Texto y fotos de P. Sáez

Tiene nombres mil
Atenas está llena de pollas. Cualquiera que la haya visitado lo sabe. Vergas de múltiples tamaños y colores, la mayoría esmeradamente ornamentadas, penden a cada paso que uno da por los barrios turísticos. Y es que resulta que son el principal souvenir de la ciudad, falos de madera decorados seguramente a mano en tonos llamativos a los que sólo la conveniente pieza metálica incrustada en el lado opuesto al glande convierte en abrebotellas y no en el muestrario de un sex-shop psicodélico.
Lo que parece una excentricidad más de la industria del viajetreo inane del capitalismo tardío cobra de repente un sentido profundo y espiritual cuando te cuentan que se trata de un homenaje al dios Dionisos. Un dios que fue desterrado en los albores de la gloriosa cultura occidental en un gesto estético y político que en cierto modo supuso la fundación de ésta como bien nos explicó Nietzsche. Porque Dionisos era el dios de la liberación de las pasiones, del desenfreno, del exceso carnal, de la embriaguez… de toda esa irracionalidad placentera y a veces autodestructiva, y en ningún caso sólo “del vino” como suele decirse de Baco, su remix romano, en una versión pacata de la mitología. Pensémoslo bien, los griegos sacralizaron no ya meramente la borrachera o la jarana, sino también el estar endemoniados –arrebatados por el daimon– de alcohol y lujuria; dignificaron el abandonarse y dejarse llevar cuando se les ponía “el alma pirata” a la que cantaba Rubén Pozo (el bueno de los Pereza). Esto permite entender por qué también era el dios del teatro, que también es extravío y salir de uno mismo y ser otro para quienes lo practican y un poco para los espectadores que se conmueven con emociones ajenas. Y a su vez éste es el motivo, fantásticamente explicado en el texto de Jorge Larrosa Sobre venenos y antídotos (uno de los capítulos del libro La experiencia de la lectura), por el que Platón consideraba a los poetas perniciosos y merecedores de la expulsión de su ciudad ideal: con sus obras eran capaces de inducir la experiencia de no ser uno mismo, de fragmentar o multiplicar la identidad aunque fuera por un rato y generar así dentro de los individuos una suerte de caos dionisíaco poco conveniente cuando lo que se buscaba era que todos acabaran acatando y representando sólo el papel que les correspondiese en un orden social fuertemente jerarquizado. El destierro de los poetas es el destierro de Dionisos, decretado por Platón en favor de Apolo (dios de la armonía, la mesura y la razón) y según la genealogía nietzscheana el origen último de la relegación que ha sufrido en nuestra cultura toda la dimensión corporal, pasional y extática. Se inicia con el desprecio platónico de lo sensible frente a lo inteligible, se confirma con el monoteísmo, que convierte en pecado todo lo que Dionisos santificaba, y colea hasta una actualidad en que, a pesar de la imagen relajada, hedonista y desprejuiciada que nos gusta darnos de nuestra época y costumbres, la fiesta, los excesos y determinados placeres siguen revistiendo un carácter canalla, devaluado y en ocasiones vergonzante, muy alejado de la elevación con que este tipo de experiencias eran concebidas por los antiguos griegos.
La estatua de la fotografía, una pieza del Museo Arqueológico Nacional de Atenas de la que no me molesté en retener más detalles, bien podría ser una alegoría de toda esta historia. Un Dionisos capado, la castración de nuestra civilización toda. Tienen ustedes suerte de que yo no sea freudiano, porque ahora me pondría las botas y el texto se pondría insufrible. En vez de eso volvamos a las tiendas de recuerdos. Ahora se entiende por qué la idea de los abridores es perfecta y, como decía, cargada de espiritualidad; de todos los utensilios cotidianos de los que un pene podría ser mango, haber escogido precisamente el abridor de botellas demuestra una enorme sensibilidad poética. La comunión definitiva entre la carnalidad y la embriaguez dionisíacas hecha menaje del hogar. En el cruce de caminos de la historia los atenienses se redimen con esa profusión de pitos.
