Imagen de portada: Black implossion (Fernsehapparat X). Técnica mixta. Rubén Fernández. 2007.
Índice de contenidos:
La despatrimonialización del espacio cotidiano
De la atonalidad a los ámbitos objetuales: un marco teórico para la reinterpretación del concepto “ciudad nueva de Cuenca”
Estética y psicopostpoesía
Imagen postpoética (de género) como lenitivo para la anti-ciudad
Profundidad topológica y tipificación de espacios públicos
Vivir después de la muerte (del espacio público de Cuenca)
A Alberto, Chema y Rubén, que nos hacen la vida muy fácil.
La despatrimonialización del espacio cotidiano
Hace 40 años, José Luis Muñoz y José Luis Pinós contribuían al acervo literario de la ciudad de Cuenca con una interesante observación que, en mi opinión, todavía conserva buena parte de su frescura y lucidez: “Todo lo que tiene Cuenca antigua de […] excepcional, se transforma en monótona vulgaridad en Cuenca Moderna”, un área que definían como un conjunto de “calles apretadas e irregulares y edificios de no excesiva altura”. Además, echaban en falta que no existiese “otro tipo de incentivos que quizás podrían ser atrayentes para los conquenses provinciales tales como comercios o espectáculos” y que en ausencia de estos elementos –explicaban-, los habitantes de su provincia se acercaban a la capital básicamente por cuestiones sanitarias y administrativas. Bien por falta de interés o por las comunicaciones, apenas quedaba tiempo “más que para realizar sus encargos y volver al lugar de residencia“ (Tierra de Cuenca, 1981).
En efecto, si damos un garbeo por la trastienda de esa aseveración que bien podría haber sido redactada para esta tarde, nuestra localidad no deja de ser un conjunto de barrios (incluyendo el propio casco histórico) que siguen buscando de alguna manera su razón de ser, en medio de un hábitat atonal de pesadumbre. Sin embargo, a vueltas siempre con esa naturaleza centrípeta tan propia de esta ciudad (un lugar extraordinariamente aculturado por el campo y por lo verde), en Cuenca se ha constituido un biotopo de espacios intermedios de carácter muy orgánico, de mindfields exclusivos que adolecen de un poquito de cariño tal vez. Muy a años luz de ser un espacio inanimado, en Cuenca se ha desarrollado una dialéctica más o menos larvada, incluyendo a esos iconos que han hecho de esta ciudad un mecanismo universal.

El artículo que les ofrezco no es un lamento porque la parte baja de aquí apenas languidece, aunque pueda parecer todo lo contrario. Además de las poderosas estampas del casco de arriba, algo debería de existir entre la nadificación y la cosificación en esta filosofía del crepúsculo, exclusiva del imaginario conquense. De esta forma, nos podríamos poner manos a la obra con una idea de despatrimonialización, que habría de llevar necesariamente hacia una nueva reinvención del lugar y de sus moradores habituales.
No es un desdén hacia la zona histórica ni hacia nada en especial. Sólo estoy diciendo que a través de otro aprendizaje que se desliga de la mera idolatría, tendríamos la posibilidad de deconstruir para volver a crear otra vez. Sin entrar en cuestiones de localismos o de refuerzo de la identidad colectiva, se trata dar forma a un espacio de reflexión y de reforzar la condición de uno mismo en relación a su extrarradio circundante, al que no se corresponde con elegancia por sistema.

De la atonalidad a los ámbitos objetuales: un marco teórico para la reinterpretación del concepto “ciudad nueva de Cuenca”
El filósofo alemán Markus Gabriel (1980) define el “mundo” como las cosas que ocurren gracias y a pesar de nosotros y para ello dibuja un restaurante en el que hay comensales, mesas, bacterias o partículas subatómicas que –explica- pueden guardar relación o no, y que forman lo que denomina “ámbitos objetuales”, “pequeños mundos aislados […], pero no un mundo al que todos ellos pertenezcan” (1).
En relación a esa idea tan sugerente, nuestra localidad es puro laboratorio. Si yo a usted le planteo asimismo que el concepto “ciudad de Cuenca” guarda una asombrosa similaridad con las partituras del músico austríaco Arnold Schönberg (1874-1951), quizás piense que me he vuelto loco, aunque puede que no sea para tanto. Por ese motivo conviene repensar esta idea desde los cimientos (o desde la música), a medio camino de la cordura.

