«Mis padres se plantearon que Fernando no se hiciera el Cola-Cao para que no aspirase el polvillo marrón que tanto nos gustaba». Historias corrientes. José Tomás Castillo. Gens Ediciones. 2019.
Bajo el arriesgado título Historias corrientes (cuando, como es mi caso, se conoce de primerísima mano a su autor, José Tomás Castillo -José Castillo-), subyace la idea de oxímoron. Por una parte, está lo que se entiende por el sustantivo «historias» (dicho comúnmente, lo que le ocurre a un individuo o a un conjunto de personas), y por otra, asoma la cabeza el arma de destrucción masiva que es el adjetivo «corrientes» (estereotipos, cosas que son normales, que no son ni buenas ni malas).

Cuando uno lee cualquier historia, parece estar predispuesto a ser conmovido, a ser incluso espoleado por la broca de un taladro y da la sensación de que todo ello viene asignado de serie. Si en la portada se escribe también «corriente», te puedes sentir hasta descolocado, pero cuando se entiende que, en efecto, las Historias corrientes de José Castillo son de todo menos corrientes, cuando lo presuntamente banal, lo teóricamente nimio o lo aparentemente intrascendente se conciben del todo absoluto como un ensamblaje intestinal que da lugar a una sugerente estética del vacío y a una inteligente recreación de la nada, “corriente” por lo tanto nunca puede ser un epíteto de las historias de Castillo Pérez.
De ahí el riesgo, osadía o capricho de titular (es suficiente con que no se saque de contexto), acaso por su modestia o por la flema (no apatía) que exhibe él de forma corriente, de titular, digo, algo que no se corresponde de ninguna de las maneras con el interior del papel de regalo, aunque, tratándose de él, puede ser hasta de obligado cumplimiento. Por ese motivo, y dejando aparte el siempre traicionero compromiso de entera amistad que me une a él desde niños, tus historias, José Castillo -Jose (sin tilde)- nunca pueden ser corrientes.
Por eso, recordando al mejor y, a veces, incomprendido Nicholson Baker en La entreplanta (1988), en la obsesión por lo cotidiano y por la atomización consecuente, en esta nueva geografía de la perturbación en la que el elogio de lo barrial se ha erigido en el eje de las propuestas de José Castillo, en las líneas muy maestras de un hiperrealismo identitario (la descripción de la cementera como “desolladero de pobres” o el “mientras paseas por las estanterías de los postres Reina de nuevo” en el supermercado Ahorramás, no tienen precio) que entronca asimismo con el mejor Javier Pérez Andújar (Paseos con mi madre, 2011), el autor se zambulle en los suburbios del alma, de la propia y de la de los demás. A través de diversos registros narrativos, esta nueva teoría del conflicto -en la contraportada de Historias corrientes, se dice que sus escritos destilan “una pequeña dosis de nihilismo”, aunque en realidad ese nihilismo se encuentra a espuertas-, este singular planteamiento remueve las conciencias muy a menudo y origina un nuevo extrarradio postpoético donde lo material y lo espiritual se funden indefectiblemente. Sí, me declaro tributario de Agustín Fernández Mallo y de lo que yo denomino aquí “fernandezmallismo” por las buenas.
La prosa de Historias corrientes es, por otra parte, compacta y vigorosa, es muy potente. A veces, llega a ser un martillo pilón. En otras ocasiones, es más contenida y más amable, sin perder de vista la Denominación de Origen a la que he hecho referencia. Por ese motivo, me encanta lo que él redacta, y lo que transmite me parece muy revelations, pero es una cuestión estrictamente personal.
En sus comentarios, entonces, resulta que hay también una estética de la reverberación porque aquí se han escrito historias que continúan golpeando en el torrao una vez acabadas y que contribuyen a agrandar aún más esa grandeza postpoética a la que yo hacía referencia. Eso, José Castillo lo hace de maravilla, te deja un regusto amargo, picante, ácido o como el agua, y abre y cierra el chorro a su antojo. No es sencillo mantener la tensión en tanto predio (ya habrían de ser dos o tres capítulos, da igual), pero lo del parque, que corresponde al capítulo «Escenas en un parque», que reproduzco textualmente: “Casi todos los días, bajaba al parque de un barrio que, para él, no tenía significado” basta por sí solo para justificar un episodio entero.
En Historias corrientes, no hay pirotecnia barata ni giros ridículos de fábula huera y desechable. En Historias corrientes, hay empaque emocional (no puedo evitar releer el capítulo «Aquellas noches» dedicado a la enfermedad de su hermano, dolor y placer su lectura, un extraño hedonismo). José Castillo, criado, curtido, viciado y resabiado en el Vallecas de los 70 y 80, y con su (nuestro) pueblo del alma en el horizonte, al que en varias ocasiones se refiere sin nombrar, dispone de un acervo y criterio brutales y envidiables en consecuencia, amén de una facilidad innata para escribir y, sobre todo, para transmitir todas estas movidas.
Es en la ascendencia de la vallecana Vallecas, cuando el adjetivo “vallecano” ha ascendido a la primera división de un estado emocional o grupal, donde el adjetivo expresa ya una cualidad evidente del sustantivo, donde el epíteto adquiere, ahora sí, su máxima expresión. El barrio, un barrio, fruto de ese linaje trascendental, se exhibe como núcleo central. Existe por lo tanto y por expreso deseo del autor una vicalvarización del asunto (hay que felicitarse entonces por la recurrencia a tan insigne geografía de borde) y lo barrial se transforma en consecuencia en un círculo vicioso enfermizo por doquier. No encuentro otra forma más honesta de conceptualizar un barrio que su visceralización.
Es, en definitiva, un agujero negro a pequeña escala en el que le recomiendo, lector/a, que se deje llevar por los preceptos de su autor. Lea la obra, degústela a lo Rayuela si es el caso, viaje a la deriva por ella y descubra un libro diferente.