Imagen de portada: tomada de SensaCine.com.
Si yo digo que La cosa (1982) es un film de John Carpenter, el hecho en sí es consumación aplastante, vigorosa y hasta provocadora, pero la película es un dechado de virtudes antropométricas y antropofágicas, tres años después mismamente de la sublime Alien de Ridley Scott. Por medio de La cosa, se relatan las tribulaciones de un alienígena/concepto, más bien lo segundo, que busca su lugar a cualquier precio en el espacio que fecunda con fruición y hace gala al mismo tiempo de una poderosa capacidad de asumir la grafía de sus anfitriones. Aletargado y constreñido en un ecosistema hostil (Antártida), el parásito hace de la necesidad, virtud.
He de admitir que, además de un galgo in extremis, La cosa es fusión de ‘cosas’ que hospedamos en la gruta, la avidez de reproducción, el atavismo místico de incautos urbanitas que chupan la sangre derramada. Queramos o no, parafraseando a Francisco Umbral (Mortal y Rosa), la cosa es cosa porque tiene sombra, la sombra del tío que está encima. Si no tiene sombras es poesía. De esta forma, esa ‘cosa’ es usufructuaria de la más jodida y sórdida pretensión de trascendencia en su pérfido y demoledor ADN. Como incógnita más bien de nuestro medio ambiente existencial (en contraposición a su propio subtítulo El enigma de otro mundo), esa ensalada mixta de disfasia tan aparente, en cambio, no puede llevarnos a la errónea conclusión de que en cada proceder de un ser vivo, de ese ser vivo mismamente, no existan secuelas indeseables. Quien haya visto esa película, habrá comprobado que La cosa era un ser muy listo y, sin embargo, imperfecto.

El procedimiento de tipificación de lo vulgar y de lo inhóspito, tol santo día, no sólo me deja algo contracturado en lo que a pulcritud de miras se refiere, sino que me permite asimismo abandonar mis obsesiones junto a la ropa tendida. En una mañana de diciembre fría, nubosa, gris, áspera, incómoda, yerma, lo que ustedes quieran añadir, me relaciono con las cosas, con ‘la cosa’. Hablo de ocio y ociosidad, de cosificación y cosicidad, en el tren de cercanías del realismo chungo de un hombre llamado Graham Harman (de tan “raro” que es), que leo, con el que flipo, cómo me mola ese tío. Hablaré de ello algún día, claro que sí.
Procedo con cautela –sin embargo- a la profanación de la trampa del parásito del parásito de la propia existencia parasitaria de sí misma. Echo un vistazo hacia todo lo que hay en mi hinterland adyacente y entiendo que el distrito de Tetuán no es otra cosa que un conglomerado de algos, de Tetuanes en permanente trampantojo, que buscan su razón de ser y que se tocan, se soban, se zurran en un alarde de egocentrismo parasitario. Fagocitación pues, ósmosis, metástasis, xenofilia y xenofobia, como el sujeto pasivo, el activo y el complemento agente de una irrealidad sexuada y espectral. Lo que me pasa es que después no sé cómo dar cobijo más o menos decente a los engranajes de mi imaginación y recurro a la perpetuación de estos renglones en estos textos que parecen de serie. Yo también siembro el campo de minas. El lenguaje por escrito cada vez me jode más y me deja como ausente, y mi esposa me pregunta qué me ocurre no sin ciertísima razón entre razones. La propia inquietud de los perros de aquella base antártica ante la presencia del nuevo invitado, el Husky/cosa, es, para mí, momento cumbre en la historia del cine de ciencia ficción. O de ciencia fricción real, que no es otra cosa que el relato de esa ausencia transitoria.

