A mi esposa, cuatro mil veces.
Escribía muy honestamente Augusto Monterroso, no lo olvidemos: “DIOS todavía no ha creado el mundo; sólo está imaginándolo, como entre sueños. Por eso el mundo es perfecto, pero confuso” (Movimiento perpetuo, 1972). En 1984, por otra parte, Escuela de calor (Santiago Auserón, Enrique Sierra) se transformó en metafísica musical desacralizada. Escuela de calor era el resultado elegantemente sicalíptico de una introspección monumental.
Pepe Castro (1963) entrevista al cantante, escritor, investigador musical y filósofo Auserón (1954), miembro fundador y elemento más perceptible de Radio Futura (de 1979 a 1992), después celebrado como Juan Perro a lo ancho de su exuberante trayectoria individual. Alumno asimismo del iluminado Gilles Deleuze durante la dupla 77/78 (entre otras cosas, ha convertido ese antihimno en una proposición rizoma, tan del gusto de este blog), el vocalista de esa banda que habría que enseñar en los colegios como asignatura troncal desgubernamentalizada, contesta amablemente a las preguntas no menos afectuosas de su interlocutor, que exalta el carácter poético y evocador de las letras del grupo (Uppers, 2020). Escuela de calor –les comento-, de tan irreprochable y jodida que es, resulta ser el encabezamiento más adecuado a día de hoy para esa tribulación musical e ideológica sin apenas complejos.
Castro le tantea primero a colación de Veneno en la piel (1990) y Auserón confiesa que era “una chorrada”, que él estaba decidido a “escribir un disco lo más rápido posible” para quitarse de “en medio el contrato discográfico”. Cuando el fotógrafo le pregunta por el territorio de la Escuela de Calor, Auserón tampoco vacila y responde con la misma soltura y en un acto tan cristiano que “ahí sí que podía definir un territorio más concreto”: la periferia de Madrid, barrios de adobe rojo en los que se hallaban los amigos de su hermano [Luis Auserón, 1955, también músico fundador de la banda], “atardeceres de ladrillo”, “imagen madrileña por antonomasia”.
A la vista de los planteamientos deleuzianos asumidos por el discípulo aventajado, Escuela de calor expresa la filosofía del acceso y a la vez de la relación de incertidumbre entre los elementos disociados que en ella se perciben. En cierta medida, se trata de una alegoría bastante aseada de contiguos que deja caer las redes consecuentes como con cierto desdén, alambicadas, sin necesidad de metáforas inútiles o de impúdicos tópicos. Se dice de ella que a lo largo de sus líneas se propone una exploración de los placeres más o menos vedados, pero lo que apenas se cuenta es que la canción es un éxtasis en sí misma, más que un procedimiento de sábado por la tarde de cualquier iniciado de mierda. No conviene relajarnos con Escuela de calor, más bien deberíamos gestionar nuestra propia crisis de ansiedad ante el objeto subjetivado y desnortado, en su amplitud desmedida y en su estrechez más abyecta.
Escuela de calor ha sido perpetrada con filete de habilidad en salsa de alevosía. A fuer de ser honestos, no resulta sencilla la aproximación a los dispositivos propuestos, en este caso a la percepción de amor no declarado Escuela de calor, de la que afirma el filósofo de Zaragoza que se encuentra en una periferia, en este caso madrileña. Desde las afueras que se plantean podríamos subyugar al mundo. Sin embargo, la actitud descarada de trampantojo psicodélico y a la vez de integración digamos rizomática, nos demuestra aun con cierto pudor -y ahí reside una de las claves del tema- que los centros están donde deseemos que se hallen en definitiva, como en barra libre de focos y tal. La movida filosófica de Auserón es el resultado complejo de esa descentralización somática como acto de rebeldía bien en dirección hacia una sucesión de hechos concretos llamados “ladrillo rojo” (en compañía de toldo, terraza en proceso de acristalamiento, desacerado, macarras en portales, miseria), bien desde la concepción de un abstracto heterodoxo purificador y progresivo de recomposición y destrucción de segmentos homónimos, en el que se ha posado un ave rapaz (siempre nocturna) de poderosas miras y de hábitos carniceros letales .
Escuela de calor es círculo vicioso ingenioso y con plausibles aspiraciones de trascendencia. En la línea maestra e inequívoca del testimonio de Auserón, Carlos Zanón (1966), en el artículo Radio Futura, el infernal verano en la ciudad (La vanguardia, 2023), subraya que Escuela de calor es epítome de ciudades en las horas más tórridas de verano. Sus habitantes permanecen en las casas como “cucarachas” sórdidamente esperando a que “llegue la noche”, comenta. “Hace falta valor [nos explica] para salir a una calle que hierve en esas ciudades/cárcel “con árboles enfermos y semáforos rotos”. Zanón representa la ciudad “como principio y fin”.
