Este otoño estoy rodeada de monte, pinar, retama, arbusto, ovejas preciosas, buitre, ciervo, corzo, zorro y jabalí. Territorios ignotos e inexpugnables como reinos acompasados, unos detrás de otros, con sus reyezuelos, su estampa adquirida hace siglos como si de reinos de taifas o serrallos se tratara. Todo sigue inmóvil, idéntico a su costumbre, a su fuero más vetusto en el devenir de los siglos. El sueño va sobre el tiempo, pero no flota sobre un velero de San Fernando ni la voz rasgada de mi amado Camarón se oye por estos lares. Hay mucho de inocencia interrumpida en esas horas donde todo está en silencio, cuando los pies se deslizan por los pasillos de un edificio solariego o aislado en un cerro subiendo la cuesta. Patio de colegio machadiano en este otoño decadente sin moscas que te recuerden a todas las cosas. Son conexiones que tienden algunas a desaparecer porque en el esqueleto del paisaje la voracidad está sustituyendo a la calma, al sosiego y a esas épocas más doradas o felices.

En una playa observo un precioso edificio que caerá en breve, sus ventanas desvencijadas están impregnadas de un olor a salitre increíble y de todo el que la habitó. El mar, el mar… ¡Qué bien se está cuando no se hace nada! Ese pajarico, ese sol del membrillo que nos deja una impronta pasada, con un lustre amarillento, casi sepia como dos enamorados retomando una cita, dos o tres que debían haber sido y no fueron. Costumbres, hábitos, cada reino en Mordor tiene los suyos y esa fisonomía casi salvaje la observo cada día: serranos, alcarreños, medio manchegos, manchegos. Tierras altas y medio altas. Si te lo cuento no te lo vas a creer, que me ha dicho que se ven a escondidas, que cuando sale la luna en la verja lorquiana del amor se hablan, se susurran, hacen gestos como cuando cae la lluvia, la nieve o el granizo destrozando la cosecha. Por su aspecto los conocerás porque van de propio, pero estos de los que voy a hablar se mueven en una estela de hace cuarenta y siete años. Para ellos el tiempo se detuvo. Se observan en una cocina con la mirada fija queriendo retomar lo que dejaron. ¿Quién no recuerda esas decoraciones underground que tienen tan buena publicidad ahora? Esa palabra vintage que ahora nos atenaza invadiendo nuestro idioma, lo arrasa todo por donde pasa. La dolorosa nostalgia, siempre la nostalgia no exenta de melancolía, pena o decaimiento y con un barniz brillante en blanco y negro o en color.

Adoro esta ópera prima de Garci porque me veo ahí, en esa casa, en esas habitaciones, en esas calles despertando a tiempos inciertos, pero desempolvándose de la oscuridad. Había negro, sí, mucho negro, aunque el color poco a poco tomaba forma. En ese reino de realidad y fantasía las costumbres y hábitos como en Mordor son alargados, idénticos al ciprés del cementerio del premio Nadal. No me canso de ver, analizar, paladear un tiempo que ya se fue y que configuró gran parte de lo que soy; tanto es así, que en estos tiempos me cuesta reconocerme, lo que nos rodea se nos hace ajeno o nos cuesta entender. A pesar de ello, esta nueva pátina traerá otras y así como bucle y rizoma daremos vueltas y más vueltas.

Cada escena, cada momento está esperando. Es una colmena con dos personajes en un café inglés de madera brillante, es un paseo por las calles llenas de pasquines y carteles de una publicidad a veces valiente. Es una mujer aburguesada que quiere salir de su vida construyendo otra y elegir libremente algo que, en principio, le da vértigo. Conversaciones y más conversaciones tras el humo del puro y el cigarro, ¿quién no recuerda esas toperas de humo en cualquier lugar? Todos asmáticos, alérgicos y con la sustancia pulmonar en crisis. Paisajes urbanos líricos como mis ovejas recién esquiladas cruzando de forma trashumante el Madrid de la época al que podríamos ponerle alguna banda sonora. El frío llegará, vamos a encender la lumbre y recoger el poco mimbre que queda ya adornando de granate el campo y la vista.


