El encargado
Taxi driver (“taxista”, en castellano) es una película de 1976, dirigida por Martin Scorsese (Nueva York, 1942) y escrita por Paul Schrader (Michigan, 1946). La he visto cuatro veces y la volveré a visionar cuando yo quiera, es una obligación moral profanar la espiritualidad de una obra tan inconclusa. “No puedo dormir por las noches”, comenta el atribulado protagonista, Travis Bickle (Robert de Niro), que busca trabajo como taxista nocturno y se encomienda al encargado de mierda de algún garaje de Nueva York, que responde con desdén, le vacila sin miramientos: “hay cines porno” para ello –dice-.
De esta manera (sinuosa, atrevida), con la referencia explícita a esas salas denominadas tradicionalmente “X”, que aparecen en tres ocasiones a lo largo de la proyección, y de forma especial a los peep shows que salpican el horizonte urbano inmediato del taxista y sin que el espectador apenas tenga constancia de todo el aluvión de detritus que se le viene a la cara, Scorsese ha implementado de forma truculenta y voluptuosa una serie de rudimentos necesarios con el objetivo diáfano de proyectar esa relación estrictamente voyeur –nada dudosa- entre el/la que asiste a la sesión de cine a través de la mirilla (advierto Taxi driver), que queda excitado/a con la sexualidad, la sensualidad, la soledad, la violencia, el semáforo en verde, el mismo paso de los ciudadanos –errabundos- a través de cualquier acera de la ciudad (interiorizo Taxi driver).

Mi texto no va de anonimato ni de alienación. En Taxi driver se narra de manera proverbial lo que ocurre fuera de Taxi driver, una historia abarrotada de matices que guarda un cameo tan espectacular como inquietante de su propio director: Scorsese se asoma en la noche como cliente de Bickle, un tipo que dice al taxista que va a matar a su propia mujer. En el film no se mira a través de los ojos de ese taxista, sino que se mira fijamente a los ojos de ese taxista como un fin en sí mismo, como un elemento de deseo, reflejo incondicional de la ambición de autodestrucción del mismo currante de vuelta de todo, en tanto en cuanto la ilusión obtenida habría de desaparecer de su imaginario una vez satisfecha, una vez condonada la deuda -no así la propia película como objeto manifiesto de seducción, que permanece contra natura, como veremos, en una vuelta de tuerca magistral de su rector-. Taxi driver es en esencia un peep show. Si nos referimos sensu stricto a la ciudad de Nueva York, un lugar que mi esposa y visitamos hace 10 años, deberíamos hablar de las cosas del propio Bickle y de su propia némesis: se sugiere la existencia de una urbe deseada, gentrificada y redimida a partes iguales.
Schrader
“El portal en el que Travis encuentra por primera vez a Sport [Matthew, Harvey Keitel], el chulo de Iris [Jodie Foster] –y en el que luego lo asesinará- está en el 208 de la Tercera Avenida con la 13th St. Un poco más adelante, en el número 226, se encuentra la puerta del burdel de la sangrienta escena final (p. 124, Nueva York de cine, Adell/Llavador, Lunwerg). Un film “tal vez el más netamente neoyorkino de este cineasta nacido y criado en Little Italy […]. Como otros filmes de la década de 1970, permite conocer el Nueva York previo al lavado de cara y a las estrictas medidas contra la delincuencia que cambiaron la fisonomía de la ciudad para siempre a finales de la década de 1980, aquella en la que Times Square estaba repleta de cines porno y peep shows, en vez del establecimiento de grandes cadenas”. En consecuencia –lo asumo-, la ciudad (en concreto, el distrito de East Village) y la película no dejan de ser un acto de contrición de carácter incompleto. No deberían serlo una vez deseadas.