Cuando Karl Popper hablaba de la manzana de Newton (La miseria del historicismo), defendía la inexistencia de una ley única tanto de evolución como de sucesión: habría que tener en cuenta, además de la gravedad [afirmaba], las leyes que explican la presión del viento, la fuerza del pezón de la manzana, el deterioro de la fruta al caer, por ejemplo. Ponga entonces un MacReady a su alcance (Kurt Russell, protagonista del film) o la base de los noruegos (en la que cagan y mean), o la abuela materna de un perro que escapa del piloto escandinavo y llega flamante hasta las casas de los norteamericanos. Tetuanes nunca gozará de eso que llaman “trazabilidad desde el origen” -¡qué bien queda!, luego el lenguaje escrito te da todas estas cositas que van y vienen y sanean, higienizan los textos, los viste de Nochevieja y devienen en un sincretismo de manual-.
Hablamos a lo mejor de la apoteosis del desencuentro. En efecto, Carpenter perpetró una interlectio necesariamente circunscrita en intervalos de amor eterno, de contaminación y de muerte. Morir después de la muerte para vivir la muerte después de la vida. No es baladí, es sin embargo ensueño zizekiano. Como ustedes pueden discernir, me monto unas pajas mentales del 15, pero me imaginaba a me, myself and I en alguna de las ventanas que cohabitan entre los murales del artista Borondo, que protestaba con su pintura contra el Ayuntamiento de Madrid.

Colocadísimos ya en las tripas de ese coqueto aula materia de biología y geología, bajábamos por la calle Marqués de Viana hasta los estertores de Ofelia Nieto (videocámaras del artista Spy) y desde allí, nos aproximamos el doble monolito que lleva por nombre Skyline, un par de bloques que están ahí, plantados, ante el asombro general. De esta manera, en esta cosificación intencionadamente intencional, un megatipo de alienígena del todo urbano ha perpetrado y consumado su más abyecta transformación en el ecosistema del Tetuanes antártico y catártico, a la vez espacio sustrato de ideas y de ADN’s pretéritos, desde una casita de Capitán Blanco Argibay hasta el lugar de vacaciones de cualquiera de los obreros de ese cuerpo fálico tan colosal. Da cosa ver tanto colosalismo, da mucha cosa asistir a la reproducción de algo tan impersonal, por lo que también hablo de cierto voyeurismo en esencia. En fin, 2 torres de 25 plantas que rebosan entelequia y materialidad como los maniquíes de Daft Punk en Instant Crush, que representan con suficiencia la cópula perfecta sin copular.
Tetuanes es mecanismo morfosintáctico que vomita mucha densidad, acentuada de por sí por la propia presencia humana que tiende a infinito cuando es capaz de salir del empacho de su propio lodazal. Hay que transitar por todas las mierdas de perro diseminadas por el suelo, hay que solventar el recelo mayúsculo hacia sus dueños, es el peaje que hay que pagar. El día es una metáfora de ello y de ellos. Mientras miro al cielo de esos carteles, pongo mis sentidos en el suelo. La cosa en sí no es asequible, es una realidad rara, chunga, pero ello no nos puede hacer precipitarnos en un falso desaliento: en efecto, Harman, a propósito de Lovecraft, subyarará que “la realidad en sí misma es rara porque resulta inconmensurable ante cualquier intento de representarla o medirla” y dirá que con la ayuda del mismo Lovecraft “quizá seamos capaces de aprender a decir algo sin decirlo o, en términos filosóficos, a armar la sabiduría sin tenerla. Cuando se trata de comprender la realidad, las impresiones y las insinuaciones son nuestra mejor herramienta” (Realismo raro, Lovecraft y la filosofía).

