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Aquello estaba en umbría. No parece muy excesivo que yo diga que el personaje de la mascarilla me pareció un maleducado de carácter integral, pero voy a empatizar con el final porque he meditado realmente que era conveniente matizar alguna cosilla sobre la localidad de Mascarilla de abajo, una cuestión en consecuencia más honesta y digerible. Hacía por lo menos dos interminables años que no cabalgaba a lomos del Metro de Madrid y me daba la sensación de que todo parecía ser un poco más bizarro de lo normal, cuando cogía el suburbano hasta para ir a cagar. El reencuentro aconteció el otro día, el mismo en el que comencé a reflexionar sobre este anteproyecto de cosmovisión de Madrid, del Metro, de Houellebecq y del asunto ese del dichoso bozal rectangular.
Me aprovechaba un poco de la coyuntura subterránea para ventilarme la Ampliación del campo de batalla, de Houellebecq, un otoño adelantado, como precipitado. De su simplicidad emana exuberancia y se puede ser feliz con ese libro, a pesar de los houellebecquismos tan enquistados, tan increíbles, tan elevados. Ampliación es un subconjunto de espermatozoides desechados por un óvulo. O el mismo espermatozoide que pasa de todo y que desdeña el Santo Grial final.
Se produjo por lo tanto una sotanización de la lectura, de una geografía de sí mismo de la que hace gala el francés en esta deliciosa novelita. En medio del ecosistema granítico del subsuelo de Madrid, falocéntrico, de cavidades por llenar de –digamos- algo decente, yo estaba a la espera de ser fecundado por esa obra de tantos quilates, cuando, de repente, siempre ocurre lo inesperado (esto no es mío, es un título de Malraux).
Érase una vez entonces una preciosa mascarilla pegada al brazo de un personaje, por lo tanto la culpa fue del antifaz terapéutico, que se bajó de la boca de ese tipo tan prescindible y fugaz. La mascarilla no aceptó la superioridad moral de nadie y por supuesto que relativizó el ex abrupto en ese extraño y prolongado instante hasta extremos insospechados.
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Lo de Huellebecq se avino más como un PEC de una atribulada existencia. Un tipo que trabaja de informático narra su discreto papel en esta vida. En la contraportada se dice que está “hastiado de su trabajo” y que es “un antihéroe”. Sin ser yo el que rebata esos prolijos argumentos, que no dejan de ser el leit motiv de la acción propuesta con descaro, en mi caso ese narrador se me presenta en la puerta de mi quely como un dechado de heroicidad, un hombre que en definitiva se ha soportado a sí mismo y que tiene unas tragaderas relativamente grandes para aguantar la coyuntura adyacente, que va desde su hinterland inmediato hasta el anonimato en general, o por lo menos hasta el cosmos celebrado por él cada día.
Yo me encontré con varios inconvenientes en mi campo de batalla particular, extendido en su concepto doctrinario por la persona que pulso el botón de emergencia y paró el tren entre las estaciones de Banco de España y Retiro, porque resulta que nos enteramos después de que uno/a no llevaba la mascarilla acomodada en su jeta (hasta el sábado pasado, al menos, era obligatorio). Hay que estar un poco de esa manera para perpetrar esa parada por eso.
Yo esperaba ser fecundado por mi libro entre azul y aseado, y sin embargo, me dio la sensación de que ese mismo tratado se prolongaba por los entresijos de aquel vagón de una sola pieza que iba hasta las trancas, con la gente hasta los cojones/ovarios de casi todo (entre lo que se incluye los consigos mismos y las consignas del personaje de Houellebecq). El tren se paró, la banda se confundió, el conductor dejó la cabina y se dirigió como ausente hacia la trastienda de aquel Abyss madrileño.

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Aguanten un poco más. El capítulo 3 de Ampliación es un compendio de geografía y de poética urbana, sobre todo esa última por doquier. El texto lleva por título “El juego de La Place du Vieux Marché”. En él, el escritor diseña un boceto de la ciudad francesa de Rouen (Ruán), entre el esperpento y la sobriedad de la que presume en cada espacio incluso aforístico. Estaba más convencido cada vez de que me hallaba empalado por un libro lleno de alma.
