EL ROCK MACARRA DE MANRIQUE: ‘PA’ LEERLO EN BUCLE/’PA’ COMÉRTELO A ‘CUCHARÁS’. FERNANDO SÁNCHEZ

Barrio del Pilar, Carabanchel, Delicias, Vallecas, Valdebebas, Ventas, Aluche, Almenara, Moratalaz, Montecarmelo. Tengo mucha gente allí. Y que fue de allí. Y que sigue siendo de allí.

De qué va el rock macarra –muy bien acompañado en portada por una etiqueta circular que alude al “punk rock” como elemento aglutinador, transversal- es más un frenético fanzine o un elocuente breviario, contiene una apuesta muy guapa que toma como base una serie desordenada de ritos de iniciación muy inclusivos en el fondo de un odre de carácter muy particular: tengo un ejemplar de la mismísima edición de 1977. Fue una sorpresa. Me lo regaló mi esposa, después de dar con ello entre las movidas del ínclito Colubi. Se trata de una edición de bolsillo de 81 páginas (Ed. La Piqueta). El encuadernado es el original, la cosa da cobijo a un ingente número de imágenes, se usan con profusión los colores blanco, morado, rojo y negro, huele de forma brutal a libro de hace 48 años. Su autor, Diego Alfredo Manrique (1950), por entonces 27 preciosos años, es periodista y gurú musical.

Qué hallazgo, por favor. Les comento: anverso y contraportada exhiben la misma paleta de colores que se despliegan como en jardín de flores en ese interior propiamente kitsch, de estructura collage, entregado sin disimulo a la estética glam de contextos lígrimos e insanos, que hay que entenderlo también (negro, blanco, rojo, morado, como les digo). Ante todos ustedes, un ecosistema consensuado por el ladrillo y por el adoquín, que se presupone marginal y que sufre de ciertos achaques panópticos. Cuatro punk rockers de andar por casa implementan su performance callejera con voz (nótese mano del cantante en paquete y tal), guitar, bajo y la batería que todos nos fabricábamos con los tambores de Ariel y con los palos de la leñera del abuelo, por ejemplo. El joven que está en el suelo es un jjjjjjjjefe y aporrea una caja de un producto indeterminado y 3 latas no tan cualquiera (una de ellas, bendito sea Dios, es de peras en escabeche –muero de amor por ti, Enrique Naya, estés donde estés-).

En la parte posterior del libro, el vocalista de este bandón (le molapendiente, patillas de escándalo), ufano él, siempre en estrecha correlación física y sentimental con el paquete, macarra de la fosa del barrio con etiqueta D.O., -ojo a pose del labio superior, dejo entrever dos piños-, agarra, en fin, a una joven que, a tenor de su gesto traslúcido, parece suspirar por los huesos del correligionario irreductible de marras (una grafía impensable para 2025). Reclinado también en una máquina de discos (esa subespecie de juke box del pub de abajo de mi Madrid de los 70), el baterista de las peras en escabeche muestra un poco de colmillo respondón y exhibe sin sonrojo una cheira, con la que parece amedrentar al mismísimo espectador, que queda como sumergido en la escena del garito. Se han gestado en consecuencia unas Meninas de flipar, pero en kíe y en merodeando un poco y tal en el rodal del truco y de la patá en la boca. Sevesas y poros o sigaros, los hay esparcidos por el suelo del local, como debe ser (o como puede ser, lo veremos).

Precediendo al idílico índice de esta obra microscópica, aunque descomunal no obstante, se hace referencia a Juan Pablo Silvestre “en el papel de Madre Superiora” y al propio Naya “en el de Profesora de Dibujo” (hoy, esas reflexiones serían también del todo impensables). El primero (1948) es músico y comunicador. El segundo, fallecido en 1989, fue un artista plástico que en el 80 fundó con Juan Carrero el grupo de arte gráfico “Costus”, vinculadísimo a la Movida madrileña. Se insiste muy ácratamente y con mucha retranca en que ellos “no les desean FELICES PASCUAS, como mucho PRÓSPERO AÑO NUEVO”. Una genial cita ni más ni menos que de Hermann Hesse (Lobo estepario, 1927), introduce a este opúsculo de exageradísimo pedigrí. Con esto que les he contado, sería suficiente pa leerlo en bucle. Con lo que les voy a contar (espero que bien), como las peras en escabeche del guayabo de la cheira: pa comértelo a cucharás.

Portada y contraportada parecen ser referidas mutuamente en el fondo de cada aparato gráfico, como en trampantojo alucinógeno inmersivo de la noche guarra que tiende a infinito. En la fachada de este artefacto, se intuye el bar de la gramola. En las puertas falsas (donde el abuelo guardaba la leña), se nos arrastra indefectiblemente a la performance aleatoria constreñida por las paredes de rasillas y por el suelo de pavés. Es rococó de cojones, es una mierda de muy buen gusto. No dejan de ser las movidas de cuatro tipos cualesquiera, los veías por la ventana y te abuchanaban desde abajo. Planteamientos de aguafuerte y lodazal. La noche es, pues eso, cerrada, sucia, sempiterna, hasta opresiva. Luz y oscuridad son concebidas por Naya como alegoría de la vida y de la muerte, en el contexto abismal de una deliberación ultrapoética que encierra en cada letra y en cada pausa el vacío monumental, la contradicción, lo chungo, lo efímero.

