CÓMO APROXIMARSE A LA PLAZA DE CARBALLO ADEMÁS DEL SENDERO EN LA BROZA Y DEL QUINN DE PAUL AUSTER (BARRIO DEL PILAR CASI SIEMPRE). FERNANDO SÁNCHEZ

Hola. Les he planteado un desplegable a través de un itinerario muy breve, pero potente. Es el relato de una ausencia personificada con pequeñas dosis de impotencia más o menos notoria. Entre la sobriedad y la mascletá, el paseo en miniatura aconteció durante un viernes de enero por la tarde, anocheciendo y tal, como debe ser. Hablo de mucho frío, de eveninguismos, de anticiclón de invierno puro. Bajaban, pues, a una de las plazas del barrio del Pilar, lugares de permanencia (de gélidos, primera virtud o inconveniencia), como residiendo en un extraño y mohíno síndrome de Estocolmo. Y después, se lo pudieron llevar a su quely, aunque normalmente el bicho (el barrio, me refiero) te lleva de la mano al suyo, todo un compadre, como nos ocurre –pongamos- casi siempre, como por ejemplo cuando me largué a un garito con mis coleguitas a tomarme una sevesa. O dos.

En cualquier caso, se dieron cuenta de que algo debería de quedar entonces de este escaso metraje del ocaso, apenas una vueltecita a la manzana. Qué suerte que tienen, lo confieso. Más bien, intentaban aprehender por otra parte que, muy lejos de una visita guiada, a veces no resulta posible el libre albedrío. Aquí (por supuesto) explicaré por qué resiste como en codificado y que cada palo aguante su anatema.

Dentro de todos mis contactos, el barrio del Pilar es un vicio consumado. Puede parecer una realidad homogénea y uniforme, pero no lo es, no he visto más diversidad dentro de una realidad (no tan) cualquiera en mi vida. Porque el barrio es una institución. En cada plaza, en cada comercio, en cada hueco húmedo y con orín, en cada sacra conversazione, en cada rodal de arena pura con mierdas de perro. Sin embargo, en estas circunstancias, el barrio modela y propone, al menos en una de sus partes tan fractales, y te coge –como he dicho- de la mano, del hombro. Se recomienda regresar a un estado de naturaleza y de blancura total para dejarse llevar y para arrojar de una vez antagonismos, prejuicios y creencias groseras y banales.

Ellos accedieron a este tinglado urbano (tingladito, vamos) por la calle Melchor Fernández Almagro, cerquita del cruce con la calle Ginzo de Limia (Guinzo, dice la banda algunas veces). Entonces, se dirigieron a un insólito rodal en el que han ubicado la terraza de un kébab. Al lado del establecimiento, se halla el sendero más extraño del mundo. Al fondo, alguien había dejado unos objetos muy pequeños, muy bien colocaditos, en la entrada de una escalera, un hecho que no les pasó inadvertido. En último término, bajaron por esos escalones a la plaza de Carballo y desaparecieron algo más abajo, por la de Mondariz.

No es turisteo, por Dios, es disciplina urbana. Más que flaneurismo o deriva, todo resultó ser más propio del binomio Quinn/Stillman en la Ciudad de Cristal (1985) de Paul Auster. La historia que les cuento transcurrió por la acera y pegaditos a la pared. Sin embargo, lo del camino raro no tiene precio, de tanto que no lo tiene se podría hacer un blog sólo de él, ante el acopio desmedido del absurdo o del surrealismo abstracto quizás. Esas personas tomaban imágenes de un sendero que entra y sale de la acera sin apenas razón coherente que lo justifique, lo que da para muchísima retórica y misticismo. Al fin y al cabo, parece que vas en la línea de frontera entre unas cosas y aquellas mismas también, aunque no hay forma de entender lo del camino entre esas paredes de un barrio madrileño de los 60, connivencia de pasado, presente y, esperemos, futuro en dosis similares.

La broza está intacta (lo de “césped” es un insulto muy grave para ese páramo). Nadie la profana, todo se obvia, el verde es un color que atrae, pero a nadie le da la gana pisar ahí. ¿Quién o quiénes hicieron el camino que, sin embargo, esta gente atravesó con fruición? Alejados como estaban de un holismo improcedente, dio la sensación de que todo era ni más ni menos que la metáfora del miedo a salirse del guion.

No es necesario el poema escrito, lo más complejo es adjetivar ese trozo de maleza en una de las simas del barrio, que emergen como trémulas y tan cercanas y tan distantes (se muestran reacias al lenguaje, otra vez un fastidio). No sabemos cómo describir esa cosa dentro de un lugar dejado de la mano de Dios, el mismo que les dejó esas grietas no obstante a aquellos transeúntes. En el pecado, llevaban la penitencia. “Porque nuestras palabras ya no se corresponden con el mundo. Cuando las cosas estaban enteras nos sentíamos seguros de que nuestras palabras podrían expresarlas. Pero poco a poco las cosas se han partido, se han hecho pedazos, han caído en el caos. Y sin embargo nuestras palabras siguen siendo las mismas” (Ciudad de Cristal, Seix Barral, p. 102).

El autobús 147 te deja al lado. Un amigo leal. Te puedes ir luego incluso a La Vaguada a dar una vuelta, si quieres. El caso es que aquella familia entró por allí porque le dio la gana, le mantuvo la mirada al libre albedrío, desapareció por Mondariz y se largó.

NOTA: aquel matrimonio (o pareja, no lo sé) con dos hijos pequeños (muy inquietos) me inspiró a escribir este relatillo. Yo les observaba desde mi ventana, a escasos cuatro metros del pastizal. Cuando le vi a él haciendo fotos, reconozco que, en principio, me resultó un poco extravagante. Hasta entonces no había visto a nadie proceder en ese espacio de esa manera y el comportamiento de aquellos cuatro individuos me llamó la atención. El hombre se desesperaba un poco con el tema ese de las imágenes y eso. Su esposa y él hablaban –supongo- del sendero (escuchaba que ella se preguntaba en alto “¿por qué?” y tomaban instantáneas de todo). El hombre vestía de negro riguroso y miraba hacia arriba, un poco como con recelo, con la intención de comprobar, imagino, si algún vecino le observaba, pero yo me camuflé detrás de las cortinas. Y el caso es que sentía que me había pillado, ¿saben ustedes? Todo eso fue lo que yo vi por mi ventana, y se me ocurrió contárselo de forma breve. Después se fueron a la plaza de Carballo y desaparecieron por la de Mondariz. Lo demás, ya no lo sé. A lo mejor se fueron a comprar empanada de pulpo y palmeritas de Morata. Cuando se esfumaron, maldita curiosidad, bajé a ver qué era eso a lo que rendían culto en la escalera que bajaba a esa plaza y tomé también algunas fotografías de todo aquello por primera vez en 38 años.

Eran unas botellas mini de ron. Después, volví a mi casa, me metí en la ducha, me vestí también de negro y me fui con unos colegas a un garito de mi barrio a tomarme una sevesa.

O dos.

Si quiere saber más sobre el barrio, puede leer El barrio del Pilar y el absolutismo del sílice: https://elurbano.org/2020/12/10/el-absolutismo-del-silice-fernando-sanchez/

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