EL PRIMER CIUDADANO CHECO. P. SÁEZ

Timo Masáryk fue, a pesar de lo que su nombre inconfundiblemente finlandés pueda hacer pensar, un ciudadano checo, aunque la caracterización de “ciudadano” claramente se queda corta si de lo que se trata es de abarcar la enorme dimensión que su figura alcanzó en el país europeo. Aquí apenas esbozaremos la magnitud histórica de Masáryk (pronúnciese /mɑʒä-ərik/), a quien con justicia sus compatriotas acabaron apodando “El Primer Ciudadano Checo”.

Nuestro protagonista fue el único hijo de una mujer checa y un hombre eslovaco pero de padre finés. El abuelo paterno de Masáryk, Timo Masaarik, fue un improbable inmigrante que, cuando todo el mundo en el viejo continente partía rumbo a las Américas en un tiempo –las primeras décadas del siglo diecinueve– en que ello era sinónimo de acabar siendo propietario de unas cuantas hectáreas de tierra que explotar o de levantar una industria de lo que fuera allí donde no las había; justo entonces Timo Masaarik emprendió viaje hacia el sur para acabar malviviendo de zapatero en una aldea a día y medio a pie de Bratislava. Allí, en este caso sí como los emigrantes a América, cambió o más bien adaptó su apellido a las grafías del país de destino para facilitar, al menos sobre el papel, su integración en el mismo.

La infancia de Timo, el nieto, transcurrió entre historias evocadoras de la dulce tierra de Finlandia y sus esplendorosamente verdes veranos contadas vicariamente por su padre ya que Timo, el abuelo, falleció meses antes de su nacimiento. Los Masáryk siempre vivieron con esa extraña nostalgia de un país en el que nunca habían estado y con el que, a todos los efectos, no tenían nada que ver, pues el abuelo Masaarik no dejó nada allí ni tenía más familia, al menos que él supiese. Timo Masáryk, ya en su vida adulta, estuvo cerca de visitar Finlandia hasta en tres ocasiones, una tras un fuerte desengaño amoroso, otra en una misión diplomática fallida y la última cuando acudió a Estocolmo como invitado a la ceremonia de los premios Nobel. Estos tres episodios sirven además en cierto modo para componer un tríptico de lo que fue Masáryk: un romántico, un hombre de estado, un intelectual de prestigio.

Procediendo en orden inverso, Masáryk estudió en Viena y fue alumno de los principales miembros del emblemático círculo de pensadores positivistas que fraguó en aquella ciudad. Con estos mimbres era inevitable que se especializase como filósofo de la ciencia, en su caso con un discreto trabajo doctoral sobre el empirismo aristotélico. Podría decirse que Masáryk siempre resultó algo mediocre como discípulo, pues carecía de la audacia necesaria para desafiar las enseñanzas de sus maestros, que más bien repetía y elogiaba dócilmente. Así, la obra de juventud y primera madurez del checo consta de cinco ensayos y un tratado donde, parafraseando y glosando las tesis de los popes del Círculo de Viena, busca, encuentra y critica la falta de cientificidad de algunos detalles menores de algunas teorías menores de la física del siglo dieciocho (los ensayos) y de las conjeturas geométricas de Avicena (el tratado); en resumen, nada destacable.

Sin embargo, coincidiendo con una etapa particularmente turbulenta de su vida y de la historia de Checoslovaquia que comentaremos enseguida, su pensamiento viró notablemente hacia posiciones más originales y, en cierto modo, extravagantes. Inaugurando una tendencia que H. H. Tomlin calificara de “apócrifamente wittgensteiniana”, desarrolló toda una teoría acerca de la posibilidad de codificación o descripción de la vida espiritual en términos científicos, una suerte de modelización que permitiría tomar los contenidos de la psicología, de la moral, de la poesía y, en suma, de todos aquellos ámbitos de la realidad humana que el neopositivismo consideraba inaprehensibles, como objetos o hechos cuantificables y perfectamente integrables en postulados coherentes con la lógica del método científico. Masáryk se convertía así en un rebelde tardío, en un discípulo que replicaba sobre la tumba de sus maestros.

Este viraje, como decíamos, se produjo aproximadamente durante los mismos años en que la antigua región de Bohemia fue testigo de los levantamientos pacíficos que desembocaron en el plebiscito nacional que ratificó la Constitución de Mülberg y que acabó llevando a la presidencia de Checoslovaquia a un insospechado filósofo de provincia. Timo Masáryk ocupaba por aquel entonces de manera temporal el cargo de Delegado Educativo en la región, un puesto fundamentalmente burocrático cuyo principal cometido era el de mediar entre las instituciones gubernamentales y las universitarias, casi siempre en relación con cuestiones presupuestarias, es decir, un puesto más funcionarial que político y por supuesto sin ningún poder real. Sin embargo, y debido a que la chispa de los levantamientos bohemios prendió en el seno de las facultades, Masáryk se vio en cuestión de semanas en el ojo mismo del huracán o entre la espada de unos estudiantes (pronto secundados por el resto de capas populares) que reclamaban una democracia moderna y la pared de un régimen blando y anquilosado. Para los primeros no era más que otro de esos tipos cuyas corbatas parecían tentáculos del gobierno, para el segundo un intelectual de ambición desconocida. Pero, de manera casi milagrosa, los recelos se convirtieron en confianza y Masáryk, haciendo gala de un estilo pausado y razonable, se erigió sin proponérselo en clave de bóveda de la nueva cohesión social. Se ha especulado sobre si fueron las intuiciones o enseñanzas que adquirió durante aquellos días las que le llevaron a concebir su posterior Teoría general de los hechos del mundo y del hombre, o si quizá ésta se encontraba ya en estado embrionario por aquel entonces y fueron desarrollos aplicados de la misma los que le permitieron ejercer un poder impecable e invisible, un poder percibido como puro afecto y sentido común por el pueblo checo, pero lo cierto es que Timo Masáryk fue sin duda uno de los gobernantes más respetados y eficaces de todo el siglo veinte, y no hablamos sólo de su país.

La cuestión es que en el lapso de unos cinco o seis años Masáryk pasó de ser un profesor anodino atrapado o instalado voluntariamente en la telaraña de una administración post-austrohúngara a uno de los pensadores más excitantes del panorama europeo y un expresidente laureado y amado por sus compatriotas. Su mandato duró poco más de tres años, siendo él mismo quien, llegado cierto punto, decidió renunciar al cargo al considerar que había completado su contribución a la nación y que todo lo que siguiera sólo podía derivar en acomodo y vanidad. Apenas dos meses después de retirarse de la política activa publicó Teoría general de los hechos del mundo y del hombre y un año después De los datos experienciales, obra donde ampliaba las fronteras de su planteamiento inicial hasta invadir parte del territorio de la fenomenología y el existencialismo de corte heideggeriano.

De su romanticismo aún no hemos dicho nada, pero, como el lector ya habrá podido intuir, el éxito intelectual y político de Masáryk no habría sido posible de no haber estado él animado por una suerte de fuego íntimo, una llamita discreta pero resistente que le hizo acometer, sereno pero seguro, una revolución sin aspavientos en los ámbitos del pensamiento y la democracia. Esta incandescencia en el carácter de Masáryk siempre estuvo allí, sólo que circunscrita a su esfera privada, la de sus relaciones más próximas y la de sus tribulaciones silenciosas; las revoluciones de Masáryk sólo fueron la materialización en el ámbito público de su sensibilidad y una pujanza innatas que, por motivos que correspondería a un especialista en psicología establecer, no supo o decidió no expresar hasta entrada su cincuentena.

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