POR LA CALLE DEL PÁRROCO DON EMILIO FRANCO. FERNANDO CASTILLO

Aquello de la cosmogonía que cabe en tan solo unos metros…

Por la calle del Párroco don Emilio Franco, el gris del asfalto parece más gris que el de las calles aledañas. La calzada, otrora empedrada, endurece los corazones de los peatones, se infiltra en ellos a través de sus pisadas. Hay otras calles que bajan en perpendicular hacia la avenida del Monte Igueldo, plagadas de todo tipo de gentuza que uno pudiese imaginar. Parecen escenarios dramatizados de películas macarras de mal gusto. Otras, como Martinez de la Riva o Arroyo del Olivar, tienen más entidad que la del Párroco don Emilio Franco pero, vaya usted a saber por qué, no tienen la misma enjundia. La calle del Párroco don Emilio Franco es, para mí, la Gran Vía de Vallecas que se aleja de la avenida de la Albufera para adentrarse hacia sus propias entrañas.

Agarrado al reticular cierre metálico del bar los Navarros, puedo entrever los primeros estragos del olvido. En el bar los Navarros pasaron muchas cosas, casi todas buenas. La chulería madrileña de su dueño —que dotaba de personalidad al local— fue legendaria los muchísimos años que estuvo al frente, regentando el negocio con una solvencia asombrosa y un desparpajo excepcional. El ventanal que daba a la calle del Párroco don Emilio Franco siempre estaba entreabierto porque él tenía que fumar, y tampoco era cuestión de que se formara mucha humareda en la barra y diese el cante. A sus parroquianos no nos importaba que fumase, incluso nos gustaba. Le daba una calada al cigarro y después lo dejaba apoyado en la estantería de los vasos, al lado de alguna botella, o en el borde de la cámara donde se enfriaban los botellines. No se escondía para fumar, pero era astuto. Sabía que en cualquier momento podría entrar un gilipollas que no fuese parroquiano y buscarle las cosquillas con aquel asunto. Su chulería arrogante embravecía a los rebeldes e intimidaba a los mojigatos.

En el bar Los Navarros no era necesario prestar especial atención a la cuenta de lo que se hubiese consumido, pues estábamos entre hombres de honor; un honor ganado a pulso tras muchas jornadas en las que poder demostrarlo de la manera en la que se demuestran las cosas: sin tener ninguna necesidad de hacerlo. Autenticidad.

Agarrado al cierre metálico, contemplo la barra vacía —alguna botella al fondo—, las sillas vueltas del revés sobre las mesas, la puerta del reservado donde comíamos los clientes VIP. Allí, en ese pequeño subcomedor —apenas dos mesas— se recreaba el aire de intimidad necesario para conseguir el ambiente de confidencialidad que tanto valorábamos. Allí podíamos hacer lo que quisiéramos, pero nunca fuimos más allá de lo que cualquiera hubiera hecho. Es lo que tiene el gen vulgar. Tampoco nos fue necesario. Hay que respetar incluso cuando te dan manga ancha. Amigos, pero el borrico en la linde, como dice el refrán manchego.

Tenía especialidades gastronómicas y espirituosas. Le germinaron ya de viejo, al bar, digo, y a su dueño también. Quiso reinventarse sin tener necesidad de tal renacimiento. Consiguió que le publicasen un artículo en un periódico de tirada nacional, en el que exponían su gastronomía excelsa y su autenticidad como bar de barrio. Se sumó a la moda de la modernidad vintage, esa curiosa paradoja que nos ofrece como excepcional lo que tiempo atrás señalaba como vergonzante. Artificios de los gurús del márquetin, que nos tratan como tontos y, casi siempre, aciertan.

https://www.larazon.es/madrid/planes/20211223/2ivroqmqdzcmjdsbturdkhhkua.html

No se crean todo lo que pone ahí. No se crean ni siquiera una mínima parte. Si algo fuese cierto, es por coincidencia de quien dice muchas cosas y acierta en alguna. El periodista que haya escrito eso—un tal Andrés Sánchez—no ha conocido el alma de ese bar, sino tan solo su piel tardía, su pose impostada.

En cualquier caso, lo de su autenticidad como bar de barrio es cierto, aunque dudo mucho que Andrés Sánchez haya acertado sino por pura casualidad. Las delicias gastronómicas las desarrolló en los tiempos modernos, quizá después del propio artículo, pues históricamente no había más especialidad allí que los botellines fríos y la carne «al fairy» como la bautizara Mesié de Condemore, muy asiduo parroquiano y deglutidor de la carnaza verdiamarilla de tales raciones. El valor del bar los Navarros trascendía a sus productos. Su realidad macarra y envalentonada junto con los botellines —siempre fríos y con tapa— no requerían de artificios.

Pero no es menos cierto que cuando fuimos a pedir explicaciones de su intervención en la prensa, nos ofreció una ración de callos regados con un buen champan, que estuvieron deliciosos. Ahí nos hizo dudar. También le dio por servir vinos de categoría y ginebras premium con tónicas laureadas. Las mezclaba realizando muchas filigranas, ayudándose de unos artilugios recogidos en una bandeja de metal, que parecían sacados de un quirófano.

También añadió a su carta el cocido, con un resultado muy aceptable. «Cómete la carne, hijo de puta, o te parto los dientes» voceaba con energía uno de sus camareros, búlgaro él, a un hombre viejo con gorra que removía demasiado la sopa. «Cómete la carne…», insistía a voz en grito, acompañando el verso de amenazantes ademanes con los puños. Ese fue el último highlight que se prendió a nuestros corazones, como se prende el primer beso, allá en la adolescencia donde todo es furor y expectativa, tatuando el corazón por dentro para no borrarse jamás.

Al día siguiente, aquel local se oscureció para siempre. Al gallardo tabernero le explotaron las piernas en varices y todo se volvió gris, como el asfalto de la calle del Párroco don Emilio Franco. Toda una lección de vida, como tantas y tantas que se fueron agolpando entre humo y taburetes, entre decibelios y empujones, entre complicidades, quiebros y requiebros que serían muy extensos de relatar. Sirvan están líneas de introducción y lanzamiento de la imaginación del lector.

Desprendo mis manos del cierre metálico y camino despacio, cabizbajo, por la calle del Párroco don Emilio Franco, donde se respira aire de luto, donde los sentimentales como yo volvemos la vista atrás tratando de vivir de los recuerdos, por lo recuerdos y a través de los recuerdos. Así somos los ingenuos.

Una respuesta a «»

  1. conozco eL siTio, conozco sú coZina & cómmo NÓ á sanTi, TAMBiÉM!!! GRAMDE pérdida, Trás sú zierree; pero hé dé dezir qué háy oTro «Lós NAVARRO’s» á Lá vueLTa dé Lá esquina qué siTa ém Lá caLLe dé Lá sierra dé aLcaráz, 35 (dé Lá separazión pazífica dé ambo’s, samTi & javi) qué quiTa eL senTido

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