Imágenes: Ana Muñoz. Texto: Fernando Sánchez.
A Concha y Demetrio. Con todo nuestro cariño.

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Una de las canciones top de la banda norteamericana Deftones (Sacramento, 1988) lleva por título Be quiet and drive (far away), de 1997.Es un tema evocador, repetitivo, pleno de armonía, es un incensario. El frontman Chino Moreno nos comenta que no siente la ciudad como algo suyo, que quiere irse lejos de allí. El predicado topológico consiste en una pequeña introducción y la insistencia en una idea a lo largo de ese intervalo de emoción (largarse muy lejos, no le importa dónde). Moreno y sus colegas tocan en una nave muy amplia, sucesivos vanos la abren al exterior a través de una aceleración de carácter rítmico, el suelo está encharcado (hay una manguera que aparece y desaparece, al fondo del local, que anega la superficie). Moreno enfatiza sus movidas, se puede retener un mensaje unitario.

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“El otro y su alteridad [explica Agustín Fernández Mallo] lo hemos definido en Occidente como un agente extraño, absolutamente separado de nosotros hasta que lo hemos traído y lo hemos expuesto como monumento estable para el goce y disfrute de nuestra cultura. Pero ya pertenecía a nuestro mismo paisaje, siempre estuvo en el mismo espacio continuo, que es todo el espacio sustrato: el otro es también una singularidad que, como nosotros, aparece […]. Son lugares construidos ya inicialmente como espacios continuos, netamente continuos, en los que en esa continuidad de pronto puede aparecer una singularidad, un apunto atractor, una intensidad, una catástrofe que –y esta es una de las novedades de esa visión- nunca se halla desconectada del espacio continuo, nunca rompe el espacio para generar ahí un vacío, nunca genera un gap […]. Es por ello que la así llamada fragmentación (puntos o zonas singulares desconectadas de un paisaje) que se le atribuye hoy al espacio social, cultural o a internet, y en particular a algunos de sus productos culturales, no es tal” (Teoría general de la basura, Galaxia Gutenberg, pp. 104-105). De esta forma, la ciudad no deja de ser es un anhelo rodeado de muros. Los muros son un continuo humano de serie. En consecuencia, no hay deshumanización. La soledad y sociedad del bloque de trece plantas trae consigo esas nociones de pseudovecindad.

3
“Los protestantes tienen su zona de murales y los católicos, la suya. Están separadas por puertas que cierran todas las noches” (afirma Ana Muñoz, sobre la condición del concepto “barrios de Belfast”). Es una idea muy deftoniana. Sienten (parte de) la ciudad como suya, un espacio en el que lo lejano y adyacente se hibrida, se organifica. El mensaje, ergo, se consolida. Los Acuerdos de Viernes Santo (1998) son el trasunto de esa nave anegada, gris, sombría, con aperturas a los lados. La concepción del yo o la descarada tendencia al yoísmo descansa en las espaldas del otro o del residuo lo que hay detrás de la pared. Entregarnos a la alteridad supone que la noción “Belfast” sea o deba ser en sí muy lacaniana también.

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La repetición es el reflejo neobarroco de la honestidad (y de la intensidad). La complejidad de la iteración y la topología de carácter musical no habrían de aplicarse a los murales de Belfast porque ya se han implementado ellas solas como rizomas asignificantes (no necesariamente sin significado). El ritmo y la progresividad hacen que del entorno supure esa incómoda y tal vez falsa sensación de desarraigo y a la vez esa lejanía a la que acudir (far away), al calor de esos preceptos lineales amasados por Fernández Mallo. El espectador queda atrapado entonces en esa performance. “Plegar-desplegar, envolver-desarrollar son las constantes de esta operación [unidad de las artes], hoy en día como el Barroco”, afirma Gilles Deleuze (El pliegue, Paidós, p. 159). Al final, resulta que “el otro” está detrás de la pared, como el vecino del sexto, por ejemplo. No hay reciprocidad más atiborrada, como sobreviene en el mensaje circular y desplegado de Chino Moreno.

5
Chino Moreno decide tocar en estático, no existe posibilidad real de movimiento, es una especie de cárcel mohosa que ofrece algunas veredas al exterior y algunas verdades del exterior. En cierta medida, la insistencia en los acordes y el trabazón de la estructura me recuerda al Anger, de la banda de Los Ángeles Downset (Los Ángeles, 1994), sostenido al comienzo por un repetido “Anger, hostility towards the opposition” (16 veces, Anger 4 veces más). Jodido y muerto será la forma en que camines, te cuenta Rey Oropeza (te dice que la policía de Los Ángeles mató a su propio padre). En la autopsia de la ciudad de Belfast se observan patrones postpoéticos que optimizan gestos y refuerzan la (des)identidad. No hay postales ni recordatorios, es una ciudad que duele y que huele, bajo los más de 100 denominados “Muros de la paz” entre protestantes-unionistas (Ulster, partidarios de seguir en el Reino Unido) vs. católicos-republicanos (partidarios de la unión con la República de Irlanda). En consecuencia, Belfast parecería ser asimismo muy animista, fenoménica y heterotópica.

6
Tomando como referencia los cimientos de la sintaxis de la turbación, Fernández Mallo incide en el concepto de lista: “aquello que permite obtener información sin tener que recuperar para ello otros fragmentos. Así, hoy la lista es la única unidad coherente a la que podemos aspirar a la hora de organizar y ver el conjunto; podría objetarse que toda lista es limitada, pero también es mucho más rica que la información secuencial, pues nos permite leer de izquierda a derecha, de abajo arriba o a saltos, y esa <<proximidad virtual>> de elementos alejados permite crear cada vez un discurso nuevo originando prácticamente infinitas combinaciones y posibilidades” (Postpoesía, Anagrama, 2009, p. 120). Belfast es espacio narrativo, emulsión de luz y de sombras (organobarrocas), de cerrazón y apertura. Belfast deja entrever repetitivamente, es conflicto irresoluble, epítome de muerte, homilías, mítines, nacimientos y entierros.

7
Las ganas del propio retrato descansan en la idea de repetición de patrones, reflejo de los mismos hábitos. Lo extraño no es el muro, lo raro y espeluznante (homenaje a Mark Fisher, véase) es alarmarse después de esa amalgama de muros. Reflejo de los rudimentos de la poesía repetitiva -y de las maravillas de la epífora-, los muros son habituales, tanto como la mala educación o comerte un bocadillo a las 12 de la mañana. Somos animales de costumbres y, por lo tanto, somos animales barrocos y llenos de curvas. No parece que haya que llegar tan alto para aproximarse a un objetivo que no ha sido propuesto. La altura recorrida se multiplica por la distancia reconocida en cada lateral, entre la maleza y las casas que quedan como en éxtasis en el interior del ecosistema fractal. En el tránsito de Ana Muñoz reside el éxito, en esa yuxtaposición de geometría, de lo orgánico, de lo mecánico y de lo mediático. Y de lo sensible, la cualidad que le termina de dar a la cosa esa apariencia tan cartilaginosa, tan maleable. No hay nada más lejano (y más necesario, accesible) que lo que hay al otro lado del muro. Belfast no es un punto en el paisaje. La paradoja reside mismamente en la propia y hermosa hemostasis. Pasan rápidas las cosas. Se van y no les importa dónde.