Mi admiradísimo Max Stirner defendía que una cosa es el hombre que debe ser y otra muy distinta, lo que puede ser. Partiendo entonces de esa premisa que creo que es innegociable, y muy lejos de ser este librito una oda almibarada a la insurrección, este Ara Pacis suburbial  es un consumado, pedagógico, demoníaco e inteligente tratado contra el autoengaño, lo cual he agradecido a borbotones. A pesar del protopatchwork estético, les hablo de un texto de gran unicidad. Manrique es autodidacta en estas lides y sabe un huevo de todo esto, se muestra como un tipo perspicaz y detallista, tiene un puntito decadente un tanto terrorífico, es políticamente incorrectísimo desde que se levanta hasta que se acuesta (o al revés, propiamente), apenas posee valor de verdad en sus prolijos y honestos argumentos, elige un camino que no tiene que ser ni bueno ni peor, adquiere conciencia de sí mismo. “Es absurdo montarse en Vallecas una ópera-rock sobre el destino del hombre más allá de las estrellas [nos comenta] cuando allí no existen las condiciones más elementales para vivir como un ser humano. No es la hora de divagaciones escapistas, sino la de enrollarse a la gente (…). Para eso están los grupos”. Manrique hace apostasía de la gilipollez, procura pasárselo bien (de hecho, se lo pasa en grande), enhebra la noción del poder ser frente a la ridiculez del deber ser en áreas mutantes de poro y de peras escabechadas, ensaya el ilusionismo real con solvencia, cimenta todas sus causas sobre Diego Alfredo, redacta como quiere, parece un macarra incorruptible.

Dice en el texto Cyril Jordan (1948, miembro fundador de Flamin’ Groovies): “La razón de que ahora no vaya a los conciertos es que nadie baila […]. La base del rock and roll está en el entusiasmo, en la juerga y todo eso. Si no hay esos ingredientes, olvídalo. Ya sabes, se está convirtiendo en ópera, ha llegado al nivel de que parece que vas a un teatro de ópera”. Toda esa dialéctica del socavón marca el proceder de Manrique, que incluye en su obra asimismo la definición de “punk”, algunas reflexiones de él y de otros tipos (lo que el autor denomina “testimoniandos”), canciones de diversa enjundia, un apéndice con bandas que a él le molan (lo que llama “postales de las catacumbas”). De manera muy jodidamente colateral, hay alusión a las losas de las grandes compañías discográficas, que encierran el ocaso y desaparición de las independientes, y también la muy stirneriana referencia a la diversión frente a la alienación laboral y, sobre todo, a la lucha entre el crear tu propio personaje y el ser fagocitado por él, a la cuestión de la ingenuidad y de la deflagración de la inocencia: el certificado  en cualquier caso y sin apenas cocinar de los contratos jugosos con empresas que “nadan en la riqueza”.

Manrique nos cuenta cosas muy interesantes de las compañías discográficas de Nueva York, que “se alejaron de los nuevos grupos neoyorkinos como si tuvieran la peste. Solo Kiss –modelados por CASABLANCA RECORDS con destino al público lector de cómics Marvel”, [escribe el autor]- dieron el salto, convirtiéndose en figuras populares por todo el país. Las grandes empresas norteamericanas [estaban] inclinadas hacia lo masticable, hacia lo que menos ofenda a la mayoría silenciosa”: ello nos aleja de la aprehensión del “absoluto iconoclasta”. “EL ROCK ES LO QUE TÚ QUIERAS”, afirma el gurú musical, hasta “un producto comercial” y “un engaño”: lo expresa –como ven- con inusual sensatez. Agradecidos te estamos, Manrique: “Los punks londinenses están llenos de paradojas, como todo movimiento espontáneo en etapa de expansión. Predican la individualidad pero muchos son simples adolescentes en busca de una identidad prefabricada”, te suelta con elegante desparpajo, se queda más a gusto que cagando, te deja a la intemperie.

Cómo me pone este libro, joder. De qué va el rock macarra es una procesadora del desencanto. Como los punks londinenses de los 70, tenemos paradojas pa cená, rezamos padresnuestros de paradojas. En el soberbio capítulo “En los sobacos de Madrid”, se habla del desarrollo del punk rock en nuestro país desde la muerte de Franco. En Madrid se respira “marginación” y “supervivencia milagrosa […]. De ahí que estos grupos mueran  y nazcan cada día, desaparezcan por largo tiempo de la circulación –la mili u otra ausencia voluntaria- y cambien constantemente de miembros”. Un “rock bronca”, “inconsistente” y “confuso”, concluye el autor, sin echar más leña al fuego y ni falta que le hace. Manrique no pide permiso. Sólo hay orgasmo intelectual, cuando te dejas arrasar por la idealización de lo chungo. Cuando las peras en escabeche te meten un hostión. Después, te repasas todos los grupos del apéndice, te encuentras con la tía del bar y regresas por el trampantojo de atrás a Silvestre y a Naya, que te desean prosperidad, claro, y tras pasar por la casilla de Hesse (y sin cobrar las 20.000 pesetas), regresas al punk rock y a sus cosas, si es que alguna vez te habías salido de ellas [LARGA PAUSA], majjjjjjjete.

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