En definitiva, asumo las consecuencias no deseadas de la descripción de objetos indescriptibles, como esos excrementos del desgobierno, como todos mis excedentes, ustedes se topan también con esto y ya está. En los bordes de la indescriptibilidad, como debajo de las magníficas ventanas de Marqués de Viana, hablamos de criptosomatismo, de objetos que se asoman y se alejan, de objetos chungos harmanianos, de cosas por encima del lenguaje (o mejor, por debajo), cuando te das cuenta de que la sintaxis muere en la orilla de la pared cualquiera. Da la sensación de que las olas se acercan a la playa, pero no, su movimiento es circular de toda la vida.
En el momento en que Fernández Mallo (Postpoesía) afirma que “en todo proceso poético hay algo lógico y mecánico, de investigación supuestamente objetiva de la no menos supuesta realidad, y viceversa, en todo proceso de construcción científico hay algo de visión inexplicable, de poema, ese salto de varias casillas que sin saber por qué de vez en cuando alguien efectúa y deviene hallazgo” yo lo mastico, lo saboreo y digo “buenos días”, que es la expresión que mis amigos de toda la vida y yo utilizamos cuando algo nos encanta.

Entonces, opto por la desnarrativización de lo convencional (el descanso transformado en gasto, que decía Fernández Gonzalo en Filosofía Zombi), me baño en la contemplación de enormes murales que publicitan una idea, que contradicen mi propio parque temático a través de la penetración contextual, a través de la exaltación de la intransitoriedad. Alargar esa oración frente al consumismo no es otra cosa que una alerta casi roja del propio lenguaje en un contexto sinestético. Lo mejor es dejarse llevar por los flujos de la abstracción, las líneas de cualquier Mondrian, por ejemplo, implementarían de alguna manera la poética de la insignificancia.
Hace casi 20 años, les comento, después de un proceso continuado de displasias, después de 8 a 10 años de espera, entró sin llamar un adenocarcinoma de colon en estadio B de Dukes. Les hablo de mala educación y de multiplicación celular y de que también miré a los ojos de esa cosa tan carpenteriana. Vamos, que me quedé como los perros que intentaban salir de su jaula ante la llegada del mismo demonio vestido con sedosas túnicas de animal depredador.
Aún no sé por qué, el Husky endemoniado se dio la vuelta y se largó. Honestamente, yo no estaba en condiciones de exigir responsabilidades algunas. Estaba medio muerto. Hoy, en cambio, bajo ese extraño manto llamado “síndrome de Estocolmo”, busco la metástasis de mi contexto de redes, la división entre rosas y ortigas, el desparpajo de cada célula de mis contornos incorpóreos. Mi esposa es un lenguaje que fluye a través de mí, el influjo del discurso intrauterino. Madre de mis deseos, hija de mis desdichas, ADN de mis hijos, que revolotean, juegan a nuestro alrededor, entre las caquitas de algunos perros de algunos dueños irresponsables, con madres y abuelos seguro que decentes, todo muy en plan Ortega y Gasset. A pesar de todo, por efecto de la cosificación y la cosicidad bien implantadas, intentamos inocularles lo urbano a nuestros pequeños, sin saber realmente qué coño es eso de “lo urbano”, aunque el vocablo también significa “cívico”, es verdad, pero ¿qué diablos es también eso de “lo cívico”?

En su obra antes mencionada, escribía Fernández Gonzalo que “como buenos zombis, no sabemos lo que somos”, aunque hay que reconocer que cada vez nos parecemos más a esa gasolina que sirve para apagar el fuego eterno de las cosas de Carpenter. Accedemos a esa cópula con otra unidad indeterminada sin saber las consecuencias que ello acarrea, asimilamos esa retrocontaminación sin sutilezas, como con resignación y desafecto. Hay que echarle huevos, digo, para hacer el amor con el entorno. Aspiro a permanecer, aun a riesgo de dilapidar mi yo mismo en esas calles de murales, de metabolismos sexuados, de mierdas por las aceras, de flujos intangibles. Empatizo cuando veo la ropa tendida en mitad de una avenida, cuando veo a un paseante cualquiera, o un solar abandonado carcomido por la hierba que se reproduce, un vivir después de la muerte que de bueno es hasta delito. La cosa es un film de John Carpenter. Estoy con mi esposa y con mis hijos. Sólo busco un poco de paz.