Yo por supuesto adquirí el mío, un bonito cipote de quince centímetros de largo –sin contar la pieza metálica– y cuatro de grosor, pintado de azul claro y con el dibujo de tres efebos desnudos regalándose atenciones. Ahora cuelga en un lugar privilegiado de mi casa como una reliquia o un amuleto, como cuelgan los crucifijos en otras casas.

Señor, suélteme el brazo
De todos los personajes históricos que dio la antigua Atenas sin duda el más celebrado en la actualidad es Sócrates. Es el nombre que aparece indefectiblemente en todos los free tours, en las narraciones de las IA’s de las audioguías y de los guías de los tours a secas. Sólo Pericles goza de un predicamento similar, pero entre los filósofos no hay ninguno que se le aproxime. Lo que no deja de ser curioso dada la muy curiosa figura de Sócrates en la historia de la filosofía: un autor sin obra, cuyas ideas conocemos sólo por el relato de otros, que sin embargo es presentado a la gran masa turistificante y por muchos manuales como el padre fundador de ni más ni menos que toda la civilización occidental. Ya aquí aparecen varios problemas, el primero el de qué carajo sea eso de la “civilización occidental”, o dicho de otro modo, el de qué tienen en común un tipo que viviera junto a un Mediterráneo con olor a cabra en el siglo IV antes de Cristo, un monje de las islas británicas de la alta Edad Media, un naturalista estadounidense de la primera mitad del XIX y un muchachito matriculado en alguna universidad de la Unión Europea en los años veinte del XXI (la respuesta es difícil, pero podemos estar casi seguros de que tienen mucho más en común los tres primeros entre sí –y con un escriba babilonio, un artesano de la Dinastía Qin o incluso un chamán del neolítico– que cualquiera de ellos con el último). Otro problema tiene que ver con el batiburrillo de referencias que el visitante casual se encuentra. Se nos cuenta que Sócrates vivió en aquella idealizada Atenas democrática de las asambleas públicas y horizontales, pero no que Sócrates no era un demócrata, como tampoco lo fueron Platón o Aristóteles. Ellos encontraban en el sistema en que vivían las fallas suficientes para considerar que el problema residía en el sistema mismo, no en su aplicación, y que ciertas modalidades de la aristocracia ofrecían mayores ventajas. Porque si algo estaba claro para esta santísima trinidad de la cultura occidental es que los hombres no nacen iguales, los hay que nacen estúpidos, los hay que nacen esclavos, y pretender ir contra este hecho natural imponiendo un sistema basado en una ficticia igualdad no podía traer nada bueno (después de todo igual sí son los padres de nuestra cultura).
La cuestión está en interpretar qué clase de figura era Sócrates. Nos han hablado de cierto Sócrates que trataba de redimir la polis de la ignorancia debatiendo con sus vecinos, estimulando la inteligencia de éstos con sus agudas preguntas para ayudarles a dar a luz la verdad que todos llevamos dentro, pero la realidad es que él evitaba activamente, activistamente, debatir con sus conciudadanos en el Pnyx, en el espacio donde ello resultaba en decisiones vinculantes para la ciudad; en lugar de eso el tipo hacía la guerra por su cuenta, abordando al personal en el ágora para darle la chapa con sus preguntas mientras hacían la compra o estaban a sus cosas. A uno no le acaban apodando “el tábano” así como así. Quizá, más que imaginarnos a Sócrates como un sabio venerable y pausado, lleno de sentido común, debemos considerar seriamente que el tipo fuese un iluminao en toda la extensión de la palabra. Su costumbre de andar interrogando a unos y otros sobre cuestiones filosóficas era literalmente una misión divina que había asumido tras interpretar uno de los siempre ambiguos dictámenes del oráculo de Delfos, que, dicho sea de paso, y como un estupendo guía español nos contó en las mismas ruinas del sitio, funcionaba de la siguiente manera: un sacerdote guiaba al interesado en consejo al interior del templo donde la pitonisa, ebria de gases emanados de la roca y hojas de laurel, recibía los designios del Apolo y ofrecía una respuesta inarticulada, un ruido gutural que el sacerdote interpretaba y a partir del que componía un poema que se grababa en oro. Ése era el vaticinio, un poema deliberadamente ambiguo que el sacerdote se sacaba de la mismísima manga y que el interesado tenía que interpretar a su vez (forzando el sesgo de confirmación) para extraer su verdadera respuesta o consejo. Pues bien, Sócrates decidió que lo que el dios quería de él es que pusiese a prueba con sus interrogatorios a todos aquellos considerados sabios en algún aspecto para demostrar, en primer lugar, que no eran tan sabios como todo el mundo creía, y en segundo que el más sabio era él por, al menos, ser consciente de no serlo. Magistral.
