BERLÍN, COMPLACIENTE O CRUEL. JOSÉ TOMÁS CASTILLO PÉREZ

Cada vez que surge la posibilidad de hacer un viaje se me plantean dos escenarios, bien distintos, y tan relacionados conmigo que no puedo dejar de incubarlos hasta el día de partir hacia el destino marcado. Siento curiosidad y pereza, fiftyfifty; hambre de escenarios novedosos y querencia por mi escritorio; destellos de viajero convencido y ansia por la inquietud, por la calma. Debe ser que, al pasar el Rubicón de los cincuenta, los pies caminan por un sendero y el espíritu, desnortado, se debate todavía entre deseos de juventud y las certezas de Geras.

El viajante ya ha estado en Berlín antes de haberlo pisado. Le precede la leyenda de la ciudad, la segunda guerra, el blanco y negro de las esvásticas y el bunker más famoso del mundo. Berlín está inoculado en las conciencias como un virus atenuado de derrota que no se deja matar del todo.Y ese era mi escenario desde España, repasando mentalmente plazas imaginadas, antenas de televisión vigorosas y campos de concentración como páramos vacíos, pero con susurros de fondo. El Berlín cruel, nació un año gris, hace más de dieciséis. Las elucubraciones, las suposiciones, se quedan atrás, como las líneas laterales de la carretera, una vez que pisamos el Brandemburgo Willy Brandt.

Me preocupé de mirar en la Wikipedia quién era aquel señor al que le habían usurpado el nombre para ponérselo de apellido a un conjunto de pistas de aterrizaje, no sin sentir cierto pudor por ser graduado en políticas y no haberlo estudiado, ni siquiera declamado en algún examen oral. Una especie de Suárez germano parecía ser, aunque de la siniestra moderada, aquel señor, sí, digno de haber acabado en el inconsciente colectivo de los altos vuelos, en fin, que, nada más pasar el cordón umbilical hacia la terminal ya se da uno cuenta de que se prescinde aquí de colores y oropeles. Me acordé de ciertos prejuicios sobre la cuadriculez y la decoloración, conectados con esta Alemania en ciernes para mí, y comprobé que eran ciertos. No hay lugar ni motivo para el adorno (lo siento Theodor) ni tampoco rubor en hacerlo extensivo a casi todos los parámetros de la vida diaria. Berlín es una realidad con un pantoné contenido y Madrid es una explosión de bolsas de pintura por doquier, y más por la Gran Vía, Callao y esos lares. Allí (o aquí, ya no sé por donde me ando) lo más atrevido es un amarillo formal, o un azul de funcionario, quizá un rosa palo del lado oriental que nos acerque a un pasado donde el comunismo reinaba a escasos dos tabicones de distancia.

Ya en la conexión de los trenes, más de lo mismo. Esa calma de colores introvertidos, las indicaciones de policías cuyos ojos todavía están en la mesa camilla de su desayuno, los trenes inmisericordemente puntuales y silenciosos. Es increíble, ahora, recordarlo. Aquellas paradas acolchadas, mullidas, amables. Nada parecido a las cuchillas de Londres o Madrid. Berlín complaciente, Fortu, ya te digo, Berlín atenuado pero simpático, como ese amigo que siempre tuvimos, discreto hasta la exasperación, pero indispensable. Más adelante, Alexanderplatz, crisol de razas y procedencias sin estridencias, el camino hacia el hotel fue como caminar sobre las pasarelas de la T4; nos llevaba el destino en volandas. Tiempo atmosférico correcto, como calibrado por ingenieros, la limpieza que se suponía y ahora ratificamos con una sonrisa, y un hotel donde no hicieron falta sonrisas en la entrega de llaves para estar tan cómodos como en casa. El metro sin tornos es una provocación para un latino, una lección de civismo, la constatación de que nos separan distancias cósmicas en lo terrenal pero no tanto en lo espiritual. Lo germano y lo hispano son atravesados por la misma aureola mágica, aunque de distinta madera y piedra ancestrales.

