Yo me hacía a la idea de que Fuente del Berro (al lado de la M-30, enfrente de La Elipa, Madrid) habría de ser un islote de hombres libres con una exuberante superficie de algo más de 7 hectáreas, pero para mi sorpresa, dentro de ese maravilloso vergel nos dimos de bruces con un parque infantil rodeado de hierros de colores, un clásico de obsolescencia programada. En referencia a esa tipología de cercamientos, Izaskun Chinchilla hacía especial hincapié en que “son verticales porque las y los adultos prácticamente monopolizan la responsabilidad. Al eliminar el riesgo y segregar por edades, se exime a las y los niños de responsabilizarse sobre su propia seguridad, sobre la de los otros y sobre la satisfacción de las necesidades adultas” (1). Sin embargo, existe asimismo libertad de elección para encerrar a los pequeños dentro de esas vallas de clausura o no, aunque la estabulación no es otra cosa que la prueba fehaciente de la transmisión fluida y correcta de un significado de carácter progresivo, de que las historias se solapan dentro de un todo saussuriano y deleuziano. Si quitamos el sesgo (si la arquitecta hubiese escrito “y de las otras”, lo hubiese bordado), Chinchilla y yo asumimos la misma perspectiva hacia esos recintos tan amargamente urbanos, tan acusadamente nuestros.
José Tomás Castillo Pérez, por otra parte, ha certificado la luminosa experiencia de un parque de lo más normal, desconocido, abierto en canal a nuestras pretensiones más o menos cotidianas, accesible para adultos y para niños sin necesidad de marginar a nadie en particular. A día de hoy, el mejor concepto de “parque cualquiera” lo ha perpetrado él en su excelente Historias Corrientes –reseñado en este blog-, a propósito de un hombre que “como todos los días, bajaba al parque de un barrio que, para él, no tenía significado […]. En aquel pequeño engranaje del mundo [escribe], el anciano sentado en el banco era el eje alrededor del cual todos los fenómenos giraban. Era un <<sensor humano>>, con cada golpecito en el suelo [con un bastón] ponía en marcha ese carrusel de cotidianeidad donde cada detalle era un regalo para sus ojos” (“Escenas en un parque”, pp. 83-87). José Tomás Castillo (Jose, sin tilde) es colaborador habitual de El urbano. También firma como José Castillo y con un seudónimo muy específico y molón.

En la antítesis del referido corralito que hay en Fuente del Berro, lo que acontece en las tripas de “Escenas en un parque” se incluye en el contexto de una ontología de predisposición simétrica y nodular. Al hilo conductor de la noción de “banco” -varios significados para un solo significante-, el escritor Javier Pérez Andújar se reafirmaba en la idea de que no es el mismo banco del pobre que el del rico, que todos esos bancos de la calle pertenecen al pobre “de forma natural igual que los árboles pertenecen a los perros que a los pájaros” (2). Hacia esas latitudes pues -según Jose- y en torno a estrechos lazos de patrocinio, un hombre que está jubilado nació en un pueblo de Soria (no sabemos cuál es), vivió en “en el corazón de Madrid” hace tiempo (el escritor no especifica dónde) y ahora implementa su existencia en un lugar cuyo nombre el autor ha preferido guardar para sí… y se baja al banco de un parque normal ¿Por qué? El parque de Castillo resultó ser una entidad parasintética, sin vallas más o menos consistentes, horizontal, de toda la vida, da la sensación de que se abrió una rendija desde el espacio raso, un genotipo de inmaterialidad irradiada en las aguas mansas de la arena revisitada por los pájaros, cortejadas por las migas de bocata, por el orín, por el cieno, por las colillitas de sigaro, por las mierdas de los perros, por los capullos de sus dueños desconsiderados, por el infortunio.
“Tiene más raíces quien puede irse de fin de semana a cualquier urbanización que el que se queda en el bloque para pasar las fiestas del barrio [de Guinardó] […], que quien tiene que conformarse con la Feria de Abril o con las fiestas de su calle” (3), abunda Pérez Andújar en su magnífica propuesta. Y Jose resulta que esbozó aquel acrílico sobre recuerdos, un parque y un barrio que no significan nada para una persona que se halla allí porque no tiene otra cosa que hacer. En cualquier caso, el escritor se estaba refiriendo sin aristas a una promiscua realidad Wittgenstein en tanto en cuanto reaccionaba a sus reminiscencias en la medida en que se había servido del anónimo hombre de abajo, haciendo uso igualmente de un lenguaje interior permanente y autorrepresentativo, tentados como parece que estamos, tal y como expresó el filósofo de Viena, “a presentar incorrectamente el uso de nuestras palabras” (4).

El lenguaje íntimo de Jose anida entonces en los reflejos del agua de ese parque, deformados, trémulos, y él va perfilando los sucesos que concurren en ese estrado como trasunto de su propia vida, dentro de un inopinado acontecimiento que ha venido determinado por su mismísimo pueblo (Alcoba de los Montes, Ciudad Real), por su barrio de nacimiento y adolescencia (Vallecas, Madrid), y por su ciudad actual de residencia (San Fernando de Henares, Comunidad de Madrid). Y por “la Olivetti acorazada” (su condición de funcionario). Un hombre mayor ya jubilado, en definitiva, forjado en la lectura y en la filosofía, como José Tomás Castillo Pérez (a años vista, eso sí, de su emancipación laboral).
Yo he optado por atenerme al texto sin afán reduccionista y he procurado evitar las chorradas que a veces se me ocurren. Hay demasiados asideros en el capítulo que les comento como para andar con medianías, incluso para pasearme con ínfulas. “El corredor del Henares [escribe Jose en Historias Corrientes] es como el pasillo de una casa de huéspedes: comunica con todas las estancias y reparte el aire fresco, la corriente”. Matilde es el nombre de la hija del señor que baja al parque. Hay un banco como eje procesual, como ustedes ya han podido deducir. El escritor refiere que una niña que no sabemos quién es y que se halla jugando con su abuela, se le acerca dentro de una concordancia ahora más simétrica (parece que no hay establos) y esa coalición me recuerda mucho al momento en el que un personaje se aproxima con cierto misterio al vagabundo (clochard) del ínclito Joseph Roth (5): dentro de La leyenda del santo bebedor, Roth nos explica la existencia de un hombre pobre que vive debajo del puente del río Sena, en París, que se topa con un “caballero de edad madura” que le ofrece 200 francos con la condición de que los restituya en la capilla de Sainte Marie de Batignoles, a favor de Santa Teresita de Lisieux -el texto es igual de generoso que fabuloso y asfixiante-.

