Nota del autor: Todos los poetas citados nacieron en Tarancón y/o están/estuvieron vinculados a la localidad. Imagen de portada: Parroquia de Nuestra Señora de la Asunción, desde El Colmenar (San Roque, Tarancón).
A José María Escribano y a Félix Martínez.
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El Tarancón excomulgado, arcaico, vaciado (el anti Tarancón posmoderno recalcitrante) es eremitorio abordable/interpelable durante las legítimas noches anticiclónicas de verano, a través de la servidumbre de cierto nihilismo medioambiental y por supuesto con un calor cada vez más sofocante.

En la comuna de El Caño, por ejemplo, no existe atisbo de rehabilitación física y moral, y la cosa está entre la leyenda, el exotismo, la orfandad y el olvido. Más abajo, hacia la carretera, el páramo, la intemperie, aguas pútridas y, después, la oscuridad (de las anguilas de Cortázar). Ladran algunos perros (o el mismo animal), también en régimen de semi abandono. La noche subalterna, maltratada por la pseudosintaxis, violada sensu stricto, es conjunto de posdatas de geografía negra. Desvinculada de sí misma, es deambulatorio con radiador en la jeta hasta las 6 de la mañana, cuando todo se desvanece (plof) y retorna con muy mala leche a su origen desoxirribonucleico.

(Casi) nadie al fresco, todo era detrás de la puerta. La praxis es ascética, decadente, taciturna, indiscreta, y con algunos resabios del trasladarte del retrete a la habitación, como a la luz del candil inalterable. La banda amasa su existencia, dilapida su infortunio, bukowskismos aparte. La displasia se implementa con algunas soflamas de The Doors (“You know the day destroys the night/night divides the day”, canción de nana), que despliegan los vectores de esta irrealidad entre asintótica y asimétrica, sin notarlo apenas. La revelación parece desplegarse en la calle profunda, inerte, desde el desierto del exultante cuarto de estar, cuando fulano deposita los pies en la mesa y la botella de agua mineral asimismo, ya caliente y asquerosa. Y alguna gilipollez en la tele en virtud de la desgana.
2

Busco a alguien que me susurre algo al oído de manera insoportable. No tengo remedio. De la biblioteca de José María Escribano –Jose-, rescato un poema de José Ramírez (Mi pueblo y yo), de octubre de 1983, que lleva por título “¿Qué soy en el camino?”. El hombre se concreta a sí mismo y se define entonces como “un punto imperceptible” si está quieto y “un punto en movimiento”, cuando anda. La recta de los números reales es densa, como la noche amasada y fermentada, y por supuesto que me doy cuenta de que soy el nada técnico en esta tan aseada y frugal entropía. Después de la matematización existencial, me despojo de mi propia broza en la prelectio nocturna. La casuística de interiores determina mi silencio románico, amplificado por la luz crepitante de la farola de arriba y por la propia iridiscencia de aquellos elementos tan entregados al hogar, que establecen esos puntos en movimiento perpetuo, junto a los gayumbos del tendedero o a la foto de la comunión de una nieta. Existe la posibilidad de que haya una Cola de Hacendado medio abierta y eso.

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Francisco Hernández (“Nocturno nº 3”, en Poetas taranconeros/Revista Malena, 1990) desglosa la noche a su manera: “Noche [dice el poeta]/Sonríe el frío metal/El amor es dolor/sin ti/Desenredo en silencio los últimos acordes del adiós/Mientras tanto asciende sin demora el espectro de la decadencia/deshaciendo en mi carne sus frutos más salados […]/Desnudez/Mentira/Noche”. Llama la atención la exposición pornográfica del ciudadano corriente, fonollosismos aparte. Uno no hace turismo por la calle Cuenca, por la Cervantes o por El Castillejo, uno se contempla de sotto in su en el hipocentro de esa privación objetiva, cognitiva y hasta guarra, uno aspira a ser su propia obra de arte reconsiderada.

4
Dicen que Tarancón es feo, pero yo me lo llevaría de copas a Tarancón para que se conocieran un poco. Luego se levantan tarde, con la mesa puesta y no pasa nada. Gráficas Ramírez (1943) edita el poemario Lira vacilante, del taranconero Félix Manuel Martínez Fronce (1923-1991). En su “Romance monótono” (qué título más cojonudo, por favor, gracias de corazón por perpetrar esa alquimia), el autor habla de su rosal en el huerto, y comenta que lo riega en el ocaso, pero al día siguiente se lo encuentra con “las hojas secas, mustias” y que él se halla “solo en este mundo de tinieblas”. Le quitaron, dice, su rosa y su esperanza (en el transcurso de una noche que no se menciona en el texto en absoluto).

5
La ciudad de Mansilla me hace perseverar en este ecosistema de penumbra, mutismo y afueras. Es un hábitat progresivo, emponzoñado, obsolescente, yermo y, en especial, dadivoso y fascinante. Es el anti Tarancón. Ya lo dije cuando “Buscaba a Bukowski” por aquí: “el onanismo del bouquet periférico” (warning).

