HEAVIES. FERNANDO SÁNCHEZ

A mi tutoría de 1º de Bachillerato, curso 2009/10, I.E.S. San José, Cuenca.

Si bien escribió la reseña mucho antes (23 de agosto de 2012), en el prólogo a la segunda edición de Antología del otro lado (El urbano, 2022), el madrileño David Fernández reflexionaba sobre una de mis referencias a la Sanfran (para el que no lo sepa, apócope de la legendaria calle conquense de bares y restauración). David consideraba que son justificables ciertos “hallazgos narrativos como el que [Fernando] emplea para describir la calle de San Francisco (y aquí encontramos al Fernando más genuino): <<es un hervidero humano cuando hay gente. Cuando no hay nadie, está vacía>>, hallazgos sólo comparables con la fina observación de Les Luthiers: <<de cada diez personas que ven la televisión, cinco son el cincuenta por ciento>>”.

En una de las terrazas de esa presunta olla a presión de conquensismos tan arraigados, y siempre agradecidísimo al propio David por sus palabras aún no sé si del todo merecidas, el pasado 23 de agosto por la noche –véase la coincidencia-, una selección de colegas de alcurnia y del mismo pelaje, pagábamos a una camarera un total de 30 euros, el 50% de 60, resultado de la suma del valor de varias copas que están llenas cuando tienen cerveza y cuando no, pues están vacías, acompañadas en cualquier caso de una cabalgata de tapas que se iban exhibiendo desde las croquetas al chorizo con patatas fritas hasta los boquerones en vinagre con anchoas, por ejemplo.

En el concilio, nadie alza la voz porque viene eclipsada de serie por la sonrisa o, en su caso, la carcajada manifiesta. La impaciencia es la madre de todos los propósitos en la espera, tensa y angustiosa, en el kiosko verde que hay enfrente de la iglesia de San Esteban, hasta que nos abrazamos y tal. Hay que hacer tiempo y maldecir un poco más hasta la próxima estación, mientras uno mira su peluco con desdén y hasta con asco.

Pablo Arias (i), Pablo Alcocer (c) y Héctor Martínez.

Pablo Arias trabaja en Cuenca en la Fundación Secretariado Gitano y es el vocalista de la banda de heavy metal Myntra. Pablo Alcocer es fotógrafo, vive en Madrid y desempeña su función social en una guardería. Héctor Martínez viene de su fecundo periplo escocés y acaba de aterrizar más o menos in Spain (Héctor ya es función social en sí mismo, es otro hallazgo muy significativo).

Los tres -y Joseca, por entonces- comenzaron su andadura musical con la banda de heavy metal Bellator (un nombre que a mí no me gustó, se tenían que haber llamado The Tutor) y ahora Pablo Arias ultima en Albacete la producción del primer álbum de su nueva banda -junto con Adrián-, de la que nos hablará en este blog cuando él considere oportuno. Ha pasado mucho tiempo desde aquella presentación ante ellos como tutor y profesor de Historia del Mundo Contemporáneo (un día de septiembre de 2009, cuando cursaban 1º de Bachillerato). Y ya se han esfumado 13 años desde entonces y a pesar de ello, seguimos en la Sanfran -“para no variar”, me dice Pablo Alcocer-, perpetrando exactamente lo mismo de toda la vida, que es querernos a fin de cuentas sin necesidad de hacer de tripas, corazón.

Vivir con el ruack de vecino de enfrente no es nada tóxico (o toxiquísimo en cambio, según se mire), mientras contemplamos otras escenografías desde el sosiego porque nada parece importarnos más que el que está a nuestro alrededor mismamente. (Esta) camaradería es antónimo de inmolación. Tampoco interesa blasfemar y esas cosas, porque no nos atrevemos todavía a asomar el hocico desde este bendito rodal que comenzamos a diseñar en el instituto y hasta hoy. Los desprecios más oscuros y las tendencias más extrañas se suceden por doquier en otros espacios de la posmodernidad, pero eso es otra historia, somos muy ortodoxos con nuestras birras y nuestros endemismos bien implantados y que pueden ser del todo incomprendidos porque encierran en sí mismos su propia refutación.

Me es imposible mantenerme al margen de la vida porque retorno a mi juventud fraternal de vez en cuando, lejos de las ignominiosas locutoras de la vejez, esas Pre-Parcas que te anuncian el final premeditado e inevitable. Sin decirme nada al respecto, ellos me hacen perseverar en el desdén hacia el zapatito, la pinza y el polito a rayas, entre otras actitudes que tienen que ver con la semiótica o la comunicación (tómenlo como una metáfora). Me llevan donde quieren y hacen conmigo lo que les da la gana, pura terapia, se lo recomiendo. Cuando yo tenía 29 años como ellos ahora, mis bandas de rock/metal eran Rammstein, Motörhead, Slayer, AC/DC, entre otras. Y hoy, siguen siendo Rammstein, Motörhead, Slayer, AC/DC, entre otras (copio y pego sin más).

Kiosko en la confluencia de la c/ San Francisco con la c/ Aguirre.

El asunto de los heavies no es un cuento previsible que origina un clímax agradable y un final tontuelo y moralizante. En consecuencia, eres muy consciente de que los entresijos no engañan a nadie y sabes a qué atenerte entre la humildad y los decibelios a partes iguales. Los quiero. Yo les he visto balbucear en una salita del Centro Cultural Aguirre con una batería sencillota y cuatro instrumentos de esos de empezar la carcasa musical, pero sabes a qué atenerte, como digo. La gente se coloca donde no debe, pero se van pronto a la mierda felizmente. Parece que no, pero muchos se van solos, sólo queda ese extraño culto a la permanencia y esa idolatría hacia los atributos de los hechos (sobre) humanos de ciertas personalidades de tronío.

Cerveza, siempre. Charlas absurdas, de informalismo abstracto, canapés que te llegan a la boca solos, el vergel de la profusión didáctica, las muy milmesetarias conversaciones desde aquel Bachillerato (el cubo de pintura roja, Anastasia con el gofre, Héctor/tú, Los, Platón Arias Gómez, el bocata y la humillación, la notificación de los gnomos que cultivan patatas, la Berlingo, Sasquatch, el recinto ferial/la feria, la bandeja de limosna, el conductor de Praga, nuestro querido Copolillo -que espero que lea esto algún día-), en definitiva, el (des)orden rizomático postdadaísta.

En fin, que nos fuimos a pagar a la barra porque nos cansábamos un poco de levantar las manos a lo tonto, pero lo más asombroso de aquella coyuntura era que mis amigos me hacían defenderme con dignidad en los predios de aquel cenobio cobijado entre la masa, aislado de cualquier otra movida existencial. Me despojaron del excedente de los huevos y permanecí protegido en mi Belén viviente, hecho un ovillito. Los cenobitas (qué cosas, que me sacaron del infierno) no parecen guardar esa aparente relación de consanguinidad, al menos hasta donde yo sé, con los de la excelente Hellraiser, un espeluznante film de culto que puede ser hasta objeto de debate en este blog. Mejor, en otra ocasión.

Nos fuimos.

Y la Sanfran se quedó algo más vacía.

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