BARES RAROS. FERNANDO SÁNCHEZ

Me encantan los bares raros en tanto sean insípidos, inhóspitos y cutres. Sin embargo, no es nada fácil escribir sobre esos asuntos y hay que tener cuidado con el uso y disfrute del concepto “raro”. Es una jodienda, se lo aseguro a ustedes. Nunca he tenido claro hacia dónde quiero llegar ni tengo apenas idea de cómo escribir sobre los bares abocados a la muerte, pero me consuela saber que tomar la dirección correcta lo es por el mero hecho de cogerla y de seguir por ese sendero aun a riesgo de hacer el gilipollas. Decía Juan Tallón (Mientras haya bares, 2016) que “existen negocios que están más allá de la economía de mercado”, que “no precisan establecer intercambios comerciales. El silencio y el vacío bastan. Anida en ellos algo absolutamente fértil”. El panorama no habría de ser por lo tanto, tan infecundo, pero, parafraseando el proverbio popular, el escritor es el único que tropieza dos veces en la misma mierda.

Es necesario bajar a la calle, pero aún no tengo claro si hablarles a ustedes de los bares raros como eslabones de un parque temático más o como un combinado de ingredientes absolutamente postpoéticos. La duda me absorbe y me frustro en realidad, aunque hay cosas en la ciudad o del pueblo que podrían ser interpretadas con cierta solvencia (no me refiero ya a la “lucidez” propiamente dicha). Apuntaba Jorge Fernández Gonzalo a propósito de Gilles Deleuze, que eran los acontecimientos los que creaban el espacio y no al revés, y eso es precisamente lo que yo creo que ocurre en estos establecimientos tan “raros”. Pero yo les tengo que explicar muy pedagógicamente a mis lectores qué es todo eso de “raros” y ahí reside mi estado actual entre la  templanza y el acojone.

Hay bares que caminan indefectiblemente hacia la abstracción y se transforman en espacios como tales. Por eso los traigo a esta plataforma, siempre, como he dicho, con muchísima cautela. Y a propósito de esas circunstancias tan predecibles asimismo, existe un interesante libro (sobre todo en su primera parte, después el texto -por desgracia- se deshace en generalidades) que lleva por título Espectropías (2022, Fernández Gonzalo), muy adecuado para la exégesis de garitos raros, insípidos e indecentes, aunque nunca prescindibles. “Los espacios urbanos están fragmentados […]. El espacio heterogéneo de la urbe ya no puede ser representado, pues su pluralidad engendra formas de diferencia, términos sin relación, figuras imposibles que descomponen nuestra mirada en múltiples reflejos espejeantes”, afirma el autor. Ya era el momento, pues, de comentar algunas cosas sobre estos lugares que tienden a espacios y que viven en la farfolla con la cautelar, en medio de las patatas a lo (muy) pobre.

Me encantan los putos bares, pero no todos. Y no todos esos bares son “putos”, solo los que aúnan en su seno una serie de condiciones, que son muy estándares y atmosféricas en propiedad y deben serlo. Me llenan de emoción y me conmueven los lugares que caminan hacia la abstracción y se espacializan, sobre todo si son espejeantes. Y dentro de esa tipología tan particularmente Droste, me veo en la obligación de hacer referencia a los bares como “raros” indefectiblemente: todos aquellos putos lugares englobarían entonces desde el conglomerado de los bares sucios y los antros cutres, hasta los –digamos- locales normales o de toda la vida, sin adornos, escuetos, austeros, rancios, hasta guarros, sin atisbo de pirotecnia fútil. Me tomo un baño a veces en esa ranciedad tan obvia, que se halla por descontado en las antípodas de la extravagancia. Lo demás es tan desechable como inaccesible, como las pedrás que soltamos al cagar y se escabullen por las cañerías.

Desde que yo era adolescente, siempre he tenido una extraña tendencia a utilizar la expresión «bares raros», un aforismo del todo exuberante en “ámbitos objetuales”, que podrían ser medianamente definidos a través de este sudoku sintáctico más o menos ingenioso que hoy les propongo: por regla general, un bar es un recinto donde puedes comer o tomarte algo a cambio del pago de una cantidad de dinero. De la palabra “raro” siempre le van a decir a usted cosas como “inusual”, “extravagante”. Si ensamblamos el sustantivo y el adjetivo en la expresión “bar raro”, el resultado es algo raro e inquietante en sí y da la sensación de que ello está viciado desde el origen, pero ahora ya tengo muchos más años que antes, aunque, eso sí, la misma predisposición a todas estas idioteces.

