LA IMAGEN SECRETA (DE MONTERO GLEZ). FERNANDO SÁNCHEZ

Les comento que nunca me he dedicado a hacer reseñas de libros que no me gustan porque me hacen perder el tiempo y (pre)siento además que publicito algunas obras que me resultan muy defectuosas y, en consecuencia, como que me muestro un poco desleal a mis lectores. Lo veo como muy estéril. Dicho queda. Bastante critiquillo soy, por otra parte, con los asuntos generatrices de mi propia tarea y de forma habitual hago encomio de la transversalidad y de la basura. Eso lo saben bien los que me siguen con fruición en este blog.

Si algo no me gusta, hago apostasía y ya está. Termino antes. Sin embargo, también me mola hacer apología del caviar cuando corresponde. Con ello, me refiero al madrileñísimo Montero Glez (Roberto Montero González, 1965), uno de mis escritores de referencia, que en el texto que hoy comentamos, trata del nacimiento del movimiento “Jóvenes flamencos” y de su contexto de iniciación. La imagen secreta (Ed. Pepitas de calabaza, 2019) es un magnífico libro de estética, un estado de ánimo y un viaje al fondo de las tripas. Y ya he dicho muchas veces de su autor que es un depredador. La hiena Montero Glez procesa el mundo, se lo come, lo regurgita y te lo da con cucharita, como la Maizena. “La única revolución se dio en el flamenco” lo dice un adalid de lo libertario como él, cuando se remanga con el marxismo y la denominada “Movida madrileña”. Y, sobre todo, cuando reniega de la desmemoria.

El ínclito Montero Glez es un alquimista, es un tío con mucha clase y es un cabrón. Me flipa cómo escriben él y sus imágenes secretas, que viven entre líneas, como por ejemplo el duende de la ironía, que está pero no se sabe dónde. La verdad es que no sé cómo redactan los ángeles, pero ellos deberían saber cómo se las gasta Montero Glez. Para ser más exactos, parece que los ángeles adoptan los contornos de Montero Glez (o tal vez a la inversa). A Montero Glez no se le ve venir. El escritor es un seductor y lo sabe.

Debo confesarles asimismo que no tengo idea de flamenco, pero he aprendido un montón del flamenco y de sus circunstancias. En cualquier caso, lo que el madrileño les va a contar va a ser siempre mejor, bastante mejor que cualquier mística. Y lo cuenta a la madrileña. Además, lo hace con un derroche absoluto de sutileza. En su haber, Montero Glez ha optado por una especie de literatura rizoma. En ella, no hay raíz ni tronco ni desenlace. Las ideas fluyen desde distintos puntos que guardan mayor o menor cercanía entre ellos, creando nodos a base de pequeños (o micro) relatos: con ello, se ha generado una preciosa deconstrucción narrativa. La literatura rizoma es medio y un fin, no hay ganas de subordinar nada y ni falta que hace, las cosas se cuentan como a él le da la gana. Es un cuentista de manual. El tío ha perpetrado una indiscreta acracia literaria. La sintaxis de La imagen secreta es el resultado de un espíritu preclaro, rebelde y elegante.

En La imagen secreta se habla de muchas cosas muy interesantes, parece también un manual de la vida misma. Entre otras, el escritor habla de carteles, de flamenco (claro), del marxismo, del neoliberalismo, del artista Ceesepe, del cineasta Iván Zulueta y del fotógrafo Alberto García-Alix. De la pintura de Miquel Barceló, de Camarón por supuesto, del Madrid trágico y madrileño, de la heroína, del propio arte de escribir, del rechazo al concepto “Movida madrileña” (algo –dice- de dudoso gusto estético, que fagocitó el componente social y revolucionario).

La colonoscopia (con propofol) se realiza a través de un híbrido excelente entre entrevista, ensayo y ficción. Muy lejos de ser una burda amalgama de elementos, el hilo conductor de este rizoma es tremendo (aunque esta última afirmación parezca un contrasentido, en realidad no lo es). En el ángulo hepático, entonces, resulta que el escritor te ha sacado a bailar, te ha invitado a una copa y te dice lo bueno que estás. Y cuando llego al ciego, termino el libro, lo cierro, sonrío y digo “joder…

(…yo de mayor quiero escribir como este hombre)”.

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