación del juego de los personajes o jugadores” desde el punto de vista de ese mismo lenguaje (p. 180).

Eutrofización y realismo especulativo
Como paso previo e imprescindible a la implementación de una lógica proposicional adecuada a la interpretación del hinterland urbano, estaríamos hablamos de protoespacios seminales, como los de esos locales raros o extraños, espacios que gozan de una acusada tendencia a la eutrofización, un proceso de densificación conceptual que permite (y exige) la aproximación al mismo a través de múltiples enunciados, que pueden ir incluso más allá del “textocentrismo” o de la “certeza semántica”, en palabras de Berbel García. Vamos a referirnos a ellos como “juegos” entonces, como en el caso de aquel sudoku de mi introducción más o menos insensata.
El poeta Julio Monteverde escribió un interesante Materialismo poético, aproximación a una práctica (2021). Siempre desde una perspectiva materialista, el autor concebía la realidad como una especie de Leviatán totalizante, represivo, predeterminado y excluyente que tenía que “encajar sus piezas a toda costa” (p. 17). Sin embargo, atendiendo a esos mismos presupuestos, esta concepción en principio tan holística no habría de estar reñida con la deconstrucción objetual de los propios componentes del sistema (precisamente las “piezas” a las que hace referencia el mismo Monteverde), que encaja en mi opinión con todas aquellas profundidades y superficialidades y sus relaciones por supuesto a las que Graham Harman, uno de los adalides del denominado realismo especulativo, añade algo más de luz (o de sombras): “Los objetos se esconden interminablemente uno detrás de otro y se infligen golpes mutuamente a través de algún agente vicario […]. Nos topamos con un mundo partido en pedazos […]. Mientras que los objetos reales se sustraen, los objetos sensuales yacen directamente ante nosotros cubiertos por completo por una superflua y agitada cáscara […]. El único lugar en el cosmos en que las interacciones ocurren es el ámbito sensual y fenoménico […]. La forma autónoma y distinta reside solo en las profundidades, mientras que la fuerza dramática y la interacción flotan a lo largo de la superficie” (pp. 131-136)
El filósofo Friedrich Nietzsche afirmaba con demasiada lucidez que describíamos mejor, pero explicábamos igual de mal que todos aquellos que nos habían precedido (p. 175). En este contexto, la polémica noción de “postpoesía”, a la que tanto me he referido ya en mis escritos y que parece dar a priori la misma relevancia a una señal de tráfico sobre un par de árboles que a un poema de, por ejemplo, Antonio Machado, abre un abanico de posibilidades lingüísticas cuando menos sugerentes y permite la democratización de ese ejercicio interpretativo (y la mejora en el uso del lenguaje). Teniendo en cuenta entonces la definición del concepto de eutrofización (en términos generales la abundancia anómala de nutrientes en un ecosistema acuático), en esa aproximación reflexiva hacia el objeto de Harman y de tantos otros, parecen vislumbrarse los siguientes condicionantes:
a. Es una aproximación de resultados inciertos por la propia naturaleza fractal y objetual de lo representado (eutrofización sistémica). De acuerdo a la Teoría de los ensamblajes de Manuel de Landa, existirían multitud de componentes, escalas e interacciones (más allá del mero reduccionismo que hace del individuo y de la sociedad, los agentes exclusivos de los procesos sociales y sus protagonistas absolutos).
b. Se trata de un contacto muy condicionado por el contexto psicosocial (eutrofización real), que tradicionalmente ha otorgado un papel preponderante al ser humano, como he manifestado en (a).
c. Está subordinado al uso del propio lenguaje y a la recepción del propio “mensaje poético” (eutrofización enunciativa).
Agustín Fernández Mallo, autor de ese tan controvertido Postpoesía (Anagrama, 2009), reseñado en este blog, afirmaba que no decíamos “que un poema no deba poderse declamar, sino que no sea la declamación la prueba última para que un poema entre en las zonas de legitimación” (p. 85). Por lo tanto, si nos atenemos a esos espacios tan densos de esa realidad que nos rodea, su interpretación no debería ser la prueba última para que cualquier lugar (la pared de enfrente por ejemplo llegaría a tiempo de ello) no entrase en esas áreas “de legitimación” que preconceptualiza muy adecuadamente el físico coruñés.
Sobre este lecho inestable en el que reposan esos canales (vamos a ponerles el sambenito de) enfermos, Monteverde defendía la cercanía de las cosas para la implementación de la experiencia poética, que era “ella misma existencia agotándose en su soberanía” (p. 36), que se podía dar en cualquier lugar y de muchos modos distintos -sobre todo a través del juego- en aras de una meritoria emancipación, dentro del ecosistema de una poesía que se encuentra “exhausta” (Monteverde, p. 63). “No por callar se conoce el silencio, de la misma forma que no por hablar se pronuncia la palabra”, asevera la filósofa Chantal Maillard ¿No resulta todo ello realmente poético?