Herrmann
Del personaje de Bickle se han dicho mil cosas, probablemente acertadas, exageradamente análogas. Sin embargo, el ideario y la ética del taxista se sobreponen al azar del que indudablemente se nutren, y se sostienen en base a una interpretación nietzschiana de la enemistad (Crepúsculo de los ídolos, p. 55, Alianza) y a la concepción religiosa de su propio creador (Paul Schrader), de educación infantil calvinista. La positividad de la negación induce a “comprender profundamente el valor que posee el tener enemigos […]. Sólo en la antítesis se siente necesario, sólo en la antítesis llega a ser necesario”, son afirmaciones del filósofo de Röcken que vienen al pelo para redundar en esa madurez antitética del protagonista del film, que se genera sus propios enemigos en busca de esa redención que le atormenta, que parece ser la misma que la que soporta el escritor de la cinta. Su personaje principal se siente culpable y subsiste en el estado natural indeleble de su propio (y presunto) pecado.
La película es una oración en el plan de Dios. Bickle, en algún momento se refiere a la “lluvia que limpiará la escoria de la ciudad”, que “algún día llegará”. Por ese motivo, no es accidental la presencia a lo largo del film del agua, de bocas de riego destrozadas (junto con los niños dirigidos a los adultos, que representan a su vez esa “catequesis” temprana) como metáfora purificadora de esa “cloaca llena de basura y gentuza”, de “porquería por todas partes”, del “retrete” al que el trabajador nocturno hace referencia con indignación en un momento de la trama. Para el/la que nunca haya visto la película, se la comento brevemente: un ex combatiente de Vietnam sufre insomnio y busca en Nueva York un trabajo de taxista nocturno. Desde su vehículo, es testigo de la vida (lóbrega) de la ciudad. Bickle se enamora de una mujer (Betsy, Cybill Shepherd) y se interesa por otra joven, Iris, explotada por Sport. Bickle comienza a transitar a través de un tortuoso camino que le llevará hacia la violencia extrema, oponiéndose a ese tal Sport. La banda sonora (póstuma) es la del rebelde compositor Bernard Herrmann (1911-1975): tétrica, asfixiante, (auto)rretrato obsesivo del desasosiego, de cierta atectonicidad, aunque fluye desde esa opresión de manual con soltura y desparpajo -el saxofón fue y es un mito en la historia musical del cine-.

El insomnio (I)
Flipo con Scorsese. De esta forma, los días y las noches se suceden con precisión matemática en Taxi driver (desde nuestro hotel, en Manhattan, pudimos comprobar que las calles apenas se vacían en ese urbanismo vertical de consecuencias horizontales inmediatas, como en una hermosa paradoja lo monstruoso ha potenciado el simbolismo a ras de suelo, lo ha cerrado de forma hermética e indisoluble). Cuando Bickle afirma que la soledad le ha perseguido toda su vida (“no tengo escapatoria”, asevera), no ha generado en ningún caso una idea de vacío de andar por casa. Lejos de esa nada pecaminosamente absurda, anida el espacio sustrato, retratado concienzudamente por el director, en el que se cimenta esa idea de ese metabolismo urbano (no tan) demencial: semáforos, locales, luces de neón, letreros, transeúntes, carteles, vehículos, humo de alcantarillas, bocas de riego rotas, cocacolas, taxis, basuras, colores, psicodelia descarnada, escaleras de emergencia, aturdimiento general. Todos estos elementos no son siquiera una señal traslúcida del apocalipsis, sino vectores que convergen en ese punto/lugar antropológico, que una vez implementó mi admirado Marc Augé en su inimitable Los no lugares (1992).
El insomnio es otra forma de enemistad antropológica que confluye también en ese rodal. En los intestinos de esos cines porno, Scorsese ha madurado esa especie de gesto onírico de desarraigo, que no sabemos si satisface o no a su protagonista, y que le cuesta el desafecto de Betsy, la mujer que accede –desconocemos también si inocentemente o no- a su propuesta y se marcha contrariada de esa sala a las primeras de cambio (el porno como elemento sustitutivo del sueño o concebido como el sueño mismo): en la escena en la que el taxista la llama por teléfono para disculparse y en la que la cámara se dirige mansamente hacia un pasillo contiguo de carácter vaginal cuyo fondo es un vehículo cualquiera sexualizado y ovulizado, en última instancia se nos remite linealmente a esa presencia cuasi religiosa de la calle/ciudad, al mismo tiempo impregnada de un erotismo latente a modo de resguardo de marcado carácter intelectual y espiritual. Mientras tanto, las disculpas llegan a su fin sin el resultado deseado por el hombre desconsolado y escuchamos al personaje, ya fuera de plano, embebido en sus lamentos. ¿Qué había en Times Square hace 10 años? Mucha gente, pantallas gigantes, espacios comerciales, agobio.

