SOBRE «DEPRISA, DEPRISA» (DE CARLOS SAURA). FERNANDO SÁNCHEZ

Un hombre llamado Barry Godber diseñó la portada de un álbum de King Crimson titulado In the court of the Crimson King (1969). Godber, que era programador informático, falleció de forma prematura (24 años), poco después de la publicación de ese icono mediático del rock progresivo. Fue su única pintura, eso dicen. 21st century schizoid man incluye dos dibujos, el de un hombre doliente y el de una entidad siniestra (in)visible. Si abres el libreto del CD, aparece una relectura del Cristo Salvator Mundi: la fractalidad toma como sustento por lo tanto la tragedia de lo cotidiano. En el intestino delgado de ese espacio carmesí, hay -entre (sólo) nosotros-, un sentimiento de intensidad, una dosis de espiritualidad, tiene un punto inquietante y resulta ser muy performativo.

Entonces empecé a dar vueltas a todas esas cosas a lo largo del revisionado del film Deprisa, deprisa (Carlos Saura, 1981). La película de la que les hablo es, en mi opinión, un docudrama de carácter postpoético (en este caso, la anexión a la taxonomía genérica de cine quinqui no deja de ser un caso flagrante de reduccionismo). En ella, un par de elementos muy consistentes y muy básicos coexisten (malviven) en una escenografía profundamente zombificada que aúna de forma indisoluble e irrepetible el concepto de extrarradio (de Madrid) y la secuela de la (no) interpretación de actores no profesionales. “La mirada de Saura a los límites de la ciudad de Madrid es más cercana al realismo social que al blockbuster. Posee una vocación más documentalista [que las aproximaciones de de la Loma y de la Iglesia], a medio camino entre el realismo italiano y el western crepuscular. Este conjunto de características […] ayuda a comprender el paisaje de las afueras de la ciudad de un modo mucho más sensible que sus producciones, estableciendo un diálogo más íntimo con el mismo”, afirma Iglesias Palomares (1).

Calle Felipe Álvarez (fotograma de «Deprisa, Deprisa»).

Los extrarradios por los que Saura transita llegan a ser espacios guarnecidos de un elevado grado de abstracción: la desolación marciana, el culto a lo estepario, las escombreras por metro cuadrado, la metáfora del desecho humano como despojo de un área central(izada), la consternación y la agorafobia encubierta conforman un modelo abrumadoramente conceptual. Fernández Mallo define “extrarradios” como “franjas donde el tiempo se suspende […], abandono, ruinas o bien procesos en formación […], una nueva realidad que parece que nunca hubiera tenido hasta entonces una expresión artística, aunque siempre estuvo ahí. De ahí que la postpoética aspire a no poder ser definida, sino sólo mostrada […]. En el límite de la poesía y de la ciencia, allí donde se juntan ambas para dar lugar a un extrarradio, se alcanza el grado cero de la poesía clásica, y esta conjunción da lugar a objetos extraños y en cierto sentido más abstractos y bastardos que las partes que lo componen” (2).

Saura ejerce muy postpoéticamente: deconstruye las evidencias, se sustenta con bríos en un pragmatismo sin red, es causa y efecto de la alquimia de la hipertextualidad en conexión con el receptor que asume la propuesta cinematográfica. Dentro de Deprisa, deprisa, un automóvil cualquiera adquiere consistencia de alto standing como dispositivo excepcional de profundidad topológica, como vínculo de contacto entre lo central y las afueras, es asimismo domicilio particular en esencia tecnológico, que hoy podría entenderse desde una perspectiva hasta cierto punto retrofuturista. El coche de Saura (en este caso, Seat 131, Seat 124/1430, Seat Ritmo, Renault 12 o Seat 132) permite permear el espacio de borde, de frontera, es por lo tanto un heterodoxo periférico móvil. Al comienzo del film, la cámara recorre un aparcamiento saturado en la calle Colombia. Después de esa declaración de intenciones, inmediatamente después del acto del robo del Seat 131 blanco, Pablo (el protagonista, José Antonio Valdelomar) se dirige al Sebas (José María Hervás) y le dice “deprisa, deprisa”: tampoco es casual que él se haya expresado de esa manera en el interior de un automóvil como los demás, aunque muy representativo del parque automovilístico español de entonces. Ojo pues al 131.

Calle Felipe Álvarez (elaboración propia, agosto de 2025).