En efecto, la urbe hornificada que da comienzo y termina en sus mismos principios fundacionales es el trasunto de esa circunferencia perversa que Auserón y sus huestes establecen en su clásico y en su evolucionado e inefable videoclip. Zanón, en un preciso alarde prospectivo, nos cuenta que tampoco se puede salir de las haciendas de esa canción: el poder evocador de su cantante [afirma el poeta] hace que tengamos constancia plena de que Auserón/Sierra se hallan dialogando cómodamente de las cosas de Madrid sin mencionar el nombre de la ciudad en esa composición de mediados de los 80. “La Escuela de calor, de hecho, era el local donde ensayaba la banda”.

Hay pocas personas que no se sepan al menos una parte de ella, aunque no se trata de una canción del verano, si no de aquellos que no veranean, apunta el escritor Benito Domínguez (La Nueva España, 2023). En consecuencia, podremos afirmar sin rubor alguno que es en el interior de ese impasse musical en el que se perpetra la mismísima indefinición en estadio prístino (permítanme que les diga que se parece en muy estrecho grado de consanguinidad al óleo El perro de Francisco de Goya, arrancado al plano musical ¿A dónde se dirige ese animal, si es que se dirige hacia algún lugar?). El ladrillo rojo, de esta forma, quedaría planteado como fruto jugoso de lo urbano reconocible y posmoderno dentro siempre de esa cosmogonía goyesca de tonos ocres, de esa escenografía de la pura nada con fuertes lazos de dependencia –quién lo iba a decir- entre sus neutrinos. El ladrillo rojo o color terracota, icono del absurdo contemporáneo, queda retratado (también sin expresarlo) en la canción de Auserón, de Sierra y de sus compañeros de lujuria filosófica y de armonía muy bien cimentadas.
Las caídas pueden ser terribles durante la época estival, pero Escuela de calor se inserta en nuestro tejido cotidiano como cántico inaprehensible y al mismo tiempo, tarareable, en el álbum de referencia La ley del desierto, la ley del mal. Por entonces, la escuela estaba formada por los hermanos Auserón (Luis al bajo, Santiago a la voz y a la guitarra), Enrique Sierra a la guitarra (fallecido en 2012) y Carlos Velázquez en la batería, todos ellos a caballo entre el rock, el funk, el punk, las corrientes africanas y la filosofía como es natural. En el videoclip Escuela de calor no aparecen signos apreciables de ladrillo rojo ni de periferias básicas ni ecosistemas chungos. No es necesario. Tenemos que conformarnos con la dramaturgia de un garito vacío y envenenado con sus reservados, barra y pista de baile vacíos.
En el garito Escuela de calor, se implementa el desaire metafísico y se purifica el entorno con esas altísimas dosis de indeterminación premeditada. La letra, de tan inclasificable/inmejorable, podría resultar alguna otra bendita ‘chorrada’, pero de todas ellas sería sin duda la mejor y la más hermosa, como el whisky más de puta madre en vaso de plástico de los chinos, a quién le importa (nadie refrendaría la petición de un whisky marca blanca en el fondo de un cristal magnífico, sin embargo).
La cámara se recrea en un abrevadero de claroscuros y de barroquismos hasta que se detiene en el baile mecánico y robótico de dos camareros, representados por Carlos y Santiago, claro. La misma iteración se aprecia en el barman (interpretado por Luis, que agita un cóctel de manera funcionarial y administrativa) y por supuesto en Enrique, quién da la sensación de ser el dueño siniestro del cotarro, un hombre que arroja a una mesa un cubilete con dados (pleno de frialdad e indiferencia, sin apenas levantar la mirada). No hay nadie más, la danza exhibe poderosísimas reminiscencias de los taumatúrgicos Kraftwerk ni más ni menos -que se acentúan al final de la performance, como fin de fiesta-.
Así las cosas, dos mujeres acceden al recinto de manera insospechada (o no tanto, ¿las esperaban a lo mejor en ese local desocupado?). Todos los hombres se paralizan y clavan sus miradas en esas jóvenes, en medio de ese argumento austero, opresivo, taciturno, desolado, sin apenas referencias a nada en concreto (esa nada es para nuestro regocijo la que refiere y desglosa el local en factores primos). No sabemos dónde están, si es de noche o hace frío fuera, ni tampoco quiénes son ni qué pretenden con su turbadora condición.
Enrique Sierra da bastante miedo y persigue con su tétrica mirada a las dos chicas díscolas y entregadas, felices, que toman asiento alegremente. Son las 5 menos 10 (primera alusión espaciotemporal), la robotización es manifiesta, es hasta siderúrgica. El barman les pone un par de copas y el camarero (Auserón) les añade un somnífero a escondidas. El hipotético propietario (Sierra) descansa sobre una muleta, un aporte alucinatorio que acompaña a un tipo desgastado, cascado, escocido, sin escrúpulos, tenebroso, un montón de adjetivos más. Son las 5 menos cinco (segunda alusión), la ingenuidad, desparpajo y naturalidad de las jóvenes contrastan con los maquinismos abyectos de los currantes del garito.