Sobre la muerte del lenguaje urbano
El filósofo y ensayista José Luis Pardo decía que “el lenguaje no es sólo un instrumento a nuestro servicio con el cual podemos decir lo que queremos decir, sino que más bien es una red que nos señala lo que podemos –y también lo que no podemos- decir” (p. 15). Parecía que había siempre algo más de lo que podíamos expresar y que teníamos que hacer lo posible por evadirnos de esa “prisión lógica” (p. 22).
Por su parte, Jorge Fernández Gonzalo, en el seno de su excelente Filosofía zombi afirmaba que ese zombi representaba “un autómata” que nos provoca el horror “porque él vive la muerte […]. El zombi [explicaba] ha conseguido apropiarse de su propia muerte y prolongarla en el tiempo como acontecimiento”. Y por supuesto que al hilo de este testimonio tan contundente, voy a mencionar también al Wittgenstein del Tractatus (en realidad habría que hacerlo en cualquier texto que trate de cualquier cosa, sin ánimo de repetir tanto cliché), que especificaba que los límites del lenguaje significaban los límites del propio mundo del que opera con ese lenguaje. De esta forma, no podríamos pensar lo que no podemos pensar y tampoco podríamos decir lo que somos incapaces de pensar. Ya no hay lenguaje, en cambio ha quedado todo reducido al discurso, concluía el propio Monteverde (p. 43).
Sabemos que la recta de los números reales es densa y que da la sensación de que esa coyuntura es uno de los condicionantes matemáticos de esta aproximación que-nunca-llega al objeto, nos hallamos ante la gestación de esa dialéctica perpetua entre lo que es y lo que parece ser. ¿Hablamos en consecuencia una lengua muerta? ¿Nos estamos refiriendo al deceso del propio lenguaje?
Cuando Umberto Eco desglosaba las que él consideraba líneas fundamentales del “mensaje poético” (pp. 108-113), diseñaba una inteligente y a la vez inquietante identificación del propio “lector” o receptor, que venía a ser un “criptoanalista” que se veía obligado a descodificar no sólo ese mensaje, sino también el contexto de esa propia información. A la larga “el mensaje poético encuentra al receptor de tal modo preparado (sea porque lo ha experimentado ya muchas veces, sea porque en el ámbito cultural en el que vive millares de divulgaciones y comentarios se lo han hecho familiar), que la ambigüedad del mensaje no lo sorprende”. En consecuencia, en esta controversia lingüística de ese vacío enunciativo aparente y espacial del dentro/fuera, una hipotética muerte del propio lenguaje (o al menos un coma inducido) nos podría llevar incluso a la falacia de una lectura fatalista de esta irrealidad poliédrica tan cercana, tan eutrófica y tan inaprehensible a la vez.
“Sufro del performativo [escribía Paul B. Preciado]. Me avergüenzo de mi escritura. Me avergüenzo del ajuste entre mi vida y la escritura. Me avergüenzo de la distancia entre la vida y la escritura. Frente al lenguaje, soy vulnerable”. De algo tan brillante, se podría inferir por lo tanto una postcerteza de que existe el miedo a uno mismo no declarado. La retórica del autocuestionamiento permanente (de la mano del falsacionismo mencionado), de cuya familia reconozco que formo parte fundamental, induce a esa obsesión en describir la propia muerte (de las cosas) cuando no sabemos de lo que en realidad tratan y sobre qué discuten, cuando parece que la cuestión se halla fuera de ese concepto tan groseramente estereotipado que llamamos “vida”. Entonces, por extensión y dadas todas estas premisas de base, ¿en qué medida cambiaría el sentido metaproposicional con el desarrollo e interiorización de una comunicación lúdica en aras de aniquilar ese miedo a la muerte, al zombi que llevamos dentro y a la propia transmisión de ideas, ahogados como estamos en un hábitat de crisis permanente en el que el miedo ha virado hacia lo ya puramente conocido?

Lenguaje performativo vs. Muerte del lenguaje
En un tremendo artículo titulado Ciencia, Matemáticas y Poesía -uno de estos textos con los que te alegras de haberte conocido- Pedro Poitevin, matemático y poeta, hablaba sobre los puntos de contacto entre las ciencias y la poesía. El ensayo de Poitevin da para muchas reseñas y es punto de partida de otros caminos prolijos y fértiles. El autor destaca la “antipoesía” de Nicanor Parra y de Elias Petropoulos (en base a la “intuición de la oposición entre materia y antimateria” que, según la física de partículas, provoca “la aniquilación de ambas”), la obra de Juan Almela (inspirada en la Química), los escritos del Anthony Etherin y la –desde mi punto de vista- inefable obra del matemático y poeta Christian Bök (estos tres últimos autores, dice Poitevin, desarrollan “esquemas formales” de alto grado de compenetración con la ciencia o la matemática). Y por supuesto que se cita en esa relación al propio Agustín Fernández Mallo.