El mundo “Cuenca” no existe. Se ha transformado en un agregado de naturalezas de tipo objetual y de una grafía marcadamente atonal, de ahí mi propensión a establecer esa analogía con las (dis)armonías del eximio Schönberg (atectónicas, impredecibles y, por qué no, rizomáticas). Arantza Almoguera (2), afirma que se trata de una música compleja, cerebral y poco emocional. “De hecho”, defiende, “es difícil que cualquier tipo de música que escuchamos por primera vez pueda conmovernos o provocarnos una intensa respuesta emocional, ya que esta está configurada por la cognición o conocimiento de la obra. De ahí que la audición continuada aumente la familiaridad y, por tanto, una emoción más intensa y positiva”.
En diciembre de 2019, redacté un pequeño texto titulado Razones para pintar en Cuenca. Sus destinatarios eran Rubén Fernández (pintor cordobés afincado en la ciudad) y el fanzine de su exposición de pintura Big Sur, que se desplegó en la localidad de San Clemente, Cuenca. En ese artículo, entre otros asuntos, me refería a la “geometrohumanización de la experiencia a escasos metros del Júcar” y explicaba que el instinto de la geometría había experimentado en el pintor un decidido viraje a la geometría del instinto, una proposición que a él, por cierto, le encantó.

La pintura de Rubén, al menos la de su primera época, es precisamente un elogio de esa contaminación arquitectónica de espacios y ámbitos objetuales, de una cosmogonía de elementos interdependientes (o no) que el autor perpetra y deshace a su antojo, un manifiesto programático que bien podría aplicarse a la comprensión de estas realidades entre hormigonadas y orgánicas, que conforman esa pirotecnia de nuestro entorno inmediato.
En los brazos de una estrategia de acusada xenofilia, él ha sabido desdibujar esa noción de frontera, aquella que el fenomenólogo Pablo Varela había definido de manera muy convincente (3) como un algo impreciso que permite una exposición del adentro “regulada” y “filtrada”. Ese algo no es ni debe ser permeable porque –afirmaba- “ello supondría la muerte”. Por ese motivo, miedo, inquietud, morbo, romanticismo, placer o indiferencia esculpen los lugares intermedios en modo deriva y dan rienda suelta a la consagración de una nueva terapia de comprensión urbana, alejados del abandono secular o de una innecesaria gentrificación.

En definitiva, Cuenca es un conjunto de esferas en constante mutación, que nace, se reproduce y lucha por no desaparecer. A excepción de lo obvio, se dice que la parte baja “es muy fea” y que existe “mucha dejadez”. De esta forma, parafraseando a Almoguera, una interpretación e interiorización “continuada”, podría traer consigo un conjunto de sensaciones más “intensas y positivas” hacia este entorno tan atómico y particular.
Estética y psicopostpoesía
Existen verdaderos generadores de ideas que, además de escribir muy bien sobre el extrarradio poético, han sabido crear una atmósfera urbana muy específica. Entre ellos está el filósofo Paul B. Preciado, que escribe Un apartamento en Urano: crónicas del cruce. En él, el escritor ampara la hibridación entre urbanita y entorno, y hace hincapié en la poetización de la ciudad, que habría de adquirir forma final de “evangelio” (4), en una franja mixta de sesgo intelectual en la que se recrea Agustín Fernández Mallo con certezas y también con incertidumbres (recuerdo que el propio artista Maurits Escher decía que dudaba en principio de cómo acometer sus figuras y pensaba además que podría ser complicado para alguien como él que desconocía las matemáticas).

El físico gallego (La Coruña, 1965) aborda los términos “postpoesía” y “psicopostpoesía”. Con ellos no sólo hace referencia a un nuevo y fascinante campo literario de acción y de fusión entre lo clásico y lo contemporáneo, también los aplica a una nueva cartografía de conjuntos vacíos y lugares sin catalogar (“de ahí que la postopoética aspire a no poder ser definida, sino sólo mostrada”) (5).
Como hábitat orgánico y generoso que es, y dentro de ese potente rollo wolfiano del que hace gala de día y sobre todo de noche, Cuenca es el corolario de una palmaria descatalogación, y se ha ofrecido a los demás en un auténtico alarde de brazos abiertos para con su entorno. En la ciudad, el poderoso (post) flâneur Alberto González, autor en El urbano de “El predestinado”, por regla general define lo que observa con un acierto que causa estragos tangenciales a lo sublime, aunque en su caso, cuando lo hace, el vate suele ir más allá de un axioma al uso y suele ver el tema en modo T.A.C., cabalgando incluso a lomos de las capacidades de un usuario colectivo (con perdón). Él es otro predestinado y por ello la ciudad le necesita. Había que saber ver “pepitas de oro en medio de la hojarasca”, me comentó no hace mucho tiempo y yo derivé, como es normal en estos casos.
Roger Wolfe, una de las columnas dóricas del realismo sucio, escribía (6): “Es noviembre y me siento como el proverbial/canario en una mina/de carbón./Las hojas de los árboles/son lentamente corroídas por la lluvia ácida, el monóxido […]./ Nada de esto tiene/la más mínima/importancia./Enciendo un cigarrillo y pido/al barman otra/San Miguel./La noche/promete ser/muy larga.” Y mientras tanto, en esta praxis esteticopoética Alberto ajardina los cerebros y las querencias (y así le doy la vuelta a lo que también me dijo él una vez).