Ver la vida berlinesa a través de una Berliner es una experiencia recomendable. La comida alemana se encuentra a años luz de la española, y la cerveza también. Siempre tiene que haber un mito que se caiga para seguir respetando algo que despierta una admiración creciente. Las currywurst de Nando, el codillo con costra y col, la sopa de patata que las novias, aquí, sacarán, estoy seguro, para restaurar las fuerzas evaporadas en los numerosos coitos diarios de la juventud. El pan de centeno, pobre, pero recuperado para la gastronomía en la capital. Mutter Hoppe y un licor Linie antes de cenar, sin una voz más alta que la otra, con una cadencia cósmica en el servir de los camareros que trasciende el servicio y contagia el sistema digestivo. Esa noche de luces azuladas y ese río que por no molestar no baja, sino que simula permanecer, desafiando a Heráclito sin refutarlo.

Berlín del alma roja y azul, de alambradas y muros, de edificios soviéticos asomándose al progreso de Occidente. Berlín cruel exorcizado de mazacotes de granito reflexivo, Berlín cruel, donde los búnkeres se tapan con parques y aparcamientos, amante de una jeringuilla quizá en los ochenta, pero ahora metido con los dos pies en la modernidad, en el Erasmus, en la vanguardia de Europa. En esta ciudad hasta los turcos agitanados tienen su momento, que pasa disruptor por las calles o por las aceras, pero que en unos minutos es engullido por la calma chicha del devenir capitalino, del ladrillo eterno, impasible a la erosión. Parques, como digo, con termostato y estores naturales, Tiergarten de mercadillo y cervezas igualmente insulsas.

– Quiero volver—le dije a Susana. Ya sentados en la terminal, le dije eso, repasando los recuerdos, que es la forma más literaria y clarividente de repasar lo vivido.

Recordé la Puerta de Brandemburgo, sentado en la dura e impersonal silla de plástico, pero fue como un sueño. Estuve. La toqué. Pero mi mente me impedía asumirlo, no sé por qué extraña razón. Recordé una Puerta de Brandemburgo solitaria y abandonada en una tierra de nadie, en lugar de un lugar asaeteado por los turistas. Sachsenhausen, precedido de casas burguesas donde las niñas jugaban con muñecas mientras el humo de los hornos espantaba la vida y a los ruiseñores. Recordé el extenso muro, bastante normalito a la vista, pero henchido de historia y significado. Hice hincapié en asirme a aquel recuerdo de sacar una foto del grosor, de la frontera del dolor, de tan solo unos centímetros. Se me vino a la mente la foto de un profesor con un pie en el Berlín occidental y otro en el oriental. Huevos a su amor, por encima, como un relator internacional de la concordia. Berlín rodado y oxidado de miles de bicicletas, unas vivas, otras muy muertas en la cepa de los árboles y en las esquinas. Las bicis siempre han sido un comprobante perfecto, una polaroid de los que se suben encima. Recordé, sentado en aquella terminal, que su abrumadora presencia de caballerías y cadáveres me produjeron, no sé por qué, una tristeza sostenida mezclada con oleadas de felicidad. Una felicidad prestada. Berlín es un abuelo experto y complaciente que oculta músculos de titán bajo un jersey de franela. Aquella ciudad que yo recordaba subiendo al avión, es un joven tan inteligente y educado que muestra unos brazos finos de teclado y autocad.

Creo que me quedé dormido con las dos palabras navegando mis mares interiores por mi fase REM. Complaciente o cruel. Me alegro de haber vencido al diablillo de la pereza, y también me alegro de haber recuperado mi tranquilidad de escritorio. Berlín complaciente y cruel, será, ya lo dijo alguien, como quieras tú.

Una respuesta a «»

  1. El centeno, cacareado en estos tiempos modernísimos tanto en el pan como en las bebidas, ofrecido como si fuese elixir de dioses con precios acorde a su rango, era el descarte que antiguamente echaban a las bestias y sólo se lo comían las personas en caso de hambruna o necesidad. Muy distinto de la avena, mucho más fina y apetecible, o el trigo de toda la vida. Pues eso, que por lo leído parece que en Berlín también pasa esto. Por lo demás, muy buen artículo.

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