Y lo de que Apolo quería que dedicase a eso su vida lo llevó hasta las últimas consecuencias, ya saben, todo aquello de la cicuta. Una lectura desapasionada de la Apología de Sócrates, aun habiendo sido escrita por el mayor apologeta de Sócrates, deja claro que fue juzgado por cansino y por impertinente, un juicio político stricto sensu para acabar con su actividad pública de andar molestando a la gente, pero no tiene pinta de que nadie quisiera acabar con su vida por ello. Si por algo fue condenado a muerte fue un poco por cabezón, un poco por engreído y otro poco por fanático, pues, como es sabido, pudo optar por el destierro, pero entre otras cosas dijo que para qué, si iba a seguir haciendo lo mismo en cualquier otro lugar y causando los mismos problemas ya que consideraba su labor altamente valiosa además de refrendada por la voluntad divina.
Sócrates, el mártir de Apolo, recuerda a esos borrachos ya entrados en años que deambulan solos por la noche por las puertas de los bares o por las ágoras donde los jóvenes beben litronas buscando cualquier excusa para acoplarse a un grupo y darle una turra infernal que suele ser una mezcla de obviedades, repeticiones en bucle de una misma idea, mensajes conspiranoicos y balbuceos. Al igual que a esos borrachos, el último chupito lo mató.

Al fresco
A pesar de tratarse de una capital europea del siglo XXI en Atenas la naturaleza no ha sido completamente sepultada. Frente a la loma donde se alza la Acrópolis se encuentran la colina de Filopapos y la de Pnyx, dos elevaciones que en realidad forman parte de un mismo relieve rocoso. Aunque están pegadas al área más turística de la ciudad se puede pasear por ellas con bastante tranquilidad (en ausencia de terrazas y tiendas y con un camino cuesta arriba las aglomeraciones desaparecen súbitamente), prueba de ello es que allí uno se cruza con lugareños dando una vuelta con sus perros.
Como mínimo para cualquiera que proceda de la mitad sur de España el paseo es agradablemente familiar. La colina de Filopapos por momentos podría parecer un parque, pero no es diferente a cualquiera de esos cerros que se encuentran a las afueras de tantos pueblos y ciudades por los que la gente sale a andar cuando baja el sol. La misma piedra caliza, los mismos olivos, algún pino extraviado.
Hay algo de reconfortante en el hecho de comprobar que el escenario de tantas historias míticas, de tantos mitos históricos, no es ninguna tierra exótica y rara, sino en lo fundamental parajes idénticos a aquéllos de donde uno procede, que por vistos y vividos fácilmente resultan anodinos o mediocres pero que a la luz de la imaginación atenta de turista adquieren una dignidad renovada. Es posible no sólo figurarse más nítidamente cómo fue la vida de todos esos filósofos y poetas sino también identificarse un poco con ellos al considerar que sus días discurrieron entre unos paisajes, olores y temperaturas comunes. Un medio ambiente compartido que inmediatamente lleva a cuestionar ciertas ideas o imágenes preconcebidas acerca de qué era un filósofo antiguo.