Aún no sé cómo calificar la performance de Bök (Xenotest, 2015), quizás esté en otro canal distinto en el que no estamos acostumbrados a chapotear, a lo mejor está en otra galaxia del “mensaje poético” que tan bien había definido Eco. Es compleja, irreverente, alucinante y en consecuencia es difícil de digerir. Dice Poitevin que la idea del canadiense era “crear un poema, cifrado en ADN, que se reproduciría dentro de la imperecedera bacteria Dienococcus radiodurans hasta posiblemente después de la desaparición de la civilización humana. El proceso es el siguiente: primero Bök introduce ADN con su poema cifrado en una bacteria; la célula responde transcribiendo el ADN introducido a ARN. El ARN puede ser descodificado utilizando una cifra diseñada por Bök, y la idea es que la respuesta de la célula sea también un poema (Vaidyanathan 2017)”. Flipo.
En relación a este en cualquier caso superperformativo manifiesto (o a este manifiesto de la superperformatividad), Fernández Gonzalo, esta vez en la no menos buena Guía perversa del viajero en el tiempo, hablaba de la necesidad perentoria de construir narraciones “simbólico-ficcionales” [yo creo que la propuesta de Bök lo es al fin y al cabo] para combatir la perturbación de Lo Real y para sacarlo a la luz (de las tinieblas de nuestro contexto cotidiano) (p. 30). El propio filósofo explicaba que “los enunciados performativos, según rezan las teorías de J. L. Austin (2004), no se limitan a la caracterización de un fenómeno, a su mera descripción verbal (llueve, hace frío, dos más dos son cuatro, etc.), sino que irrumpen en la realidad transformándola sustancialmente. Aquellos enunciados que ofrecen algún tipo de compromiso (<<yo prometo…>>, <<yo juro>>) o que aseguran la factualidad de un hecho dentro de un contexto institucional específico (<<yo te bautizo>>, <<yo te declaro culpable>>, etc.) revelan nuestra intervención verbal como un acto con consecuencias reales dentro del mundo fenoménico. (p. 129).

Xenofilia y xenomorfia
La presencia de ese subconjunto de costumbres/código, del contexto a veces inasequible y por supuesto del ludismo y de la posibilidad de implementar este tipo de actitudes performativas, nos habría de llevar a reconsiderar/alterar los postulados-no definidos de Lo Real. En esta biosfera, parece pasear la filósofa Maillard, que reitera la necesidad de ese procedimiento lúdico (y basado en el silencio) en un proceso que ella denomina de construcción (no de interpretación –lo subrayaba-). “¿Qué realidad social pueden establecer unos individuos que no se han detenido a escuchar su propio ser haciéndose?” (p. 103) “¿Describir significa explicar? ¿Está contenida la explicación en una definición?”, (p. 186).
Si nos inclinamos hacia esa presunta (y asumida) fatalidad, da la sensación de que la figura del sujeto (paciente) parece desconocer e incluso ignorar esa súper capacidad transformadora de la que puede hacer gala en un medio ambiente hostil de crisis permanente (pasaría entonces a ser un sujeto plenamente activo en hermosa y adecuada coexistencia con los objetos que le rodean). Ello coquetea a plena luz del día con las ideas ya planteadas por Markus Gabriel (los ámbitos objetuales tratados en Por qué el mundo no existe) y con los llamados “ensamblajes” (el propio De Landa), que podrían agitar aunque fuese de forma breve esa misma noción de eutrofización sistémica que ya planteé con anterioridad. No quiero repetirme, pero en estos claroscuros hibridados conceptuales y enunciativos por lo tanto, podremos desarrollar una nueva sensibilidad hacia los elementos raros, dejados, de borde, incomprendidos, incomprensibles (¿?).
Para terminar, les comento la propuesta de Ramiro Sanchiz, crítico, traductor y escritor uruguayo, una idea que a mí me tiene loco (si no digo nada, reviento).
El autor propone una sorprendente y no menos apasionante lectura de la saga del film Alien. A través de un artículo brutal que lleva por título La zona y el monstruo (en el interior de la no menos sugerente revista Xenomórfica), Sanchiz expone una serie de sólidos razonamientos que guardan de una manera muy intuitiva una relación más que estrecha con la interpretación de la cosmogonía de lo inaprehensible que se ha planteado a lo largo de estas páginas.