Hombre pobre, pobre hombre, hombre de banco. En esta tesitura, siempre en las coordenadas de un voluptuoso ejercicio sintético y de honestidad, Jose nos cuenta que “el verdadero viaje, donde se juntan las aguas de la juventud con los vientos añejos de la vejez, es aquel en el que se regresa siempre a uno mismo”, un hecho que él ha consumado desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Yo he tomado una fotografía de las aguas de un parque de una localidad del Corredor del Henares, en la Comunidad de Madrid, pero tampoco voy a dar su nombre. No es necesario siquiera. Jorge Fernández Gonzalo ha incluido los jardines como “espacios de evasión” de carácter heterotópico (espacios foucaultianos que sostienen al resto estructuralmente como en red jerárquica), “destinados a ritos concretos, estrategias de separación o exclusión, ocio o domesticación de los afectos y rutinas”, como los de los “ancianos improductivos” (6). Fernández Gonzalo, hace referencia a Lipovetsky y Serroy en tanto en cuanto sea el campo el que se traslade de forma paulatina a la ciudad gracias, por ejemplo, a la existencia de un parque.
Jose ha removido sus memorias a través de un “barrio cualquiera, insulso y sin personalidad” y sin embargo, el estereotipo ha venido consensuado como una muestra fehaciente de heterocronía. En su monólogo interno y taumatúrgico, el viejo desaparece de la trama y de él ya no sabemos nada más y en consecuencia, ese parque ha quedado como un sintagma cenotafio, se ha logrado una identidad manifiesta a través de un proceso presuntamente desidentitario acelerado y retroactivo. El “barrio cualquiera” ya no lo es, en tanto se transforma en esa equivalencia presuntamente formateada y a todas luces transformadora. “Es difícil reducir todo el cosmos a un gran relato, la física de las partículas subatómicas a un texto, todas las estructuras sociales a un discurso”, afirmaba el filósofo Bruno Latour (7). Y, sin embargo, Jose lo consiguió –siempre como el hombre de sí mismo-, de acuerdo a los caprichos de alguna niña y, con toda probabilidad, en relación a la propensión de alguna Parca. <<Usted ha estado aquí>>, intenta darnos a entender el ideólogo de esta (ya) percepción ecuménica y axonométrica.

Decía Pérez Andújar –insisto- que “el pasajero es la quintaesencia del individuo. Ninguna otra actividad durante el resto del día acapara tanta verdad litúrgica. Somos pasajeros, estamos de paso. La costumbre de sentarse con alguien a quien nunca se va a conocer demasiado. Acompañantes sin nombre para hablar de lo que va pasando en el día; para esperar en la parada. Tiene un aire de náufrago la gente que espera mirando a lo lejos a que llegue su bus” (8). La asistencia de la niña del parque -asociada a las tribulaciones del mendigo de Roth- y el juego de presencias/ausencias del jardín nos aproximan a nuestra tumba y a nuestra cuna como deducción de un asombroso ejercicio de sincronía, bajo el pretexto de ese tipo tan excelsamente custodiado. Cuando algunos individuos observan al diferente y se arrogan el derecho de mirarle de manera indiferente, no es posible establecer ese universo dialógico de precepto (como a orillas del Sena). A resultas de “Escenas en un parque”, Castillo nos ha ofrecido un lote de hendeduras y ha sostenido su propuesta sobre los sólidos cimientos del respeto hacia su propia creación. Y sobre todo, del respeto hacia sí mismo.
BIBLIOGRAFÍA
(1) CHINCHILLA, I (2020): La ciudad de los cuidados. Ed. Catarata. Madrid, pp. 67-69.
(2) PÉREZ ANDÚJAR, J (2016): Diccionario enciclopédico de la vieja escuela. Ed. Tusquets. Barcelona, p. 33.
(3) PÉREZ ANDÚJAR, J (2011): Paseos con mi madre. Ed. Tusquets. Barcelona, pp. 37-38.
(4) WITTGENSTEIN, L. (2017): Investigaciones filosóficas. Ed. Trotta. Madrid, p. 169.
(5) ROTH, J. (1981): La leyenda del Santo bebedor. Ed. Anagrama. Barcelona.
(6) FERNÁNDEZ GONZALO, J. (2022): Espectropías. Pensar y habitar el espacio urbano. Ed. El gallo de oro. Bilbao, pp. 64-65.
(7) LATOUR, B. (2007): Nunca fuimos modernos, ensayos de antropología simétrica. Ed. Siglo veintiuno. Buenos Aires (Argentina), p. 98.
(8) PÉREZ ANDÚJAR, J (2011): Paseos…, pp. 47.
CASTILLO PÉREZ, J. T. (2019): Historias corrientes. Ed. Gens. Madrid.