Cuando cualquiera piensa en la figura del filósofo lo primero que surgen son nombres como Sócrates, Platón o Aristóteles, son los que le suenan incluso a quienes no han llegado a cursar ninguna materia específica de filosofía durante su formación. También inmediatamente se acude a cierto imaginario del ensimismamiento y la soledad como el que traslucen obras como el El pensador de Rodin o Filósofo en meditación de Rembrandt. Todo apunta a que esta asimilación es simplemente errónea. Nuestra imagen de los filósofos griegos está contaminada por toda la tradición posterior monacal, ascética e individualista: estudiosos en torres de marfil que se alejan del mundanal ruido para elaborar obras personalísimas fruto de una profunda introspección. Pero sabemos de la continua presencia pública de Sócrates, también de la costumbre de otros ilustres atenienses de reunirse para filosofar y debatir; todo ello quedó glosado por Platón (El Banquete, ese gran botellón en casa de Agatón, es el mejor ejemplo) en textos que no en vano son eminentemente dialógicos. También al raso enseñaba Aristóteles, y además en movimiento, pateando de aquí para allá con sus discípulos, sin olvidar las quedadas de Epicuro y sus amigos en su jardín para tomar algo y arreglar el mundo. El filósofo griego, pues, no era un ser solitario y retraído, sino un auténtico animal social, y la filosofía griega en lo fundamental fue concebida al aire libre, algo que seguramente no pueda decirse de ninguna de las posteriores, con excepciones notables en casos como el de Rousseau o Nietzsche (y aun así éstos claramente pensaban en soledad).
Debió de ser la occidentalización de la filosofía occidental lo que produjo el cambio, es decir, su centroeuropeización y nordeuropeización, su desplazamiento del Mediterráneo hacia tierras más frías y lluviosas lo que la obligó a abandonar el exterior y la compañía para resguardarse en interiores aislados. Porque dile tú a un señor de la Baja Sajonia, de los Highlands o de Normandía que se pase gran parte de los días del año departiendo con los paisanos a la intemperie.
Lo cierto es que los filósofos de la Edad Media en adelante se van recluyendo progresivamente. Esto podría explicar el hecho de que la filosofía occidental se haga cada vez más subjetivista o solipsista. Hay cierto correlato entre el estar encerrado en casa y el estar encerrado dentro de la propia mente. Cuando un filósofo apenas sale de las paredes de su salón, celda o biblioteca es fácil que acabe dudando de si la realidad externa sigue existiendo o de si es tal y como la percibe tras la ventana. Cuando a uno no le da el aire es mucho más fácil que acabe divagando en exceso, poniéndose barroco oconsiderando seriamente si la realidad toda y su propio espíritu no serán sino una y la misma cosa.
En esto no hay diferencias entre la filosofía anglosajona y la continental, ambas se acabaron apropiando de los griegos anulando por el caminoel carácter distintivo que imprime el clima mediterráneo, o más bien ignorándolo como un ángulo muerto de la interpretación. Esto significa que un británico o un germánico quizá no puedan llegar a entender a fondo la filosofía griega. Habría algo así como una incapacidad de origen para atisbar cierta esencia de ésta a la que sí tuvieron acceso por supuesto Averroes y los sabios árabes de Al-Ándalus pero también Camus e incluso Nietzsche, que podría haber intuido alguna cosa tras conocer la costa amalfitana. A todo el resto de grandes nombres criados lejos del sol y el sur siempre se les habrá escapado algo que no está en los textos, que es literalmente contexto y ambiente y la sensualidad circundante a las ideas.
Paseando por Filopapos, por los restos del antiguo ágora en las laderas verdes de la Acrópolis una mañana tibia de invierno o entre los pinos del monte donde se ubicaba el templo de Delfos cabe preguntarnos: ¿Qué sería de nosotros si pudiéramos sacudirnos esa tradición europeizante y volver a filosofar acompañados y al aire libre, al sol de una terraza, a la orilla de los ríos, debajo de cualquier olivo? ¿Cómo sería hoy un pensamiento de puertas para afuera, que requiera vestirse para salir al encuentro de otros? La respuesta la tenemos a la vuelta de la esquina.

