SALMÓN AHUMADO EN SUKKWAN ISLAND. PABLO CONTRERAS IGUALADA

Un cráneo sirve para contener y proteger el cerebro, cuyas funciones fisiológicas son exactamente las mismas descansando en un dormitorio templado, trabajando sobre el escritorio metálico de la oficina o componiendo un escenario casero improvisado para Onlyfans. A la postre: control de movimiento y equilibrio, regulación de funciones vitales básicas y procesamiento de información sensorial. Imaginar la secuencia en la que, en uno de esos tres escenarios, ese cerebro es disociado del cuerpo del que forma parte mediante la aplicación de principios básicos y extremos de las leyes físicas y convertido en una masa grisácea viscosa indistinguible de los restos de la comida, nos incomoda profundamente. A las innumerables personas que proyectan constantemente su muerte debido a acontecimientos traumáticos de su infancia o adolescencia eso las incomoda también. Dicha proyección puede ser meramente mental, una asociación constante y muy vivida de sí mismos con recuerdos que los ponen  frente al espejo de su propia mortalidad y los convierten en psicóticos o ansiosos crónicos en los casos más leves. En otras circunstancias, cuyos vectores nos suelen resultar inexplicables, las proyecciones llegan a materializarse en proyecto.

Un individuo espera a cruzar una calle observando cómo se aproximan los vehículos, intentando interiorizar el tempo, encontrar el momento adecuado en que la cadencia del tráfico le permita lanzarse a la calzada. Calcula tiempos, velocidades y espacios. En un determinado momento asume que esa simple acción, que ha llevado a cabo en incontables ocasiones en ese mismo lugar, le va a resultar imposible. El accidente es ineludible, puro determinismo. Hay fuerzas propias y ajenas que lo conducen al desastre. Si alguien observa este acontecimiento desde fuera tendrá esa misma sensación. La angustia de entender que no hay más que una resolución fatal posible lo envolverá y aunque sepa perfectamente que nada de lo que diga o haga cambiará el desenlace, no podrá evitar sentir una compasión infinita. Hay historias vitales que conducen al desastre. Las claves de éstas pueden parecernos evidentes, pero las fuerzas telúricas que las gobiernan son una incógnita incluso para sus protagonistas. ¿Quién no quiere tener las claves? La literatura, el río de tinta, la expresión escrita de los pensamientos más profundos, los que no se dicen en voz alta a la hora de la cena, pueden hacernos orbitar la clave. ¿Qué escritor se atreverá a someterse a semejante castigo, a ponerse en riesgo? Cuando el margen personal se pierde, cuando la historia te toca, el riesgo es sufrir la radiación, verte envuelto en el problema. Y es que quizá no es un asunto ajeno, sino propio.

Agradezco sumergirme en libros valientes, quizá es la única literatura posible, la única que merece la pena; aunque reconozco que para mí es insoportable sin interludios apacibles de historias anodinas y sin genio, de las que necesitan un lugar y un momento. Leer narrativa es querer vivir vidas ajenas, querer comprender la alteridad, pero sin riesgos. Sólo el escritor se abre en canal. El lector, si acaso, somatiza. Por eso, el escritor de verdad casi siempre es un ser atormentado: los alcohólicos son incontables, los suicidas ocasionales pero en ningún caso fortuitos. Por eso, Truman Capote no terminó ninguna novela después de A sangre fría (1966) y también por eso Emmanuel Carrère descubrió –puede que incluso a sí mismo- el narrador que era al asumir que no tenía otra opción que exponerse sabiendo que pasaría por el psiquiátrico vía éxito editorial. El único alivio del escritor sería asumir la infección sabiendo que la única enfermedad que realmente mata es la última que padecemos y que las angustias anteriores son accesorias. Tienen ese consuelo y la fama, el dinero –extraño- o la categoría de augur, que lleva ineludiblemente aparejada la condición de maldito, porque nadie aprecia realmente a quien descubre su circunstancia oculta, su condición real. Nos damos miedo a nosotros mismos y los escritores nos lo recuerdan.

Contar la condición humana no requiere aderezos, porque las constantes están ahí. La historia es una excusa para explicar la circunstancia universal. Pese a esto, hay grandes novelas en las que el medio es un personaje más, el entorno es ineludible. La extrapolación ambiental sólo es posible si se comprende que hay estados mentales que sólo se alcanzan haciendo apnea en determinadas aguas. Infinidad de paisajes físicos, naturales o humanizados, mutan en su trasunto literario hacia lo que realmente son: panoramas emocionales, que buscan aislar la esencia de nuestra humanidad. Nos ponen en contacto con nuestra memoria individual y colectiva porque no somos tan diferentes de quienes nos precedieron ni de quienes nos sucederán. Nuestros problemas siempre han sido los mismos y suelen manifestarse en escenarios irrepetibles pero similares. El paisaje es tan geográfico como espiritual y enmarca al personaje, pero también lo transforma.

Si hay un entorno que nos moldea e influye, es el familiar. Las variables son infinitas y la tentación permanente de comparar y medir nuestra propia vida nos conduce al voyerismo. Casi todas las familias viven en un equilibrio precario porque articulan sistemas demasiado complejos: muchas piezas, algunas embarazosas y todas demasiado imprevisibles. Sumergirse en este caos nos hace examinar críticamente nuestra propia realidad. A veces nos consuela, otras muchas nos descubre desvaríos entrópicos escondidos bajo la almohada y casi siempre nos clarifica la existencia. Creo que el conocimiento conduce a la tolerancia y que llegar más lejos y más profundo en el conocimiento de las relaciones humanas es el sentido último de la lectura.

Todo esto y algunas cosas más, que me guardo para mí mismo porque no soy uno de esos escritores, es lo que me ha sugerido la lectura de Leyenda de un suicidio (2008) de David Vann.  Si ustedes lo leen, es bajo su responsabilidad.

Pablo Contreras es profesor del Instituto Fernando Zóbel (de nuevo)

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