Reconozco el despotismo de la noche en mi propia propuesta, pero es el mejor background posible para la relectura de esta deliciosa decadencia del entorno y de su noviembre, como digo, wolfiano. Dentro de todas estas coordenadas, un ámbito objetual de extrema pureza es la vía del denostado tren regional, que ha seccionado la ciudad. A mí me encanta el tren regional y me gusta entrar a valorar e interpretar su incidencia psicosocial en el entorno (a ser posible sin excrementos de perro, la “deriva” puede ser del todo diferente también sin estos animales sueltos o abandonados).
Imagen postpoética (de género) como lenitivo para la anti-ciudad
Calle Mayor (1956) fue una película del director de cine Juan Antonio Bardem, fallecido en 2002. En La imagen encantada, el cine a su paso por Cuenca, José Alfaro nos proporcionaba un fotograma de la actriz Betsy Blair, que interpretaba el papel de Isabel. “Bardem” creó ese personaje, “la entrañable, delicada y triste solterona de una pequeña ciudad de provincias”. Es de noche, ella está esperando de pie en la estación. Es la portada del libro de Alfaro. El escritor nos dice que esa mujer “está sola” en el andén, “el lugar de encuentro y de despedida, de inicio y final de la historia” (pp. 48-61).

Muy cerca de ese apeadero y a través de una muy concreta vinculación con ese poético círculo vicioso magistralmente planteado por el historiador, el bullicioso punto de encuentro llamado “Xúcar” ha servido de pretexto para la fotógrafa Ana Jiménez. Su fotografía, Miradas-1, que se halla hoy en mi instituto, fue expuesta en el XXX Certamen de Artes Plásticas Fernando Zóbel, celebrado en Cuenca en febrero de 2018.
Con esa imagen tan irreverente e imagino que desconocida para el gran público, Jiménez ha descontextualizado un ecosistema de existencia robótica y macilenta. De esta forma, la ortodoxia se ha fragmentado en pedazos -en esta ocasión, a plena luz del día, quién sabe si en noviembre-. A través de una joven vestida de un clasicismo muy punk y de una monja que camina por la calzada, la fotógrafa le ha dado la vuelta a la vivencia de un espacio cualquiera.
Fernández Mallo hablaba de la sexualización urbana que trae consigo el cine negro, el del detective varón y blanco que domina y masculiniza a una ciudad, que –en su opinión- queda a la vez feminizada como una vagina que aloja todo lo que quiere el investigador. Todo ello, dice el físico, ha quedado aceptado por el público, que además tiende a sexualizar los conceptos para considerarlos como semejantes. La mujer, concluye, ha quedado como un ser oculto y enigmático (7).

En el caso de la imagen de Jiménez, las figuras propuestas parecen erigirse en una metáfora de superación de esa súper estructura sexuada y se metabolizan en protagonistas de una performance que abre nuevas y originales puertas a su progenie, muchas veces sedada (en otras tantas, díscola). A la vista de la puesta en escena, además, se ha producido un repudio de la ciudad como engendro anti-paseantes, que desdeña al/a la flâneur de turno y que sólo permite el desplazamiento productivo teleológico.
Jiménez, en modo trampantojo, nos ha llevado a otra realidad espacial sirviéndose como en buffet libre de un medio ambiente normal, de un estereotipo al fin y al cabo. Es un clínic muy didáctico y es una cuestión de epistemología. Tanto sus mujeres como la Isabel de Bardem han dado lugar a un ornato de presencias y ausencias, y alimentan a esa dialéctica más o menos enmascarada de muchos espacios desechados por decreto. Han abierto paso, en definitiva, a una tendencia que rompe de algún modo la estética fixie de nuestro rodal adyacente.
“Siempre me gustan los flipados […]. Yo he acabado realmente obsesionado con este tema”, comentaba el humorista Raúl Cimas, miembro de Muchachada Nui, que dibujó su primer cómic en 2014 (Demasiada pasión por lo suyo, en colaboración con un yogur de piña, según reza la contraportada). Una de sus historias trataba de las tribulaciones de un equipo de baloncesto que llevaba por nombre “The San Antón Smokers”. Un tal Chicho recibía la llamada de un equipo de perdedores y fumadores del barrio, que le ofrecía el puesto de entrenador.