En este universo de borde puro, ensimismado en la noción de frontera, “en una primera instancia, la película de 1979 [dirigida por Ridley Scott] involucra a un monstruo: hay una entidad, en principio única, individual, concreta y ubicada claramente en un tiempo y un espacio”, pero después esa figura evoluciona hacia la abstracción, explica Sanchiz. “El xenomorfo (y por extensión la criatura alien en todas sus fases de desarrollo), en cambio, no es tanto una agencia como una propagación y sobre su voluntad, deseo y autoconciencia [escribe el novelista], no podemos sino especular en base a indicios para nada claros”. En la tercera entrega (1992), prosigue, “la forma larval parasitaria de la criatura hackea el genoma de su huésped para producir un xenomorfo joven y adulto relacionado morfológicamente con aquel [un perro]”. Una criatura que, nos revela el escritor, “es una suerte de <<post-especie>> entendida como un campo de posibilidades morfológicas”. Habla de “multiplicidad” y cree que “jamás logramos verla (o concebirla) en forma <<pura>>” y que asimismo “debemos aceptar la idea de que la criatura es más bien una <<contaminación>>”, que “puede ser pensada como un campo de influencia o perturbación: una zona tanto de mutaciones y posibilidades morfológicas como de inquietud u horror”. Así, en su opinión, los humanos rechazan la comunicación con la extraña criatura, mientras esta procede a través de una secuencia sistemática “a replicar, a inmiscuirse en tanto contaminación”. Se llega así, concluye, a una “xenofilia alien vs. xenofobia humana. ¿No será este campo de potencialidades morfológicas humano-alien [se pregunta] un vasto espacio de diálogo colectivo, indiferente a la violación de los contornos de los individuos involucrados?” (pp. 53-59).
Bienvenidas sean entonces las ideas de Sanchiz y alabado sea pues ese espacio dialógico que, atendiendo a su propuesta en líneas generales, han generado y modificado esos agentes del todo involucrados, de esos objetazos de Harman y compañía. Hablamos del leitmotiv de este nuevo extrarradio que, un algo definitivamente intrínseco a esa criatura que define (con mucho juicio) el escritor. Esa proposición, como digo, adquiere cada vez un grado más elevado y más exacerbado de abstracción, un proceso en el que el individuo ha pasado a ser hacedor de residuos y a la vez es intoxicado por la mística de los elementos/objetos que le rodean, en esta nueva metodología de frontera.
En opinión de De Landa, tendríamos que mantener separados los conceptos de lo significado por las palabras y de lo significativo de estas. Una frase que no tiene significado es absurda, pero una frase que no es significativa es trivial” escribe el filósofo (p. 76). ¿Acaso lo es “irse de bares raros”?, me pregunto yo. En consecuencia, estamos invitados al teatro de un lenguaje como trasunto de una realidad de pequeños eslabones, frente a la percepción que tenemos de ese mismo lenguaje (la realidad que construimos de eso al fin y al cabo, como es obvio). El mismo Fernández Mallo afirmaba no sin cierta ironía y siempre con soberana prudencia que “para escribir como en el siglo XX siempre estaremos a tiempo”.

Bibliografía:
Páginas web:
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“El rechazo de la narratividad o de la certeza semántica. ROSA MARÍA BERBEL GARCÍA. LAS FRONTERAS DEL GÉNERO: INTERMEDIALIDAD Y PERFORMATIVIDAD EN LA POESÍA DE LOLA NIETO.
Pedro Poitevin. Ciencia, matemáticas y poesía. Figuras revista. Salem State University.
Obras:
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ECO, Umberto (2001): Apocalípticos e integrados. Ed. Limón, Tusquets Editores. Barcelona.
FERNÁNDEZ GONZALO, Jorge (2011): Filosofía zombi. Barcelona, Anagrama.
FERNÁNDEZ GONZALO, J. (2016): Guía perversa del viajero en el tiempo. Sans Soleil ediciones.
FERNÁNDEZ MALLO, A. (2009): Postpoesía. Barcelona. Anagrama.
GABRIEL, M. (2015): Por qué el mundo no existe. Ed. Pasado y presente.
MAILLARD, Chantal (2021): La razón estética. Galaxia Gutenberg.
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NIETZSCHE, F (2011): La gaya ciencia. Edaf.
PARDO, José Luis (2001): Estructuralismo y ciencias humanas. Alak. Colmenar Viejo (Madrid).
PRECIADO, Paul B. (2019): Un apartamento en Urano: crónicas del cruce. Anagrama. Barcelona.
VV.AA (2019): Realismo especulativo. Materia oscura editorial.
WITTGENSTEIN, Ludwig (2012): Tractatus lógico-philosoficus. Alianza Editorial, Madrid.
XENOMÓRFICA MAGAZINE, Número 1 (2020). Barcelona. Holobionte Ediciones.
Una respuesta a «EUTROFIZACIÓN, PERFORMATIVIDAD Y METALENGUAJE. FERNANDO SÁNCHEZ»