MARIANO. FERNANDO SÁNCHEZ

Dos bricks de leche semidesnatada

Fredo trabaja en un supermercado desde hace mucho tiempo. Tiene 56 o 58 años, no sé, pero Fredo no genera plusvalía. Fredo ha hecho de todo en ese curro: de limpiador, de cajero, de mozo de carga, hasta de frutero, de guardaespaldas, de paño de lágrimas de los extraños. Es un personaje muy asfaltado. Hoy, transporta las compras a domicilio –se dedica pues a otro tipo de reparto– y se ha convertido en un hombre súper entrañable en el imaginario de los barrancos del barrio, aunque hay gente de andar por casa que se mete con él y le grita desde las ventanas “¡Fredo, feo!” y cosas de ese estilo, pero a él le da lo mismo, aunque en el fondo Fredo desearía subir a esa casa, coger del cuello a esa persona y arrancarle la cabeza.

Una barra de pan integral

Fredo es un tipo corpulento, tiene una calvicie prominente, es tímido, retraído, honesto, imponente, se gusta más en el relleno. Fredo transita por las mismas avenidas desde hace más de 30 años y respeta los semáforos, saluda cuando quiere, tose (tiene algo de asma), se fija en los pies de la gente así como de soslayo, cruza por el paso de cebra, bebe agua del grifo. No fuma, no tiene WhatsApp, no lee la prensa, no molesta. Algunos piensan que Fredo es un encanto, sólo unos pocos creen en cambio que Fredo es un tarugo.

Una botella de lejía

Fredo se levanta a las 7:56, vacía el orinal de la night, se pone el mono de trabajo, se toma un café con unas galletas. O con unas pastas del pueblo. A las 8:45, entra en el súper, recoge sus pedidos y se va (despacito, a su marcha). A las 11 en punto, Fredo se jala un bocata en el bar de enfrente del curro. Abilia, la del bar, una gran mujer, ya se lo tiene preparado. Choros, calamares, panceta con pimientos, depende. Agua del grifo. Hablan poco, algo a lo mejor. O nada. Fredo le da la pasta y regresa a su establecimiento, recoge más pedidos y retoma sus quehaceres cotidianos.

Seis tomates

Hoy, Fredo ha cogido dos bricks de leche semidesnatada, una barra de pan integral, una botella de lejía, seis tomates, dos lenguados, dos yogures de mierda, una bolsa de onduladas, papel p’al gebe y cebolletas, y todo ello se lo ha llevado a la más gilipollas del barrio, que le ha dicho que si no cree que las cebolletas estaban un poco pasadas. A él le han preguntado y él no ha dicho nada.

Dos lenguados

A la dos, Fredo da por terminado el mañaneo febril. O a y diez o a y cuarto a veces. Y se va a su casa a comer. Vive solo por el camino Cañete, cerca del súper. Su madre murió hace 8 años. Su padre está en una residencia de mayores, apenas se puede mover, lo ve de vez en cuando, se sienta con él en silencio hasta que termina la hora de visitas. Hoy, Fredo se aprieta una sopa de fideos y unas croquetas congeladas. De postre, se pela una naranja, luego se pone un poco los estertores del telediario, sólo chorradas, y se tumba un rato en el sofá y cierra los ojos. Poco después de las 16:30, se incorpora, se baja por las escaleras hasta Fermín Caballero y se dirige hacia el súper (despacito, a su marcha). “¡Fredo, quepasaporái!”, le dicen.

Dos yogures de mierda

Por la tarde, Fredo ha llevado algunas cajillas a algunos domicilios, ha descargado un montón de cosas. En uno de esos quelis, por donde la oficina de MUFACE, vive un hombre de edad provecta y del género cursi, pastosillo, que sólo exige que le lleven vino, pero lo hace porque está escribiendo un libro sobre Fredo, al que va a poner el título de Fredo. El viejo pretencioso y cabrón le pregunta “¿Qué tal, Fredo?” o “¿Te vas de vacaciones?” o “¿Eres de Cuenca o de algún pueblo, majo?”, pero Fredo apenas da respuestas jugosas y reconocibles, hace una brevísima (casi inexistente) reverencia con la cabeza y se baja a la calle. Un tal Eduardo, que pasa por Fermín Caballero, le dice “¡Adiós, Fredo!”.

Una bolsa de onduladas

A las 20:36, Fredo regresa a su casa, se ducha, se pone el pijama, se fríe un huevo y se pela otra naranja. En el telediario, sólo chorradas, salvo los pies de una presentadora que le molan un poco (se entretiene con ellos y con la puesta en escena de las extremidades de esa periodista). Antes de dormir, Fredo enciende la lamparita del salón, se sienta otra vez en el sillón y procede a la lectura de un libro de Quim Monzó, uno que le ha dejado un colega del barrio de Casablanca.

Papel p’al gebe

En la mesilla del salón hay una foto en blanco y negro de comunión de Fredo, con el traje de marinero, con el casco alemán, enhiesto, asintomático. La comunión se celebró en un bar de Tarancón. Durante el ágape, mucho cordero y mucho vino, cubalibres, pastas, tarta, y el tío Fernando, que observa al muchacho, se levanta de su silla, le dice a la comitiva que se calle y explica que el niño es clavado al Fredo de El padrino, interpretado, comenta, por “Jon Cacil” (John Cazale).

Cebolletas

Fredo apaga la lucecita con amor. Fredo deposita el libro en un cojín corroído de color verde, se suena los mocos con un pañuelo de Peppa Pig, se incorpora y se asoma a la calle de abajo. A ver si pasa alguien, a ver si alguien dice algo, a ver si alguien dice algo a alguien. Pronto se da cuenta de que en los bajos de una noche de sintaxis parasitaria, hay dos hombres hablando de sus cosas. Uno de ellos le comenta al otro que “ayer” empezó a leerse “La náusea” (CD), y el otro le replica que se le había olvidado comprar a su madre (CI) las cebolletas (CD). Fredo les observa en silencio, agarrado fuertemente a la cortina. La ciudad engulle a sus guayabos, apenas dos minutos allí antes de la muerte por comparecencia, y Fredo se queda inmóvil en la ventana, mirando a las estrellas.

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