“Es en el límite entre lo rural y lo urbano [afirma Domínguez] donde han florecido algunos de los personajes más agresivos y pendencieros de las ciudades. Esta difusa frontera  entre lo urbano y lo rural ha sido, de hecho, el ecosistema del quinqui, esa figura tan en boga en los tiempos actuales […] A mayor centralidad, siempre hablando en términos generales, la agresividad de los habitantes disminuye […]. En Deprisa, deprisa […] el paisaje urbano y rural  se entremezclan de continuo, de modo repetitivo, hasta la saciedad”. Entonces yo debo pensar que la consideración sauriana del vehículo no ha quedado establecida y sellada burdamente en torno a un medio de transporte: no es otra cosa que la percepción estructural de la realidad mutante del objeto a manos de su director.

Consciente o inconscientemente, Saura se había acercado al denominado “Cine-ojo”, del cinesta/teórico/documentalista soviético Dziga Vertov (1896-1954), que rechazaba el guion y el papel de las estrellas y se bañaba en la ausencia de preparación previa, en aras de una mayor objetividad, simplicidad y sencillez. En referencia a los estertores de los 70, Berruguete (4) habla de la transición urbanística de Madrid, de un tejido urbano caótico y empobrecido, de enormes bloques de ladrillo [visto]. La profesora hace referencia asimismo a los documentales de carácter social de Tino Calabuig de 1975 (Orcasitas, El Pilar, el Pozo del Tío Raimundo), al colectivo Cine Polans (películas en súper-8 entre 1976 y 1977) y por supuesto, a las iniciativas del fotógrafo Javier Campano (hacia finales de esa década), del que comenta que le gustaba salir por su cuenta y sin nada prefijado.

Detalle de la calle Felipe Álvarez (elaboración propia).

Es alrededor de este contexto de resabios situacionistas y después la edición de films quinqui de calado como Perros Callejeros (José Antonio de la Loma, 1977) o Navajeros (Eloy de la Iglesia, 1980), cuando tiene lugar el alumbramiento del film de Saura. Es una película documental exenta de adornos y de pretensiones deontológicas. Hay mucho del realismo sucio en su narrativa (Carver, Bukowski, por ejemplo). No hay motivo aparente para elogiar la interpretación, lo mejor que se puede hacer es permanecer con la avidez que se requiere en esta coyuntura para asimilar la representación del drama mismo. Desprovistos de cualquier guarnición entonces y de cualquier mierda por asociación, no se sabe nada de los 4 personajes ni de su tejido familiar o social, los jóvenes son el resultado espeluznate de un proceso de zombificación, Saura los ha transformado en autómatas y robots (la pretensión moralizante se sustituye por la idea del todo zombificante, algo más aséptica, desadjetivadísima, siempre y definitivamente más alienadora).

La película da comienzo en la calle Colombia con la sustracción de un vehículo, un histórico 131 como ya he mencionado, como podía haber empezado en el paseo con los caballos por las afueras de Madrid o en el asalto al banco de la glorieta del Campanar (en el barrio de La Guindalera). La trama es absolutamente lineal o deliciosamente abstracta, ni siquiera hay erotismo o atisbo de entrega sin límites entre el protagonista y su compañera, a pesar de que dicen o insinúan que se quieren mucho. Parece que ello da igual. La deconstrucción es absoluta. Por encima del afecto impostado a los demás, ni siquiera planteando el tema de la camaradería que podría llegar a existir entre esos 4 colegas, está muy bien constituido el amor a ellos mismos como compartimentos estanco inertes.

Calle Felipe Álvarez (elaboración propia).

Domínguez afirma que el macarra sub-urbanizado de los 70/80 es “eminentemente masculino” (5) –en la película, son 3 hombres y una mujer los que cumplen con esa ratio-. Los 4 delincuentes de Saura roban y matan como el que baja a por el pan (exhiben la misma emoción y las mismas dudas del que paga en la propia panadería). Cuando no hay ni educación ni intelecto, comenta Domínguez, todo se cimenta en torno a la fuerza bruta y a la idea de picaresca. Y Saura lo lleva hasta el paroxismo en su film mediante esa muy consciente frialdad y profilaxis de sus personajes/mínimo común múltiplo, que en ocasiones actúan y se desempeñan como auténticos bloques de hielo en un feísmo de manual.