Sin embargo, la idea de bar no debería verse intoxicada en principio por la cualidad “raro”, ajena al sujeto que describe. La expresión habría de ser un epíteto necesariamente o un pleonasmo como “bajar abajo” o “bajar al bar de abajo”. Si la tesis es “bar” y la antítesis es “raro”, la consecuencia inmediata es la gestación de un algo de carácter espacial no sintético, un algo del todo infrecuente después de la interacción de dos opuestos aparentes (la existencia potente de un oxímoron, vamos). Por lo tanto, si decimos “me voy a ir de bares raros”, la cosa ya se pone chunga. Y por ese mismo motivo, recomiendo el muy agradable/ingenioso relato de Miquel Serrano, que dura unos cinco minutos y que trata sobre los “bares de mierda” y sobre el bar más “de mierda” del mundo que, según él, se halla en la ciudad de Burgos, muy cerca por lo tanto de la gente normal. Serrano te explica que el calificativo “de mierda” no es en absoluto un desprecio, sino más bien un elogio y yo le creo. En cualquier caso, sus glosas no tienen desperdicio (el discurso circula en YouTube y es para ponerlo en bucle). El bar raro, de lo mugriento que puede llegar a ser, se constituye como un verso libre que alguien ha escrito debajo de una servilleta con publicidad de Mirinda, pero resulta ser extremadamente apetecible en los albores de esa presunta y deliciosa inmundicia.

Fernández Gonzalo habla de “incompletud”, de “brechas”, de “inconsistencias”, de “criaturas urbanas a medio hacer”, de “espectros inmateriales”, de “una ciudad infraontológica […] compuesta por posibilidades y experiencias no articuladas en el lenguaje”. Eso mola mucho, pero luego, en la segunda parte del libro, el hilo argumental se pierde para mi desdicha, aunque para aproximarse a la esencia de bar raro, como ya he comentado, es cuando menos espectacular. Lo mejor es que la banda lo normaliza y se acostumbra a ello, son como cortometrajes en los que la realidad supera del todo a la ficción. Muy lejos de la cultura de masas, el bar regentado por una sub especie de übermensch nietzschiano se concibe a sí mismo como la apoteosis del anticonformismo: un hombre feo o una mujer esteparia que se apartan del abrevadero o del dornajo cuando tienes las expectativas de jamón con tomate y una Mahou y te endiñan cuatro cacahuetes y una Cruzcampo como quien tiende la ropa. Lo siento, no tienen oreja a la plancha. Eso no es otra cosa que un ejercicio de narcisismo prístino. Entonces, se ha condimentado un símbolo incontestable, que se erige ante nosotros delante de un mostrador: también puede ser él estepario y ella, la fea. Si los muros no existen, habrá que inventarlos.

Por “espectropía” se entiende la gestación de “un espacio atrofiado por rupturas, irregularidades y procesos en marcha que no encajan plenamente ante un aparato teórico de descodificación o conceptualización”. En el ínterin del acceso a la criatura ya más o menos definida, Fernández Gonzalo nos habla de la “trascendencia imaginaria”, de espacio concebido como lugar en el que el deseo o una imaginación o una fantasía –o fantasma- “permiten obturar la grieta”. Si ponemos el foco en estas premisas, la subsistencia de un bar cualquiera nos hace calibrar nuestras ilusiones a fin de cuentas. Tallón contaba que una vez vio a Paul Auster en un bar y que no tenía valor para acercarse a él, “aunque sí para bajar dos cubatas de whisky Dyc”. Desde aquel día de diciembre de 2001, “cuando distingo un bar de mala muerte [escribía], vacío y mugriento entro en plancha” (…). Hay que saber descender a los terrenos en donde nunca crees que se te pueda perder algo (…). Si tienes mucha suerte, coincides con alguien con peor reputación que tú, dispuesto a enseñarte algo de la vida”. Los bares raros destruyen, despojan o mediatizan el concepto de lo real y de lo figurado en su hábitat urbano, arropados por periferias bizarras, incrementando en definitiva esa poética de la ciudad desgarrada y degradada de forma exponencial y manifiesta, cuando te aprietas seis o siete botellines con algún amigo y te echas unas risas con sus ocurrencias sobre el estepario o la fea, que reconoces que son mejores que las tuyas y te callas entonces y te bebes las cervezas de dos en dos. Les comento también que Miquel Serrano solicitó una tapa de tortilla en aquel bar de “mierda” de Burgos, mientras observaba un truño de un perro en el suelo de ese mismo local. El humorista/publicista les habla del concepto “mierda” con extraordinaria solvencia y nitidez. Ante todo, Serrano es extremadamente didáctico/yo de mayor quiero ser como Serrano. Juzguen, pues, ustedes mismos, si bucean en ese vídeo que les he mencionado.

