Todas las imágenes: Ana Gutiérrez y Fernando Sánchez.
Imagen de portada: bloque de edificios entre Oropesa (Castellón) y la nada.
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Nos dio el punto y tal, y nos dimos un garbeo por la otra costa del Azahar, otra forma de (no) hacer turismo. La Oropesa cotidiana es la leche. La Oropesa habitual me recordó la lectura del libro/rasillón Crematorio, de Rafael Chirbes, además de que la asumimos a unos 35 grados de temperatura, lo cual es lo máximo ya.
Crematorio (Anagrama, 2007) es un libro difícil, farragoso, granítico, indigesto, siderúrgico, denso, engorroso, duro. Cuesta leerlo. Es muy pesado. Te dan ganas de dejarlo 20 veces durante el tránsito intestinal. Apenas tiene espacios, puntos y aparte, avituallamientos. Pero cuando me puse debajo de aquellos bloques de edificios, me vino a la cabeza un soberbio trozo de ese texto, uno de los tantos que formalizan este Crematorio, en ocasiones también un rollo, una pasta de difícil asimilación, una piedra entre los dientes.

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Por esa circunstancia, Crematorio es un tratado de metalenguaje porque no existía una forma tan adecuada de justificar la explotación de la maquinaria urbanística litoral, la devastación consecuente y los entresijos de la depravación humana, en una especie de relectura de la Metropolis grosziana, pero en costero. Al final, resulta que Chirbes nos hizo un favor.

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La cosa era Benicàssim-Oropesa-Marina d’Or (sí)-Torreblanca-Alcossebre por la carretera de la costa, el culto a lo local (cuando en el ideario originario sólo aparecía Benicàssim, aún desconozco por qué).

“Comparó lo que se está haciendo en la comarca con la arquitectura que hizo Speer, el arquitecto de Hitler, no por su grandeza, sino por su función social. Cuando visitó el anfiteatro de Verona, Speer se dio cuenta de que, si en ese lugar se aglomerasen personas con opiniones diferentes, quedarán unificadas en una sola opinión, y que precisamente ese era el propósito del estadio. Conseguir que desapareciera el individuo. Convertirlo en masa […]” (p. 181). Ana toma fotos de unos viejos y clausurados cines de Oropesa (“la metáfora [dice] de la desviación cultural de nuestro país).

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“Lo mismo puede decirse de toda esa arquitectura de casas iguales de la costa. Han creado un personaje colectivo, que no sé si llamarlo el jubilado, o el eterno veraneante, como el que quería ser Brassens en la plata de Sète: un ser fantasmal, único y vacío, intrascendente, que no aspira a nada, ni espera nada que no sea retrasar la muerte lo más posible […] (p. 181).

Cuando entramos en aquél Leviatán, mi esposa me comenta “Marina d’Or, ciudad de vacaciones. No mienten”.

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La foto de portada (“Pyongyang”, lo llama ella) es la piedra angular de este texto. Ana me dice que imagina que “vivirán felices en sus casas igual que tú”. El concepto es maniqueísmo absoluto, explica el hastío, la divisoria entre un bloque faraónico, hermético, extraño y un erial de 3/4 kilómetros (tierras yermas, espacios abandonados, algunos cultivos, conjunto vacío) hasta abordar el megacomplejo urbanísitico del Azahar.

Es un proceso alucinatorio al que cuesta sustraerse y que cuesta digerir, como Crematorio. Hacemos fotos de todo aquello a más de 30 grados.

De Marina d’Or a Torreblanca, se siente la soledad al amparo de la epidermis, se percibe el vértigo de casitas de ostracismo de manual, de tanta proscripción hasta distópicas, permanecerán cuando ya no haya nadie, cuando construyan la autovía del futuro. Tampoco habrá cines ni cosas d’esas. Otra costa del Azahar es posible. Hay ciencia ficción. Vaya que la hay.

Otro artículo de Ana Gutiérrez y Fernando Sánchez en El urbano: https://elurbano.org/2021/11/29/el-viejo-san-juan-salinas-depeche-mode-y-la-sintaxis-de-perez-andujar-sistema-red-fernando-sanchez-en-colaboracion-con-ana-gutierrez/
Oropesa, Benicassim, Marina D’or. El Torno, Las Peralosas, Los Cortijos. Son metaversos que percibo hermanados, conectados, casi identificados. Costa del Azahar, y no por azar, la «Cimmeria» manchega. Parajes desolados, indolentes, donde el tiempo es denso, y no pasa nada en siglos. Esa grisácea y estoica personalidad territorialidad, donde yace mal enterrado el cine Capitol, y se exhibe en la otra cara de la moneda, el sereno cerramiento del bar del Caraja, sin acritud, sin aspavientos, edificios desdentados, polvo y paja de graneros, antaño polinizados con los fluidos de parejas anónimas. Fueron lugares de esplendor ahora convertidos en páramos de Mad Max. Las carreteras donde se tumbaban los jóvenes, son pistas desdentadas y prejubiladas por el vigor de asfaltos diáfanos hasta el infinito. El viejo restaurante, como dijo Montaigne, fantasma de hambres pretéritas, se desdobla en el espacio/tiempo en una desvencijada fábrica de La Pitusa, cuánta burbuja proletaria.
Speer no pudo imaginar unos escenarios más despreocupados por su reputación turística, con tanto desdén por los oropeles. El edificio y la nada; el sembrado y la nada; vecindarios de Azahar y cimmerianos donde las masas se genocidan con voluntariedad, y donde los forasteros no dejan reseña en google por no mancillar semejante hoja de servicios. Intachable.
Fernando, Ana, los entomólogos sociales de lo extrasensorial. Dadnos más paraísos grisáceos, más bendita decrepitud «zen» . No cambiaría estos lugares de limbo, por todos los Benidorms ni Almagros del mundo.
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