Demasiada pasión por lo suyo, al menos para mí, no es un cómic al uso. Es otro fruto wolfiano de un buen conocedor como él de la ciudad de Cuenca. La mirada corrosiva del dibujante hace posible esa deconstrucción del barrio de San Antón en factores primos para su posterior recalificación y penetración (fuera, si usted lo desea, de cualquier connotación sexual) ¿Un guiño giggeriano del autor a la degradación y a la dejadez de este barrio tan particular? Isabel, la joven novia, la monja y los desheredados de Cimas son antihéroes posmodernos que nos representan al fin y al cabo, y describen a la perfección ese propósito tal vez no tan quimérico de una evasión de la certidumbre de nuestra monotonía existencial. De algún modo, por alguna parte ha reventado esa extraña asepsia de género tanto en la ciudad sexuada como en el archiconocido espacio del “Xúcar”, en esta ocasión muy bien revisitado (en estos ámbitos psicopoéticos, como expresaba Fernández Mallo, la cosa no podría ser definida, sino mostrada).
Profundidad topológica y tipificación de espacios públicos
La arquitecta Izaskun Chinchilla (Madrid, 1975) escribe un interesante libro titulado La ciudad de los cuidados (Catarata, 2020), en el que trata sobre las ideas de correlación y de porosidad urbanas. En este prodigio de la coexistencia, la escritora describe la experiencia individual (llena de recuerdos infantiles) como un “mecanismo cognitivo innato” esencial, que permite desarrollar filiaciones de carácter muy intenso.

En opinión de Chinchilla, los edificios son elementos permeables “estructuradores de la percepción” y “garantes de la convivencia”. De esta forma, y tomando como referencia los trabajos de la profesora Akkelies van Nes (2008), la arquitecta ha llegado a la conclusión de que habría que tener en muy cuenta su “profundidad topológica” (participación de la vida pública en lo de dentro), “el grado de intervisibilidad de entradas y ventanas, el grado de constitución, la forma de la calle” y también, “la densidad de entradas conectadas al exterior” (pp. 46-49).
A propósito de la ciudad de Cuenca, en la que las nociones de publicidad, privacidad y anonimato se diluyen por una extraña norma no escrita y nada prosaica, existe una deliciosa opción de currarse la habilidad para dejarse sorprender. A este respecto, me decía el pintor y catedrático José María Albareda, que posee de igual forma la facultad de laminar la (ir)realidad lírica (ver La paz de nuestros días en El urbano), que “lo que se encuentra es a veces más impactante que lo que se busca” y me parece que se trata de un aforismo muy brillante. En relación a la tipología propuesta por Zygmunt Bauman en su libro La modernidad líquida (1999), recordada felizmente por el también catedrático José Fariña en su blog, José María ha sabido interpretar a la perfección los espacios denominados “fágicos”, que serían propios en este caso del casco antiguo de Cuenca (espacios saneados, purificados de amenazas, compartidos, igualados) así como los llamados “émicos” (inhóspitos, que expulsan), “no lugares” (irrelevantes, anónimos) y “vacíos” (áreas que ni siquiera aparecen en nuestros mapas mentales).
Vivir después de la muerte (del espacio público de Cuenca)
Si damos otro pasito más en la consecución de esa idea de interdependencia espacial que Albareda sugiere poéticamente y que Rubén Fernández ha sido capaz de programar y diseñar (cuanto más interpenetrados esos lugares, menos sexuados quizás), encontramos sin apenas buscar las apreciaciones de Pablo Pérez Rubio (8) sobre el cartel de la magistral película que fue –y sigue siendo- Peppermint Frappé. Sobre estas tipologías esgrimidas y acondicionadas por Cruz Novillo, Pérez Rubio afirmaba que “no son una mera ilustración […], sino una interpretación o lectura gráfica del sentido de las mismas. Desde la imagen primigenia de Peppermint Frappé, Cruz Novillo reinterpreta personalmente el texto fílmico y lo concreta en una imagen-idea, generalmente de tipo alegórico” (9).

