Imagen de portada: París-Roubaix, tramo hacia Gruson.
Un día, hace ya tiempo, me encontraba con mi esposa en Caixa Fórum, en Madrid. En un momento de nuestro flirteo con aquellas cosas, probablemente ya en la bandeja de salida, fue cuando me di cuenta de que a escasos metros de nosotros había una figura que me resultaba hasta cierto punto familiar.

Después de unos segundos de reflexión y de recato impostado, mi expresión circunspecta se transformó en una especie de acto de genuflexión desde el instante en el que asocié aquellos contornos delgados y soleados al nombre de Juan Antonio Flecha (Argentina, 1977). Me acerqué a él, tres veces podio en la París-Roubaix, y le pregunté por lo que yo ya sabía de ese ciclista. Recuerdo que aquel hombre, con buen criterio, me miró como con cierta extrañeza, pero en el momento en el que le mencioné mi sensibilidad hacia esa prueba, su expresión le delató.
Aquella metamorfosis acelerada explicaba perfectamente el significado y el significante de este acontecimiento, la distancia años luz entre la trascendencia y el ciclismo en general. Por ese motivo, este artículo no es periodismo deportivo ni tiene intención de serlo porque ni soy periodista ni el asunto sobre el que escribo es en puridad una clase de educación física. La prueba del adoquín es un hecho estético y fuertemente intelectual (no me voy a detener en historias positivas ni en el palmarés de esa clásica, si usted desea más información sobre la leyenda de esta carrera, puede consultar aceptables textos en internet).

Creo recordar que mis primeras Roubaix por la tele fueron las de las victorias de Jean Marie Wampers (Bélgica, 1959) y de Eddy Planckaert (Bélgica, 1958), en las primaveras del 89 y 90 respectivamente. Desde entonces, me habré perdido algunas por motivos que no vienen a cuento, pero nunca he asistido a ninguna de ellas sobre ese manglar desafecto. A pesar de ello, como ya he contado en este blog, tuve la oportunidad de viajar a algunos de los lugares simbólicos de esta carrera, como lo son el Carrefour de L’Arbre, el pavés que pone en la pista de Gruson y la commune de Cysoing, todos ellos tangentes a la frontera con Flandes.
José Carlos Carabias recoge en ABC ciclismo la impagable entrevista que le hicieron al ciclista holandés Theo de Rooy en 1985, cuando, después de esa Roubaix –que había abandonado-, el periodista (John Tesh) le preguntaba por el grueso de la experiencia adquirida. El de los Países Bajos se quejaba amargamente de que la carrera era una absoluta “mierda”, que te meabas encima, que era una tortura sistemática y que era, eso, una poderosa “mierda”. Sin embargo, a una nueva pregunta de ese periodista, el ciclista confesó que la correría otra vez porque –decía- era la prueba más especial del mundo.

Marcel Duchamp afirmaba que el artista no era el único que hacía el acto creativo, por eso se podría afirmar que el propio Tesh (junto a la extraordinaria respuesta de De Rooy) hizo de su diálogo una obra de arte. Del barro, de la mierda, del polvo, del viento, del estiércol de las vacas. Una carrera que hace posible contar tantas historias como tantos puntos de vista existen sobre ella, no sólo hace honor a ese formidable Ejercicios de Estilo de Raymond Queneau, escrita en 1947, que narra la historia de un tío en París de 99 formas distintas y que ya he mencionado en El urbano, sino también hace justicia con aquellos/as que han decidido desearla por encima de otras vicisitudes, como el holandés y el propio Flecha (unas décimas de segundo en su rostro valieron la perennidad en un museo de Madrid).

Pedro Horrillo (Éibar, 1974), amigo de Flecha y discípulo del propio De Rooy ya como director deportivo, corrió e intelectualizó esta carrera tan rururbana (llegó a ser undécimo en ella), el corolario de una revolución industrial violada por dos guerras mundiales. Salvando las distancias, una quinta parte de ella equivaldría al tránsito por nuestra concentración parcelaria, pero a través –comentan- de unos 6 millones de adoquines. Hay motos, coches, mecánicos, público, campo, tractores y vacas, hábitat disperso en unos escenarios a la intemperie, unos conjuntos vacíos configurados por todas esas llanuras inhóspitas, esteparias y llenas de barro, si llueve.
Otra de las claves de este universo fractal nos la dio el estómago de Matteo Jorgenson (EE.UU., 1999), cuando tras unos análisis de sangre realizados en los días posteriores a la Roubaix de 2021, encontraron bacterias de estiércol de vacas (en este caso hablamos de mierda física), que había ido comiendo de todo lo que soltaban las ruedas de los que circulaban delante de él (llegó en el puesto 63 a 16:25 del vencedor). Por eso, la Paris-Roubaix (o la Roubaix-París) es un acontecimiento deconstruible, empezando por aquel encuentro fortuito con Flecha y con la foto que nos hizo mi esposa, que preside nuestra biblioteca de despacho.