El episodio tercero viene definido como una estancia desganada y absurda, según el narrador, en una ciudad medieval “ahora jodida del todo”, que tiene un alcalde al que llama “incompetente” o “corrupto”, y que concibe como un ecosistema extraño, de gamberros, de pandilleros. Nos cuenta que sienta en un café al lado de un dogo alemán que molesta sólo con su estricta presencia. Con atención y con sensación desagradable, el personaje observa una boda de novios un tanto mayores y pronto se da cuenta de que algunos jóvenes se parten el culo con esa scénographie. La pasta de la pizzería estaba ”infecta” –afirma-, un local decorado a través de teselas blancas (¡total!). Y termina con una experiencia muy particular de “cerca de una hora” en el cine porno “de Rouen especializado en esas cosas”, una sala llena –comenta- de “jubilados y de inmigrantes”. En la estación de tren, algunos mendigos “se arrastraban, vagamente amenazantes”. Al día siguiente, el narrador se levanta temprano y se pilla un billete para pirarse de allí, pero luego no se larga a ninguna parte, y dice que no consigue comprender por qué y que todo aquello era “en extremo desagradable”.
Apenas he leído una radiografía posturbana tan penetrante con hallazgos patológicos tan reveladores. Lo patético parece condición sine qua non para dar acceso desde el corral a lo poético. El informático nos transmite que se siente “distinto a los demás, sin por ello poder precisar la naturaleza” de esa diferencia. Y dice que, con el dogo tiene ganas de intervenir porque odia a esa clase de animales, “pero al final, el perro se va”, concluye con un deje soberbio, soberbio.
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Pero nosotros íbamos a comer a un restaurante que hay en la calle Lagasca. Mi esposa y yo nos dimos cuenta de que el metro se detenía, de que el conductor lo recorría desde la cabecera hasta el recto. Nos preguntábamos por qué, pero como en una metástasis de ignominia de alta gradación, nos llegó a los oídos eso de que uno/a había dado al botón de emergencia porque le había salido de los huevos/ovarios, básicamente (es una cuestión de óvulos y espermatozoides desnortados, cariacontecidos y hastiados a priori como el narrador de Houellebecq).
Entonces, comencé a sentir ansiedad en progresión geométrica porque padezco algo de claustrofobia, aún no sé si volumétrica o social, pero no le dije nada a mi mujer hasta que nos sentamos a jalar en el local de Lagasca (por un momento, me dio la sensación de que echaba de menos el aire puro de Ruán, sin haber estado nunca allí). Después de mi primer beso con mi esposa, nunca he deseado algo tanto como escapar de ese tren saturado, prisionero de mi propia sordidez quizás, entubado en ese ataúd a gran escala, aunque tampoco me hallaba capacitado para establecer en puridad la diferencia entre las cosas mismas. Yo sólo quería salir de allí.
Me dio la sensación de que el maquinista regresaba como un poco de vuelta de todo, pero con una diligencia muy particular que me llamó mucho la atención, y yo parecía retornar a mi estado original. O por lo menos al que tenía cuando accedí al suburbano en la estación de barrio del Pilar. Sin embargo, a nuestro lado, una mascarilla atada al brazo de un tipo de dudoso gusto estético y de parquedad de miras macroscópicas, discutía con una mujer de edad provecta. Al menos hasta aquella mañana, esas mascarillas, como digo, eran obligatorias en el interior de los vagones, y no será por anuncios, créame. Érase una mascarilla a un hombre pegado es tan quevedesco y muy en consonancia con la línea 2 por lo tanto. Y hablamos de la existencia de un bozal rectangular anexado a aquel hombre –parecía como equilibrarlo- que se largó al final en la estación de Retiro, donde todo ya parecía fluir.
No parece casual. De forma sibilina, recordé al circunspecto personaje de Houellebecq con eso del dogo abominable y a mí me dieron ganas de decirle algo a la mascarilla que iba de la mano de ese hombre que cargaba con ella, pobrecito, pero no tuve espermas suficientemente aptos. El tipo se declaró inocente de todos los cargos que se le imputaban, con una sorprendente, pero en el fondo muy torpe soltura, por lo que deduje que la culpa la tenía su excelso correaje, impoluto eso sí, que deambulaba como ya sabe usted por las calles de sus extremidades superiores.
Qué tío. Nadie pareció darse cuenta de lo poético (y tantálico) de aquella situación entre grosera y absurdísima. El tren arrancó, yo parecí sentirme mejor en ese féretro patrimonial, mi mujer y yo intercambiamos apenas alguna comunicación entre breve y discreta, y la gente volvió a lo suyo, si es que alguna vez se largó de sus cosas.

Si desea leer más sobre «Metros», puede pinchar en el enlace de «Metros del mundo bizarro* (con Ramones en el andén de la nostalgia): https://elurbano.org/2021/09/06/metros-del-mundo-bizarro-con-ramones-en-el-anden-de-la-nostalgia-fernando-sanchez/