En 1976, Ramones editó su primer álbum, una obra de arte que lleva por título el nombre del legendario cuarteto de punk rock. Uno de los temas de esta pura excepcionalidad, que transita más allá de lo meramente musical, no es otro que I don´t wanna go down to the basement (en castellano, “No quiero bajar al sótano”), porque -se explicaban sus miembros- There’s somethin’ down there (“hay algo ahí abajo”). La canción es sólo eso -como si ello fuera poco-, toda esa historia repetida a intervalos regulares, aunque en lo que a mí respecta y a pesar de tan draconiano ramonismo, mi claustrofobia secular no ha sido óbice para bajar al subsuelo de la ciudad en sus modalidades, digamos, raras, como los bares corrientes. Escribía Juan José Millás (Miedo, El País, 2017) que “hacia la mitad de la escalinata [del metro de Sol, Madrid]” imaginaba que una señora con carrito, a la que ayudó, “en vez de un bebé, llevaba una ametralladora”. Preguntó a esa señora si le “dejaba ver a la niña” a lo que ella respondió “¿es usted un perverso o qué? […] con una mirada de odio” que le “cortó el aliento”. “Desapareció por un túnel [concluía Millás]” y él se dio la vuelta: “¿dan o no dan ganas de quedarse en casa?”. Pues eso. Algunos me dirían también que no está bien eso de la equidistancia, pero a mí no me gusta la permanencia en el rodal de la bisectriz, yo digo las cosas como (creo que) son: cuando te llevan a un bar guay, a un local cool con el objetivo de que te cambie la vida y, sobre todo, a un local muy caro en el que te ponen pienso compuesto cuando pides una doble y te ponen un corto, o el día que vas a un bar/restaurante de Tarancón (Cuenca) y le pides al camarero que te ponga una copa de tinto y te echa solamente un dedo y le tienes que llamar la atención por esa puta mierda y te dice que es lo que echa el dosificador y le respondes con educación que te llene la copa en condiciones (que es el sustitutivo aseado y aconsejado de meterle una hostia)… ¿no dan ganas de quedarse en casa?

Los bares raros han sido creados por Dios. Llama la atención asimismo la austeridad de las cosas nuestras, que saltan como los facehuggers de Alien. Pepe el guarro no deja de ser un departamento de leyenda en el barrio del Pilar, de Madrid, y en el coseno de los bares madrileños, en líneas generales. En realidad, su nombre es “Casa Pepe” (nunca podría haberse llamado, por ejemplo, “El edén del sustento”), aunque en el imaginario popular se refieren a esa conocida tasca como “Pepe el Guarro”. El lugar que ha llegado a ser espacio está bien, se come bien, tiene clientela, jaleo, pero muchos hacen referencia a lo “guarro”, un calificativo que es la consecuencia inmediata (y deseable) de la existencia proverbial de uno de sus platos estrella, las alas de pollo, cuyos huesos encharcan y embarran el suelo del local (por el mero hábito, se ha constituido en sí en una guarra y estable tradición). La gente regresa a ese bar de la calle Celanova. Nosotros, también, por supuesto. Decía Ludwig Feuerbach que “el hombre está en servidumbre con aquello a lo que le gustaría dominar, venera o que en el fondo detesta, le suplica auxilio a aquello contra lo cual busca ayuda”. Yo, lectores, como habrán colegido ya, me hallo en interesante grado de dependencia con el bar más raro de todos, que no sé realmente dónde está. O con el más guarro, decididamente.

Estamos de acuerdo en que cuesta bajar al sótano, pero da mucha más pereza abandonarlo. Entramos a un bar, digamos, fúnebre, no sé. “No tengo tapas”, dice la matrona, “¿Queréis unas cortezas?”, pregunta con desdén. El taburete se gestó en el Cenozoico. El As, siempre acartonado, su existencia normalmente truncada. Cajas rojas de cervezas apiladas. Hay un parroquiano que va tierno y se inclina sobre la barra como taciturno y aturdido, es una especie de híbrido generoso entre los personajes de Daumier (me refiero a al Vagón de tercera clase) y por descontado los Comedores de patatas, de Van Gogh. Se constata la presencia inquietante de un perro espantoso al fondo, que se abalanza hacia la nieta de la rectora, que está con un sonajero. En este ecosistema de “criaturas urbanas a medio hacer” (y a medio interiorizar), hay un canario adormecido en una jaula que medio cuelga de una pared (o testigo de su propio óbito tal vez). La luz viene de una bombilla crepitante en el mejor de los casos. Y se percibe la soledad, rodeado de la mejor compañía posible. En la tele, no te van a poner Perros de paja. Sin embargo, puedes observar con deleite mismo al apasionado Brasero que advierte de una borrasca que precede al Apocalipsis o a la atribulada Lydia Lozano, llorando. Uno no va al cuarto de baño a mear, uno se entierra en esa sima para hacer espeleología por su cuenta y asumir la praxis del subsuelo: después de 48 años y los cuatro miembros originales de Ramones, muertos ¿qué anomalía existía realmente en aquel sótano de la casa de Queens?

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