Hace años que no veo al poeta Juan Ramón Mansilla (Tribaldos, 1964), unas cañas en las fiestas patronales, recuerdo. Releo con interés Los días rotos (2000), sus días rotos y castigados, recurrentes, entre anodinos, prospectivos y elegantes, un regalo de él hace mucho tiempo. La ciudad de Mansilla (“Enero en Florencia”) es penúltima copa, algo cargada, antes de las puñeteras 6 de la mañana, poco antes de la obsolescencia: “Recordarla ahora, pasados los años/es rescatar una hermosura/que jamás poseyeron sus claustros, sus relieves/sino un hotel de extrarradio/donde aún permanecen/dos seres estremecidos de frío/buscándose a sí mismos como en su última sangre.”. Como el último cubata ya, digo, de este vacilar hagiográfico.

6
Nadie al fresco. Bueno, casi nadie. Del lienzo profanado de las estancias y del voyeurismo radical se elabora un ritual sofisticado, que viaja por las isobaras de la ética del anticiclón de diseño, del calor brutal y de la elipsis. En la travesía de San Ricardo, el aire se ha parado y descansa en el alféizar de cualquier vano truculento, asimismo en los umbrales de las puertas y en los tejados, desde los que el bochorno se desliza como muy alambicado. El déficit se compensa con el paso de dos jóvenes al fondo. La farola del Tarancón extremo es elemento asociador y disociativo. Y también concluyen las pujantes letanías del grillo, que aguarda con filosofía su alternativa con rumbo a lo desconocido. O a que pueda ser pisoteado.
7
Detrás de la puerta era la prosa poética, qué cosas, la calle que se come a sus hijos, los devora, los excreta y los deja al desarraigo bacteriológico, como en la lluvia radiactiva de El increíble hombre menguante, la noche eterna, fractal, ulterior. La puerta divide el cotarro, es noche y día, concreta un poco ese tema de The Doors (no me gusta traducir, pero “Las Puertas”, vaya).

Amamantas de una urbe de senos fuertes y grandes y llenos. Eres el personaje errabundo y sucio de Bukowski, cotidiano y normal de Houellebecq, corriente, insípido y dolorido de Fonollosa, borracho de cualquiera de los 3. Pasa que te consideras esa mierda y no está nada mal. Y surgen del terrazgo de cemento exagerado y ardiente, metonimias del manglar melancólico: tomas una copa, lees a Mansilla, Tarancón toma su decisión (la taranconimia).
Recorrer un lugar (y meditarlo) que a cualquier otro le pareciera endemoniado, se transforma en un jodido acto de contrición. Es una verdad de cojones. A través de la ventana y de la mesa camilla, te metes en la corriente de un crecimiento orgánico natural intramuros, por el sotobosque de los geranios dulces y semi secos. Del perro que te mataría, si pudiera, aunque pudiese parir sonetos o endecasílabos blancos, tiernos tal vez.

Y 8
Dos niños jugaban con una paloma muerta. Uno la cogía de las alas y provocaba el balanceo de la cabeza. El otro la pinchaba en las costillas con un palo. La mujer que subía por la cuesta de El Peinado les decía que la dejaran, que la tiraran al contenedor verde, que iban a coger una enfermedad y que se iban a poner muy malos, pero los muchachos obviaron el sofisma. El más pequeño de ellos prosiguió su labor con precisión quirúrgica. La señora se desesperó sin llegar a perder los papeles, aunque a los chicos les daba mismo ese cliché y continuaron con el empalamiento y la crucifixión.

En la noche de pureza revolucionaria, deambulo por El Caño y contemplo en sus tripas a las clases ultrapopulares que pueblan el degradado paisaje suburbano, las que han transformado la congoja en rutina, las que coexisten en el abandono secular irremediable. Mansilla escribe “Lauro de la imagen”, del acervo de Los días rotos: “Aprendemos a ver habituando/el ojo a la costumbre, a la apariencia. Aceptamos el tedio, la indolencia/la atonía de lo vivo, ocultando/casi siempre la verdad […]/Nos seduce la bruma, la pereza/la oquedad que recoge en su delirio/obsesión de los oscuro y de la nada”. El Caño es un elogio de la procacidad, pero en doméstico. Un estilo Albaicín un tanto casero, aunque en el espacio las murallas fueron suplantadas por viejos y oxidados grilletes y la hacienda se transforma por momentos en una versión moderna y trasnochada del gen egoísta de Dawkins, a los pies del barrio de San Roque, uno de los que mejor aúnan sin embargo el silencio conceptual y la exuberancia de las sombras de antes del jodido día, en una amalgama que aún trato de digerir pasados muchos años.
Carlos Morales (Tarancón, 1959) reivindica su statu quo en el poema “Moradas”: “No/No me busquéis allí donde los muertos/tiran a matarse./Buscadme en la taberna/de aquel camino roto”. Me gustó mucho interiorizar todo eso. Me he acostumbrado a la noche del anti Tarancón, a la atonía, al calor, a la banda que se ha hecho gente más allá del muro del sueño. Acaso un coche en la lejanía, cierto agnosticismo protoambiental, pero sólo existe ese sigilo aterrador y doloroso que se deja caer de los tejados, el que a lo mejor mató a la rosa de Félix Manuel.

Llueve que da gusto y no te enteras. Cuando contemplas la propia muerte desde diversas perspectivas/palcos VIP, la vida parece estar en el abismo, en las tinieblas del verano prolífico y pitoniso de La taranconera siempre espectral, tan mediática para uno mismo y tan presuntamente yerma.
Una respuesta a ««ROMANCE MONÓTONO» REVISITADO: EL ANTI TARANCÓN, LA PRELECTIO DE NOCHE Y LA DISPLASIA INTRAMUROS. FERNANDO SÁNCHEZ»