El antropólogo hace referencia al criminólogo Rafael Salillas, que “entendía que la picaresca era propia de lo que denominó la <<psicología del nomadismo>>: carecer de un lugar fijo en el que vivir induce a las personas a conducirse de un modo inmoral” (6). En definitiva, los protagonistas del film (ella, de Alicante y al menos dos de ellos, delincuentes reales reclutados en la madrileña Villaverde) se han familiarizado con la violencia, inmunes como vemos al dolor propio y ajeno. Todo es (o parece) prematuro, pero ¿qué es en puridad lo esencialmente prematuro? Como explica Domínguez, la amoralidad no es reconocida hasta el advenimiento de la madurez. En consecuencia, los jóvenes de Saura no se creen responsables de nada, no asumen otra cosa que no se encuentre cimentada en el radio de acción de su modus operandi, que consiste en lo primordial en divertirse y ganar dinero fácil a base de atracos y homicidios -para escapar de su propio marasmo del que sí son conscientes, obsérvese el viaje nocturno, largo, tedioso, a una playa de Almería-. Las criaturas José Antonio Valdelomar y Jesús Arias (Meca) fallecen en la vida real a los 34 y 32 años respectivamente, después de la digestión del ominoso cóctel compuesto por la cárcel, la heroína, la delincuencia y el SIDA.

Calle Felipe Álvarez (elaboración propia).

¿A qué o a quiénes tienen miedo los protagonistas del film entonces? “El zombi […] también se muestra como un claro poder discursivo y deconstructivo [escribe Fernández Gonzalo], ya que rompe con el texto antropológico que define lo humano y, a través de la ficción, hace estallar el marco de nuestra propia condición identitaria, altera las preguntas, establece nuevos códigos morales que permiten reformular los que ya hemos  asumido como pertenecientes al orden de nuestra ficcionalidad […] La obra de [George A.] Romero reconvirtió el miedo al zombi precedente, miedo al automatismo y al otro (otro que nos controla), en esa potencia abstracta de nuestra propia irracionalidad, del hambre. Ahora el miedo es hacia nosotros mismos, ese otro que me habita” (7).

Saura ha engendrado de forma truculenta 4 sujetos sencillos (4 amateurs) y tomándolos como base ha desarrollado 4 complejos (y científicos) predicados bajo el manto híper realista/costumbrista de esa aparente zombificación y robotización de lo banal. Les comento que se trata de una concepción estéticamente un tanto rudimentaria, pero intelectualmente, muy revolucionaria. La propuesta narrativa –experimental, empírica- arrincona el guion, acentúa al carácter monológico (los secundarios, de tan secundarios que son, parecen cuaternarios) y dialógico a la vez en tanto en cuanto se plantea de forma implícita si es el sistema el que corrompe o si prevalece en cambio la asunción de las propias y exclusivas responsabilidades.

Calle Felipe Álvarez (fotograma de «Deprisa, Deprisa»).

“Más que dominación [explica Fernández Gonzalo] lo que encontramos son acumulaciones, reiteraciones, réplicas meméticas, estrategias de zombificación que operan a nivel global y que, en último término, no tienden a igualarnos, sino que persisten en la brecha diferencial que fragmenta la sociedad global” (8). Existe por lo tanto la exaltación de la subjetividad en referencia diáfana a un solipsismo extremo, desde que los 4 jóvenes comprenden que no pueden ser libres en un mundo en el que no se puede estar emancipado, hasta los huevos de producir fragmentos de realidades que no van a ver ni con las que tienen nada que ver.

Subyace en el film la reflexión clásica stirneriana sobre el trabajo –una sociedad que no les satisface y les esclaviza porque no les suministra más que curro-. Lejos pues de la conciencia de lo otro, exentos de cortapisas familiares/tribales/laborales (que no aparecen por ninguna parte en la narración, como ya he mencionado), acuden a su propia conciencia (o falta de ella), objeto de ese relato obsesivo de la praxis por parte del cineasta oscense, sin colorantes ni conservantes añadidos. Se trata a fin de cuentas de una extraña serenidad asociada a la idea de lo “espeluznante” que plantea Fisher –Saura se halla pues en condiciones de acceder a las fuerzas que constituyen “la realidad mundana”-. Fisher redacta sus cosas en modo esclarecedor: el acceso a esos confines “en cierto modo, explica el atractivo particular” que trae consigo eso de lo “espeluznante” (9).

Calle Felipe Álvarez (elaboración propia).