Al poco, después de una llamada telefónica, una furgoneta de marca Mercedes se acerca por un túnel (naturalmente, no tenemos ni puta idea de si son las cinco del día o de la madrugada). Las chicas sucumben a los efectos del narcótico. A punta de pistola, las atan con cuerdas y las sacan del aseo, mientras que son voyeurizadas por el escalofriante potentado y un montón de adjetivos más. En el muslo de una de ellas, tatúan “Escuela de calor” con un matasellos (escena hoy del todo impensable por eso de la corrección política). Al final, los miembros del garito introducen a las dos mujeres en la furgoneta, el dueño se clava una copa como para celebrar y los cuatro retornan a la pista de baile, en la que, como si nada (es lo mejor del videoclip) prosiguen como robots de acusada lógica kraftwerkiana. Y Radio Futura coge sus instrumentos en el escenario hasta que termina la canción.

Nadie sale de ese cenobio, a excepción honrosa de las jóvenes. Radio Futura hace de lo subterráneo, virtud. Entonces, se ha dado una bienvenida aristocrática a la incorrección metafísica. Haciendo uso de la retórica proverbial de Monterroso, RADIO FUTURA no ha creado Escuela de calor; sólo está imaginándolo, como entre sueños. Por eso Escuela de calor es perfecto, pero confuso. Escuela de calor, en consecuencia, ese ensayo de la teoría del pensamiento que ostenta el récord del mundo de decir cosas sin mencionarlas, es una composición libérrima hecha por ellos y para ellos mismos.
En el videoclip, las chicas desnudas de la piscina son Radio Futura por supuesto, no son sino las tribus ocultas del antro, se manifiestan como el peligro por el que se desliza la paloma (las pibas inocentes de la copita envenenada, que aprenden en la escuela de calor), parecen ser el paradigma de la autocrítica envuelta en el ladrillo rojo resabiado de las afueras del Madrid que nace, se reproduce y se consume en su propio acto, el retal ochentero (cuidado al tocarlo, te dicen), la maldición que ha caído sobre las propias jóvenes, en las que nos convertimos todos muy samsiana y performativamente desde el momento en el que quedamos tatuados y sometidos al linchamiento de esa literatura que pasa del muslo al encéfalo, ya desaborregados, desacomplejados, hace falta (mucho) valor. No hay nada más correcto que concluir con los modales impostados y que se vayan a la mierda de una puta vez. Los tipos del garito quieren vivir de un aire que no existe en ese antro, suponemos que en la noche cerrada (o dentro de la tarde tórrida y sanguinolienta a las 17 horas).
A la pregunta de Lluís Amiguet (La Vanguardia, 2015), Auserón responde con la misma honestidad que los ladrillos de la periferia obrera arden debajo del sol. El tema es el reconocimiento implícito a la metamorfosis en líneas generales, sin mencionarla. En su libro Arte Sonora (Anagrama, 2022), Auserón escribe que “lo que convierte la obra de arte o el concepto en <<monumento>> duradero no es simplemente la memoria considerada como almacén de recursos, si no la fabulación creadora, por medio de la cual <<toda la materia deviene expresiva>> [en referencia al testimonio de Gilles Deleuze y Félix Guattari en ¿Qué es la filosofía?] […]. Incluso los personajes más mediocres, locos, ineptos o enfermizos son susceptibles de alcanzar esa suerte de grandeza que recuerda las figuras agrandadas en la pantalla del cine. La materia del cuerpo y la materia del mundo se intercambian, de este modo, en lo que Deleuze y Guattari llaman un <<último avatar de la fenomenología>> que reclama el hecho estético como condición de supervivencia: <<una mezcla de sensualidad y de religión sin la cual la carne, quizá, no se tendría sola>> (p. 107)
De esta forma, Escuela de calor proyecta la misma perversión filosófica circular de voluntad transformadora, germen y epitafio de los cuatro mediocres o enfermizos de la discoteca, que se han agigantado a través del uso clarividente de su secuencia más primitiva. El garito es Madrid, me lanzo a la piscina privada. Como un conjunto expreso de nodos y cristales deleuzianos que condensan “lo actual y lo virtual” (p. 109), Radio Futura ha sacudido con mucha retranca una suerte de avispero que parece ocultar las resonancias maléficas del mito de Tántalo de exponentes un tanto raros e inaprehensibles, siempre bajo la atenta mirada pétrea y fabulosa de un tipo aposentado en un eremitorio capitalino de los 80, el ínclito Enrique Sierra que consigo mismo esté.
Enlace al videoclip: https://youtu.be/LyCQvyrZzW0?si=FwF13PWUszVyhedd
Imagen de portada: fotograma del videoclip Escuela de calor/RadioFuturaVEVO. Mi agradecimiento.
Imágenes del barrio del Pilar (Madrid) y Caño Roto (Madrid): elaboración propia.