En efecto, si tomamos en consideración este sugestivo punto de partida, el concepto copa/licor condensa y resume desde mi punto de vista las propias tribulaciones de una capital de provincias, en este caso la nuestra, cuya dialéctica ha venido consensuada por las protagonistas del propio film. El irritante desparpajo de Elena (la visitante podría representar la parte de arriba) y el desmedido recato de Ana, la enfermera (que vendría a formalizar la parte de debajo de nuestra ciudad), regalan un formidable peso específico a una película que explora magistralmente los propios límites entre la ficción y lo real. La alegoría que define Pérez Rubio es atemporal y de extrema pureza. En consecuencia, esa actitud más que contemplativa de los (no) lugares de la ciudad de Cuenca nos ayuda a interiorizar la vida y la muerte- el orden da igual- desde otra perspectiva.
Román Gubern (La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas), afirmaba que en nuestra cultura la muerte se ocultaba de forma púdica detrás de “las paredes de hospitales y clínicas” y que su muestra en público era percibida “como una obscenidad”. “La imagen de la muerte [decía] nos repele, pero también nos atrae” (Akal, p. 127). Así, en las antípodas de todo aquello que nos pueda llevar a lamentar la defunción de la ciudad baja de Cuenca, en contra de una falatidad que parece haber sido asumida dentro de sus propios muros, Albareda asigna los mismos derechos (y deberes) para un arco de medio punto que para una parada de autobús porque los barrios de Cuenca se hallan en permanente retropolución sistémica. Y el pintor nos enseña varios senderos hacia esa comprensión ulterior o hacia ese derecho a vivirla como uno le dé la gana.

La frontera entre la vida y la muerte urbanas parece diluirse con la cosas de la propia pegada vital (“Wir müssen leben bis wir sterben” –“debemos vivir hasta que morimos”, alegaba Rammstein en una de sus canciones-). Y en relación a aquella fantástica y honesta idea que nos transmitió el irrepetible Escher, en un contexto nocturno de invierno que se ofrece como el mejor de los días más anticiclónicos, quizás no sea necesario saber mucho de urbanismo, a pesar del veneno indisimulado en las copas del licor de la ciudad. Entonces, si somos capaces de ver más allá –por ejemplo- del propio cartel de Cruz Novillo, tendremos la oportunidad de hacer acopio de ese mensaje entre ético y axonométrico de carácter universal.
La casa en la que se rodó la película se halla algo más arriba de la Audiencia Provincial. Es ámbito objetual y espacio sustrato. Y por descontado que es un dechado de profundidad topológica. De esta forma, se hace preceptiva una relectura de las posibilidades de uno mismo en su barrio circundante, el que forma parte indefectiblemente de la Cuenca Patrimonio de la Colectividad.
NOTAS:
(1) GABRIEL, Markus (2015): Por qué el mundo no existe. Ediciones Pasado & Presente S.L. Barcelona, pp 17-18.
(2) “La música atonal puede producir más placer del que creemos”. El obrero. El valor del trabajo. Arantza Almoguera. 19 de abril del 2021. Arantza Almoguera Martón, Profesora Ayudante Doctora en Didáctica de la Expresión Musical, Universidad Pública de Navarra.
(3) Eikasia. Revista de filosofía. transhumanismo | Pablo Posada Varela Víscera, vivencia y dispositivo. Fenomenología y transhumanismo Pablo Posada Varela Bergische Universität Wuppertal – Université Paris Sorbonne, pp. 46-47.
(4) PRECIADO, Paul B. (2019): Un apartamento en Urano: crónicas del cruce. Barcelona. Anagrama, p. 182.
(5) FERNÁNDEZ MALLO, Agustín (2009): Postpoesía. Hacia un nuevo paradigma. Barcelona. Anagrama, pp. 97-101.
(6) WOLFE, Roger: Días perdidos en los transportes públicos y hablando de pintura con un ciego. Edición crítica de Juan Miguel López. Universidad Popular José Hierro. Ayuntamiento de San Sebastián de los Reyes.
(7) FERNÁNDEZ MALLO, Agustín (2018): Teoría general de la basura (cultura, apropiación, complejidad). Barcelona. Galaxia Gutenberg, pp. 176-180.
(8) Pablo Pérez Rubio es profesor de Lengua Castellana y Literatura en el I.E.S. San José (ciudad de Cuenca), experto en cine, crítico cinematográfico y escritor.
(9) MUÑOZ, José Luis; JUNCO, Manuel Á. y PÉREZ RUBIO, Pablo (2018): Cruz Novillo. Cine de arte y diseño. JOSÉ ALFARO (coord.). Cuenca. Cineclub Chaplin.