Una tarde de febrero, en el año 2021, mi hermano Fernando me “pasó” como si de estraperlo se tratara, el archivo de “Anatomía de un dandi” de Alberto Ortega y Charlie Arnaiz, sobre la vida y obra de Francisco Umbral. Y en mi vida me he visto en tal aprieto. Un reverberar de letras, la incontinencia de expresar la literariedad, ya que se me unió a las ganas abruptas de escribir inmediatamente, la tristeza de no poder compartir ni el Madrid ni las vivencias del maestro vallisoletano. No se puede aguantar tanta literatura, y tal dosis de ambientación, en un Madrid tan suyo que ya supone un género literario en sí mismo. Es, sobre todo, en los pasajes donde se habla del Café Gijón, y se enmarca el oleo de aquel hormiguero creativo y social, mezcolanza de gentes, costumbres, profesiones y honestidad, donde vi reflejado el ambiente donde yo quiero vivir y en cierto modo me vi atravesado por un meteoro de pertenencia.
Durante esa hora y media no probé bocado ni di un sorbo. Me embebí en un mundo que quería sembrar, y al que tenía que hacer un hueco en mis quehaceres diarios. La algarabía de conversaciones cruzadas, risotadas, el humo de los cigarros, el centellear de las cerillas, la caricia de la página añeja, el olor del betún del limpiabotas, en definitiva: mundo, submundo y trinar de escritores y lectores, en cuyo espejo se miraba el también viejo Café Comercial. Los edificios del Paseo de Recoletos nunca han tenido mejores cimientos que desde la reforma mágica, literaria y bohemia que un buen asturiano llevó a cabo, a base de carajillos y absenta verde, a finales del diecinueve.
Madrid es planeta de olores y pundonores, atmósferas y abigarramiento, pero sin perder la esencia de poblachón manchego. La Villa Venus de Desafío total, cosmopolita y liberal, con el alma de aldea que se erige en rompeolas de España. No se sabe muy bien dónde comienza lo orgánico y dónde termina lo urbanístico, porque de esa frontera imprecisa surge la magia. Lo que no se puede dudar es de la hibridación telúrica del Foro. Hay algo de metaverso o de infierno paralelo de patio trasero, resaca y pecado capital. Lo que necesita el populacho, al que me adscribo, es un marco que lo defina. Se siente más al ser humano cuando está delimitado por paredes y sillones, que cuando lo sueltan, balduendo, por el Retiro o la “Queli Campo”.
Bueno, pues ese ecosistema de cultura extendida a pie de calle es lo que nos lleva, al bueno de Rafael Luis Gómez Herrera y a mí a continuar con la celebración de las muy democráticas y lúdicas tertulias literarias de San Fernando de Henares. Hemos prescindido, por la inevitable higiene de los tiempos modernos, de los humos, fósforos y sablistas, por un entorno bastante aseado en las formas y en el fondo, pero garrapiñado de libros, ideas, inquietudes y ganas de aprender y enseñar.
Siempre hay una referencia a la geografía local, o a los asuntos que en esta villa realsitiense se cuece y se enriquece. Memorias de la Plaza del Santo, oda a los pisos blancos, gacetillas e historias locales, recuerdos del “kilómetro”, y quién sabe, si unas rimas y leyendas de una ciudad que tiene de todo, pero en casi nada despunta; algo así como el diamante en bruto del valle del Henares. Todo se andará.
Ya son cinco las ediciones de las tertulias. Por nuestra ágora han pasado escritores, editores, aficionados, familiares, y han disculpado su ausencia (de momento) pianistas, actrices, poetas, urbanistas, historiadores y arqueólogos. Buena pléyade de amantes de la ética y la estética la que se va a arrimar al brocal de este pozo de sabiduría.
Somos Macondo porque hay momentos en el atardecer donde los vecinos, y nosotros mismos, parecemos Arcadios, Úrsulas y Prudencios, enredados en una madeja de fingida realidad, densa pero amable, donde siempre tenemos un ancla para salir a la realidad que no es el teléfono de Matrix, sino el sorbo de un buen vino de Colmenar de Oreja. También parecemos, de tarde en tarde, el San Petersburgo de Dostoievski o Nabokov, de tardes largas y elásticas por el Paseo de los Chopos, o el Nueva York de Paul Auster, cuando ponemos en nuestra mente una versión idealizada de la Plaza de Paños, en Navidad. Somos Lisboa cuando recordamos a Pessoa y el Londres de Dickens cuando reivindicamos no depender de los seres inútiles. Somos Granada con Lorca y nuestra barraca y el Edimburgo de Conan Doyle, y su soledad buscada. Pero si me dan a elegir, de entre todas las vidas escojo, la de un pueblo, entre un parque y un rio, donde se llegarán a escribir las mas bellas historias, jamás contadas.
José Castillo es colaborador habitual de El urbano.