Iris
“Jamás hasta hoy, he podido elegir” es un maldito spoiler y se transforma, además, en un sponsor transestético de un hombre que se acerca lúcida y experimentalmente a sí mismo a través de un insólito ensamblaje y que mata a tres personas (incluido Sport), que libera a la jovencita Iris y que regresa a su taxi después del coma, como en círculo vicioso del que parece no despertar (o con el que no se puede conciliar el sueño en ninguno de los casos). Con ello se ha planteado asimismo la cuestión de la capacidad de elección y de decisión, de conocer en puridad si eso es verdad o si el protagonista se lo cree de forma absurda y cándida a modo de posverdad. En cualquier caso, él ha seleccionado la opción de matar en su propio e intransferible acercamiento hacia sí, en su fáctico y fatídico, tal vez ilusorio, llegar a ser nietzschiano. Desde el habitáculo de Iris, la cámara regresa sobre sus pasos lentamente y en este orden: Iris en shock, Bickle en agonía, otro proxeneta –muerto-, un tipo que estaba con la joven –muerto-, tres policías estupefactos, Sport –muerto-.
En consecuencia, al igual que ha sucedido en el pasillo de la llamada telefónica, Scorsese consuma el eterno retorno con habilidad -y con dosis de erotismo- a la ciudad religiosa/sustrato que se ha hecho personaje, con algunos coches de policía, saturada de vecinos y de incautos que se acercan a ver qué pasa, aparecen algunos médicos que corren hacia el lugar del crimen. Schrader dice que estructuró la historia como una vía de escape a su padecimiento y confusión personales. Sin embargo, el trampantojo de Scorsese es cuando menos letal. Más allá de esa presunta redención y capacidad de elección (“Taxi driver battle gangsters” es un recorte de periódico que se supone que el propio ex combatiente ha puesto en una pared, en el epitafio de la cinta), el taxista ha quedado atrapado en su oficio de cualquier manera (de acuerdo a la interpretación religiosa, sólo Dios podría salvarle), en los mismos términos en los que Mago (un compañero, Peter Boyle) le había profetizado: Bickle le contaba que no sabía qué hacer con su vida, al lado de un taxi por supuesto. La escena, aparentemente simple, parece en cambio anunciar el mismísimo desenlace de la cinta.

El insomnio (y II)
Nada es casualidad en los microciclos de este film de culto de elevadísimo contenido simbólico. Cuando la película ha llegado a su fin, al espectador le sigue apeteciendo el taxista, lo que justifica la existencia de esa trama fuera de ella misma. El guion es apabullante por decreto y la realidad estertórea performativa, también lo es. “¿Por qué te crees tan excepcional?”, había preguntado Betsy a Bickle, sin preámbulos, sin sutilezas, en otro guiño self-conciousness superlativo, configurando a fin de cuentas otra agraciada motion circular.
Yo me pregunté hace 10 años qué significaba realmente el concepto libidinal “Manhattan”, un distrito del que parecía no haber escapatoria. Decían Aldo Enrici y Martha Espinosa que la experiencia estética podía aparecer en cualquier contexto, produciendo “enlaces entre acontecimientos presuntamente disímiles”. Después del momento “Manhattan”, en el transcurso de algunas extrañas noches, soñé a intervalos con esos vanos abisales de aquellos brutales rascacielos, que en realidad eran los orificios de las persianas de mi hogar, como en una especie de Interstellar o en el seno de la misma cosmovisión bladerunneriana, una extravagante repetición de (ir)realidad onírica que se desplegaba en el interior de un precioso momento de clausura ilustrada. Yo tampoco podía dormir, joder. Quizás dentro de esa distorsión coyuntural de potentes estructuras, habitase la ciudad insomnio, se hallase la deseable e irritable ciudad Bickle.

