A mis primas Maribel, Delia, Pili y Mari Carmen, que me iniciaron en la música y que me hicieron madurarlo desde esa perspectiva que aún perdura. Y que me consintieron todo.

Hablamos del malentendido de la exageración, de la transestética de un maniqueísmo desbordado, del miedo. El Ludwig Wittgenstein del Investigaciones filosóficas se preguntaba “¿Qué significa precisamente ‘tengo miedo’?” y se respondía que “no viene ninguna respuesta”, que “la pregunta es: ¿en qué género de contexto está?”.
“Wir haben Angst und sind allein”/tenemos miedo y estamos solos, es traducción literal del alemán y fragmento del tema Engel (Sehnsucht, 1997), que se corresponde con el castellano “ángel”. Angst es un tema del último trabajo de la banda (Zeit, 2022). Ambos conceptos, en cualquier caso, establecen las sinergias de un parapeto absoluto y sin embargo intersubjetivo. Rammstein es un resultado heterogenético de alteridad, nihilismo, empatía y una adecuada desconsideración.
Mi primer directo con Rammstein se implementó en la ciudad de Leganés (Madrid, La Cubierta, noviembre de 2004) y estuvieron bastante bien en líneas generales, aunque decidieron colocar la citada Engel como una melodía enlatada y pasteurizada para recoger los bártulos y ello me pareció hasta una broma de mal gusto. Más tarde, me volví a encontrar con los germanos en Madrid (Palacio de los Deportes, noviembre de 2009) y ya tocaron ese tema para regocijo de uno, aunque el sonido dejó algo que desear y, de todos modos, fue más deficiente que el de sus predecesores Combichrist de Andy LaPlegua, que lo bordaron aquel día. Y hace unos días, mi esposa y yo volvimos a rendirles pleitesía en el Estadio Metropolitano, también en la capital de España, y el reencuentro se transformó en un acto de contrición (con un Engel un tanto intimista y performativo, eso sí, en asociación con sus colaboradoras en aquel momento, las dos francesas Abélard con sus pianos).

Con todo, los vaivenes del riff metálico y del sentimiento son árboles que deberían dejarnos ver el bosque. Antes de ser un embalaje de hormigón armado, mucho antes de convertirse en realidad caleidoscópica y ontológica, Rammstein era un grupo de jóvenes originarios de la extinta R.D.A., que observaron que en la ciudad de Berlín el nivel freático se había elevado en 3 a 4 metros desde el suelo, pero ellos sin embargo se hallaban capacitados para reparar en los cimientos de abajísimo, quizás de ellos mismos, a bucear en algún porqué de esta sinrazón de carácter sistémico y semántico, el resultado de una calculada producción en serie, el prototipo del miedo y sus (meta)contextos. Más allá de un muro de 40 kilómetros, los músicos del Este buscaron un anfitrión en una exhibición de xenofilia, como las afamadas criaturas de H. R. Giger y Ridley Scott, y se adentraron en el conflicto de las relaciones humanas sin miedo a sus consecuencias. Felicidades.
En el Metropolitano, en una tardenoche asfixiante, Rammstein fue leal a su guion cartesiano y a esa geometría militar heredera de los resabios del régimen en el que florecieron. Desplegaron la clásica escenografía 3 + 3 que tanto me fascina (Christian Lorenz, Christoph Schneider y Oliver Riedel, detrás, y Till Lindemann, Paul Landers y Richard Kruspe, al borde de las turbas entregadas), manteniendo esa acusadísima tendencia al minimalismo, al hieratismo y en los términos casi siempre de una aparente incomunicación (hasta donde yo sé, la interacción con el público suele ser del todo parca –el pasado viernes, apenas un “manos arriba” o “esta noche es el cumpleaños de Richard [Kruspe]”-, pero ello no es óbice para que realmente recibiesen el culto desaforado de esas masas incondicionales.

