A Berta y Miguel.
Hago acopio de mí mismo en el sistema. Les aseguro, lectores, que tengo el gusto de representar a esa minúscula parte del subconjunto de los que creen (o de los que se creen) que toda inclinación de carácter social, política, económica o hacia lo que sea, dan igual los intervalos consecuentes, es más que consciente de hasta dónde pueden llegar sus propias demarcaciones, que todo este cono de deyección prosopografiado sabe hacer de todo menos el hazmerreír (aunque muchas veces dé esa sensación, oye), que están al corriente de que la utopía como tal es precisamente el leitmotiv de algunos de estos grupúsculos y que necesitan de ese brebaje quimérico para justificar sus impertinencias (o su incompetencia), pues son conocedores de que, habiendo en su caso alcanzado su objetivo flagrante, ese flujo se descompone sin remedio y se pudre hasta su desaparición. Por eso, ante la proximidad de la fecha de caducidad del producto, todos ellos entran en modo pánico.
¿Por qué les cuento esto? Porque a mí me sucede algo de parecido razonable con los extrarradios permanentes de la ciudad de Cuenca. Porque esta localidad es una ciudad pequeña y porque quiero hacerme a la idea de que siempre me quedarán algunos flecos de arriba y de abajo por descubrir, precisamente por ese recelo entre tantálico y obsesivo a derrochar la ilusión de que no me quede nada por hacer si se diese el hipotético caso, claro, de que en algún momento me agitase la extraña percepción de que maneje a mi antojo la ciudad entera. No obstante, si atendemos a criterios popperianos, nunca podríamos estar seguros de la evidencia del conocimiento absoluto, me consuelo entonces con la reformulación de un objeto volátil, inquieto, trascendente, más allá del puro trámite.
En un artículo de otro nivel titulado Escalando el muro mental (2012), el filósofo Cóstica Bradatan, su autor, afirma que “sin muros moriríamos indudablemente de aburrimiento. Por eso, si no los encontramos en el mundo real tendríamos que inventarlos”.

Vale. Para ilustrar ese aforismo tan excepcional, Bradatan propone una inteligentísima referencia a la película El ángel exterminador (1962), del cineasta Luis Buñuel, en la que “un grupo de personas se encuentra misteriosamente atrapada en un cuarto luego de una fiesta. Conforme transcurre el tiempo [prosigue] van mostrando lo más profundo de su ser. Sus dificultades se vuelven terribles: a tal punto donde uno comete suicidio, otro muere, todos hacen cosas a través de las cuales se degradan profundamente a sí mismos. Luego de haber caído en lo más hondo, de alguna forma se las arreglan para salir. Es cuando comprenden que el muro que los había tenido presos existía sólo en sus mentes”. Esos muros, explica el profesor, satisfacen más una necesidad psicológica que una material, son un “estado mental”. Los muros, continúa, “pueden impedirnos mirar, pero ese no es el problema, especialmente cuando lo que queremos es escondernos. Por una parte, mediante la construcción de un muro trato de esconderme, vivir bajo su sombra y, en un extremo, hacerme invisible. Por otro lado […] erigiendo un muro es como puedo exponerme totalmente; mis miedos secretos y mis ansiedades pueden contemplarse en su total desnudez”.
A mí me sobrevino algo similar en el instante en el que penetré en el colon del barrio de (la) Fuente del Oro, de la localidad de Cuenca. En el intestino de un distrito tan compacto, tan hermético, los pasillos interiores disfrutan a priori de la erótica de lo inaprehensible. Arrojado pues a este amasijo de muros de carácter material y propedéutico, pasajes, pasillos, túneles angostos de dinteles bajísimos, la propia oscuridad de las 8 de la tarde de un jueves de un mes de noviembre, patios interiores o casas a rebufo de lo imposible hacen de este espacio tan particular, un lugar profiláctico de referencia, una alegoría absolutamente rebosante de onirismo y de simbolismo a espuertas.

Los efectos trasnochados de un ángel exterminador, la disciplina espiritual y terapéutica de los arbustos y el claroscuro de la noche y las farolas en zona de nadie –pero de nadie en sentido técnico o literal-, me hizo no querer salir de allí. O me puso en la tesitura de no poder hacerlo. Zona de nadie no significa bienvenidos a la zona muerta, lo que viene a ser ganancias marginales de espacio/tiempo. Relativizas. En consecuencia, mis miedos estaban a salvo, fuera del incómodo corsé de la llamada “gentrificación verde”.
Las zonas verdes de la Cuenca moderna no se ajustan a un patrón estético concreto o clásico, más bien se han adaptado muy camaleónicamente al caótico y desmembrado plano urbano de la ciudad. Es una cuestión de perturbación y de modelaje samsiano: a pesar de la ocupación del espacio, no es desdeñable la interiorización de su vivencia, la castración de la rigidez conceptual. Un pasillo esotérico, exuberante, apenas transitado, inescrutable en las tripas de (la) Fuente del Oro. Elegí la noche con resultados inciertos, incluyendo la idea de permanencia sin embargo. Si el parque es más un medio que un fin, ¿puede hablarse en último término de gentrificación o de metapoética verde?
No son elementos profanísimos ¿verdad? “Entonces, cuántos sueños habría que analizar bajo esta simple mención: ¡La puerta! La puerta es todo un cosmos de lo entreabierto. Es por lo menos su imagen princeps, el origen mismo de un ensueño donde se acumulan deseos y tentaciones, la tentación de abrir el ser en su trasfondo, el deseo de conquistar a todos los seres reticentes. La puerta esquematiza dos posibilidades fuertes, que clasifican con claridad dos tipos de ensueño. A veces, hela aquí bien cerrada, con los cerrojos echados, encadenada. A veces hela abierta, es decir, abierta de par en par”, escribe el filósofo Gastón Bachelard en la complejísima La poética del espacio (1957), un libro que nunca me atreveré a reseñar (qué maravillosa proposición), un libro que se reseña por sí mismo.

Destinados a extraviarnos por completo –puro determinismo- “es preciso que estemos libres respecto a toda intuición definitiva”, asegura el francés, que abruma por los poros del lenguaje. Después de 17 años aquí, yo aún no sé dónde se hallan las puertas de este barrio, no sé si estoy dentro o fuera en ese maze de turismo onírico, fantasmático, de encuentros en la séptima fase. Entonces te das cuenta de que te apetece vivir un rato, te inclinas a dejarte caer por lo decadente para crecer un poco más, sientes el placer desinhibido de buñuelizarte un rato un poco antes, eso sí, de las 20 horas de un otoño cualquiera. Solo, como buen flâneur. O muy bien acompañado por alguien que desde su ventana reflexiona sobre el tipo ese de abajo que hace las fotos aquí/no tiene otra cosa que hacer. Me siento más íntimo, la coyuntura me permite manejar el compás del éter de mis cosas, en los tiempos de ese “yo” entre somnoliento y padeciente al que Jorge Fernández Gonzalo (Guía perversa del viajero en el tiempo, 2016) definía como “siempre aquello no simbolizable, un síntoma histérico sobre la incompletud de la cartografía temporal”, “el propio Neo que […] implementa una falta en el mismo [Matrix]”. Me cuesta horrores salir de allí. Fuente del Oro se hace sujeto. Fuente del Oro es intemporalidad buñueliana, otro fastuoso fail en el sistema.