Esa deliciosa partitura puede dilucidarse incluso a través del manantial de la progresividad musical, que descolló entre los años 60 y 70 y que ofrece un ingente número de posibilidades interpretativas por regla general. En pocas palabras, el rock progresivo ofrecía una suerte de atectonicidad y atonalidad, una idea de complejidad técnica y un contenido que parecía primar el procedimiento por encima del mensaje. El recado estaba en la proposición de ese desarrollo tan confuso. Así, en la prueba francesa, se ha implementado una dialéctica entre la totalidad (de lo privado) y la híper fragmentación (de lo público), que conectan de una manera tan perversísima, cuando no se sabe ya lo que es la realidad y lo que es el espectáculo, lo que resulta demoledoramente segmentario (una especie relicta del famoso polvo de Georg Cantor, por ejemplo).

El ámbito objetual de los intersticios, la adición de extrarradios, la multiplicación de los puntos de vista y la proliferación de carreras (y de no historias) dentro de una misma prueba, hacen que este acontecimiento no sea la suma de las partes per se, sino el total de los todos, que forman a su vez parte de un espacio tan conceptual y tan deliciosamente abstracto. Normalmente, el resultado de este conjunto de intervalos de culto se lo llevan a su casa tíos muy altos, pesados, rodadores y con buena punta de velocidad, pero lo que realmente interesa es la apoteosis del anonimato entre el miedo, la turba y las vacas, en esa ruleta rusa a gran escala de estados de ánimo en la equidistancia del orgasmo y de la semidescomposición.

“Hoy –escribía Agustín Fernández Mallo a propósito de la <<epifanía del azar>> en Teoría general de la basura-, acostumbrados al acceso aleatorio a listas […] y a la comunicación total entre nodos de uno o de varios sistemas, la pregunta natural es precisamente la contraria: ¿cómo es posible que una obra –e incluso eso que podemos llamar <<mundo conocido>>- pueda no leerse en cualquier orden, obtener sentido en cualesquiera direcciones en que nos movamos?”. Yo toqué ese adoquín, escarbé en la tierra, me fotografié en el mojón dedicado a Gilbert Duclos-Lassalle (1) a las afueras de Cysoing y, sobre todo, me extrañé de haber llegado tan lejos, cuando en realidad estaba en un campo cualquiera del norte de Francia, igual que un camino de ovejas de la periferia de mi pueblo, en dirección a Las Navas.
El ganador es sólo una ínfima parte de esta cosmovisión atmosférica, medida en algunas ocasiones por el grado de odio y de asco que muchos la profesan (muchos ciclistas la consideran una “mierda”). En lo que a mí respecta, arrojado a esos estados de ánimo prolongados que me deja en el cuerpo (la vea o no), jamás podré decir que es muy dura por respeto a los que chapotean en ese desorden ignominioso. Bernard Hinault (Francia, 1954), que detestaba la carrera y de la que también decía que era una auténtica “mierda”, se impuso a todos sus rivales en 1981.

El argumento del libro de Queneau podría ser hasta del todo prescindible, pero el concepto (elevado) y la literatura (compleja) hacen de ese texto una obra de referencia, sobre todo para todos aquellos que les guste esta implicación en ese acto creativo (desde las bacterias hasta las duchas de otro tiempo del velódromo de Roubaix, final de la prueba). No es nada canónico. Tampoco es apto para los apologetas de lo literaria/deportivamente correcto. La prueba es un dripping evocador, pero ante todo es presentismo absoluto. Es el culto al acto y al momento, con la probabilidad de que ese momento dure para siempre, como la sonrisa cómplice del propio Juan Antonio Flecha.
Uno juega con las reglas de ese casino a escala universal, el éxtasis de la progresividad y de ese azar epifánico del que hacía mención Fernández Mallo. Desde que entré en contacto con la carrera, ese acontecimiento me genera adicción y ansiedad, y me hace recordar más si cabe a mi propio padre, que fue el encargado del aprendizaje del suceso francés. Adoro ese concepto, yo el Iconoclasta I de Madrid. El 14 de abril de 1985, era un joven de 14 años que cursaba octavo de E.G.B. en el colegio Breogán, del barrio del Pilar. Mientras tanto, Marc Madiot (Francia, 1959) ganaba aquel día en solitario, lleno de dudas y lleno de mierda.

NOTAS:
(1) Gilbert Duclos-Lassalle (Francia, 1954) ganó la París-Roubaix en 1992 y en 1993.