Rammstein es un compendio de las relaciones humanas desde todos los puntos de vista, y con ello quiero decir “desde todos” y ahí lo dejo. La inquietud, la política de bloques y el odio normativizado. Costica Bradatán, en el excelente Escalando el “muro mental” (Replicante, enero de 2012) afirma que los muros también son topónimos de la mente, que los alemanes utilizan la frase “Mauer im Kopf (“muro mental”) para referirse al fenómeno”, que la gente en Alemania se siente aún “dividida” con un muro todavía intacto en su cabeza. Además de una arquitectura, explica el autor, son “aún más fascinantes como entidades que habitan nuestro pensamiento” y que “son construidos no por seguridad, sino por un sentido de seguridad […]. Los muros protegen a la gente no de los bárbaros, sino de las ansiedades y los miedos”. Muros construidos “para aquellos que viven dentro”. Más que una pared, afirma, “un estado mental”.
En aquella ocasión, los alemanes tocaron temas muy buenos, aunque yo aún suspiraba por un repertorio de grafías algo más conservadoras (sin necesidad alguna de echar leña al fuego, me acordé pronto de Herzeleid, Seemann, Heirate mich, Stirb nicht vor mir, Spiel mit mir o Dalai Lama, por poner unos ejemplos), pero también hay mucha llente lloven y hay que saber echarse a un lado a tiempo. El sonido fue excelente, compacto, atronador (la clave la da el bajo de Riedel, para mí la médula espinal del grupo). Sehnsucht fue uno de los mejores temas que he escuchado en cualquier directo. La canción homónima Rammstein fue un tratado de siderurgia. La electrónica del Deutschland Remix (Kruspe, que dirigía el cotarro desde la cabina de la torre central) fue tan extravagante como acertada.

Me acordé de nuestra estancia en Berlín (julio de 2009). Y me puse a pensar en que todos tenemos padres rigurosos y abuelos que te cagas, como les ocurre a estos hombres duros de la extinta R.D.A. En sus propuestas, como ya he manifestado algunas veces, se perpetúa para dicha mía la ideología Kraftwerk (Metropolis, Radioaktivität) y perduran asimismo generosísimas dosis de Depeche Mode (entiéndanse los It´s no good o Never let me down again). Hay bastante Ministry por otra parte (The mind is a terrible thing to taste), Cabaret Voltaire, el synth-pop (¿por qué no?) de los mismísimos Alphaville (también originarios de Alemania) y a todas horas el punk desde los talones hasta las orejas. Y si nos remangamos y asumimos las cosas desde el otro lado, hablaríamos de la (an)estética sadomasoquista de la película de culto Hellraiser (1987), de la polivalencia conceptual y progresiva de Fluxus y de la potente filosofía alemana del nihilismo de Martin Heidegger y Friedrich Nietzsche.
Hacen de lo ominoso, virtud. Es fascinante. Las letras de la banda de Berlín son la verificación orgánica de que somos oraciones subordinadas, del pánico a admitir el fracaso, y sobre todo, del miedo a admitirnos a nosotros mismos, manejados como títeres en el festival de la corrección política. Pero Rammstein no tiene la culpa de que lleguemos a ser tontos. Por eso dicen que son tan perversos y que están endemoniados. Sin embargo, muy lejos de asistir a un espectáculo de sangre y desagravio, mi esposa y yo disfrutábamos sobre la base muy sólida de los nirvanas del Metropolitano, de un solipsismo no tan indecente, y nos aplicábamos con esmero nuestro exorcismo particular.

En definitiva, agradecimos las certezas que estos hombres nos proporcionaron en aquella amalgama de gentes tan diversas, eso sí, cada uno de su padre y de su madre. Y contemplábamos (atónitos) algo en esencia coherente. A una pregunta de alguien, al que urgía una valoración musical de la misma banda, uno de sus miembros –no recuerdo bien quién- contestó : “Rammstein ist Rammstein”. En efecto, Rammstein se ha transformado en una metáfora de la vida, de las mierdas de la vida. Es el resultado de la cacería de la libertad desde el vacío, el tránsito descarnado a través de los límites de la intersubjetividad y del miedo, al que tratan de descontextualizar. Es así. No hay nada extremo ni reprobable en su actitud. “Wer hat Angst vorm schwarzen Mann?”/»¿quién tiene miedo del hombre de negro?», es un verso del Angst ya mencionado.
No hay más. En aquella noche calurosa, los ángeles de Berlín bajaron del cielo de Madrid y nos dieron su bendición.