Lo prematuro, según la RAE, es lo que concurre antes de tiempo (como la muerte de Godber, como las de 2 de los cuatro jóvenes de la Villa de Vallecas). Saura ha inducido al relato de lo prematuro como ser sufriente y como entidad siniestra e inexplorada, la puesta en escena del planteamiento de quién construye o de cómo se engendran esos robots a los que él pone en funcionamiento. Me viene a la cabeza un poema que se lleva por título “Otoño”, escrito por Mansilla (10): las moscas como seres incómodos y sucios proceden de ese a regañadientes existencial para transformarse en algo parecido a un autorretrato rembrandtiano que flirtea con lo perturbado: “las moscas son criaturas domésticas” [escribe el poeta], “prefieren morir en casa en vez de en la calle”, “cuando mueren las moscas nadie sabe adónde van”. En cualquier caso, no dejan de ser ellas mismas ejemplos paradigmáticos de ese atajo a la realidad mundana misma. Tampoco sabemos a dónde se dirigen los protagonistas anónimos de la cinta cuando palman, son considerados escoria social, están abandonados como el vehículo quemado en el extrarradio árido, infecundo y desesperante.

Hoy, en referencia a buena parte de esa pefireria de bloques, “el edificio por fuera sigue siendo de ladrillo visto y de toldo verde”, afirman Arboleda y Carbajal desde un “círculo metodológico” que enmarca ese tipo de cubierta “como fenómeno político, económico y cultural”. En sus digresiones, Arboleda y Carbajal hacen mención del cine quinqui: “dirigida por José Antonio de la Loma, Perros callejeros (1977) fue un éxito de espectadores en su estreno y marcó el inicio de lo que a la postre constituiría un género cinematográfico en toda regla […] A la narración del comienzo, [afirman], le seguirán una hora y tres cuartos de bloques de viviendas, descampados, fábricas y vías de tren, chatarra en las calles, chabolas con cuadra, interiores de papel pintado, jerga propia, y <<El Torete>>, interpretándose a sí mismo una década antes de morir de SIDA a los 31 años. FIN” (11)

Calle Felipe Álvarez (elaboración propia).

“Los barrios extremos de Madrid [comenta Trapiello] son hoy como la mayoría de los barrios extremos de cualquier parte. Antiguamente, cuando en Madrid había arrabales, esos barrios conservaban algo muy bonito: su carácter rural, calles estrechas, y nunca asfaltadas, casas de una o dos plantas (…). Ahora los bloques de pisos impiden ver los arrabales, y para cuando los bloques han desaparecido ya está uno en Segovia, en Toledo, en Guadalajara, en Burgos, muy lejos de Madrid” (12). Ángela (Berta Socuéllamos) abandona a su chico muerto, Pablo (que da la sensación en su cama de ser una versión moderna del Cristo muerto, de Andrea Mantegna) y desaparece en el ambiente nocturno, conmovedor y catártico del descampado vallecano (bloques aislados, fuegos fatuos, una farola deprimida, críos a la intemperie). No sabemos a dónde se dirige. Hoy, me hallo en la calle Felipe Álvarez y en sus alrededores. Ahora, es el turno de los centros comerciales y de la endogamia de las urbanizaciones de pensamiento único, de los parques/corralito, del macroconsumo en grandes cadenas, del desplazamiento sin mesura, de la polución, de la neo robotización: sumadas todas ellas se hace mención sin saberlo de la idea crimson de hombre afligido y de entidad mayormente funesta. Medité sobre ello en aquella calle, entre el tren y las casas, hace unos días. Es el momento postmoderno carmesí de moscas y de ladrillo visto, la tragedia (prematura) del espacio cotidiano.

BIBLIOGRAFÍA

(1) IGLESIAS PALOMARES, I. (2023): Madrid, terrain vague. Identidad periférica e imaginario audiovisual, U.P.M., p. 7.

(2) FERNÁNDEZ MALLO, A. (2009): Postpoesía, Anagrama, pp. 96-97.

(3) DOMÍNGUEZ, I. (2020): Macarras interseculares, Melusina, p. 19.

(4) CAMPANO, J. (2024): Barrios/Madrid 1976-1980. La fábrica. Comunidad de Madrid, pp. 9-12.

(5) DOMÍNGUEZ, I. (2020): Macarras…, pp. 17-26.

(6) DOMÍNGUEZ, I. (2020): Macarras, p. 26.

(7) FERNÁNDEZ GONZALO, J. (2011): Filosofía zombi. Anagrama, pp. 23-26.

(8) FERNÁNDEZ GONZALO, J (2022): Espectropías. El gallo de oro, pp. 110-111.

(9) FISHER, M. (2018): Lo raro y lo espeluznante. Alpha Decay.

(10) MANSILLA, J. R. (2025): Manual para sacar un conejo de la chistera, Mahalta, p. 22.

(11) ARBOLEDA, P. y CARBAJAL, K. (2024): Toldo verde. Postales de otro patrimonio, p. 142.

(12) TRAPIELLO, A. (2020): Madrid. Destino, p. 353.

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