HOTEL CLARIDGE. FERNANDO SÁNCHEZ

Hotel Claridge: antigua N-III, km. 184’5, Alarcón (Cuenca). Propiedad del Banco de Santander. Hoy, a la venta.

Todas las imágenes: elaboración propia.

Es (o era) el hotel Claridge, queridos lectores. Al llegar a la oficina de turismo de Alarcón, el cartel/recordatorio de una exposición fotográfica sobre semejante (y disparatada) arquitectura, una muestra que se había implementado desde el 6 de mayo en la misma localidad (Galería Moa/Museo Ourvantzoff)) nos trajo a la memoria otra vez la ocurrencia mayúscula, impenitente, de aquel mismo engendro de hormigón armado en mitad de la nada. En un edificio renacentista del siglo XVI, el fotógrafo valenciano Ignacio Evangelista, a través de una serie de imágenes muy representativas, daba a conocer al público en general algunos de los entresijos de esa cosa, de aquella desgracia estructural, de un hotel maldito que hoy chapotea en la inmundicia. Por ese motivo, después del visionado y por descontado después de comer, nos dirigimos hacia allí, como les digo, un espacio en cualquier lado de ninguna parte.

Las verjas de fuera estaban abiertas en canal a la N-III, pareció que nos esperaban, que estábamos invitados a un insólito subgénero de fiesta. Se trata de un lugar siniestro, insano, hermético. El edificio está carcomido por la broza y por la mierda. Apenas hay algunos huecos que proponen el acceso hacia sus vísceras más remotas (a los más osados, claro, no estábamos entre ellos). Es inquietante, da mucho respeto, y con el día nublado y tal, ni les cuento. Agita los miedos, inhibe la soberbia, rebaja las pasiones.

El hotel Claridge se clausuró en el mismo instante en el que se inauguró el tramo correspondiente de la A-3 (diciembre de 1998), cuando la N-III perdió el tráfico en cuestión de minutos. En el propio folleto explicativo de la expo de Moa, Evangelista explica que “los autobuses de líneas regulares que transitaban por la N-III tenían estipulada una parada en el establecimiento […], ya que el hotel pertenecía a la empresa Auto-Res, que poseía el monopolio de esa ruta”. Un símbolo entonces, estop y jale para turbas veraniegas, para playeros pertinaces de bacas de manual, para los de la procesionaria del pino. En definitiva, el clásico Madrid-Valencia y viceversa, toda una leyenda de nuestro entorno patrio.

Diseñado por Roberto Puig e inaugurado en 1969, edificio representativo de la iteración, la solidez, la frialdad, el racionalismo y la funcionalidad (y la extravagancia) exclusivas de la arquitectura brutalista, el hotel floreció durante los 70 y los 80, según dicen. Algunas personas de Alarcón nos hablaban de la “mítica” piscina que aún yace dentro de él. Y hacia aquel tinglado nos dirigimos, y allí nos recorrimos todo el recinto (de más de 5000 m2) en sentido contrario a las agujas del reloj, en medio de la maleza y de la porquería de aquel tsunami de detritus y cristales. Intentábamos no obstante recordar aquellas avalanchas de autobuseros, de veraneantes, a las gentes del pueblo (de Alarcón) y también los ratos en familia de quienes se acercaban a aquel distrito antes bullicioso y febril, y hoy Leviatán podrido, ofuscado, lleno de graffitis y abandonado a su suerte, aunque imperecedero, y por descontado -de lo espantoso que es- hasta molón y terriblemente original.

En medio del hastío y de aquella sintaxis de rigurosa clausura, como les comento, el local (la institución, el mito quizás) disponía de 36 habitaciones para los de los pegasos, setras, milcuatrocientrostreintas o erredoces familiares, luego málagas o doscientoscincos hasta las trancas. Lo que haya hoy o no en su interior, por lo menos para Ana y para mí, no deja de circular por el fango inescrutable de las meras conjeturas, aunque preferimos no entrar en el recinto y constatar cosas extrañas (más propias del perímetro de las creencias) que también acontecen si nos arrojamos a los brazos de la rumorología que acompaña siempre de la manita a este tipo de leyendas muertas, y tan vivas todavía sin embargo.

En los misterios del ciclópeo Claridge, la coyuntura nunca se ha cargado a la estructura, que cabalga aún a lomos de la primera, esperando que alguien la corteje y le pegue cuatro besos bien daos. Un edificio/concepto de los 60 en un lugar donde nunca pasa nada. Cada imagen, un verso de una poesía que de enorme parece inacabada. El Claridge quiere amor. Es tan performativo, tan inconcluso, que incita a penetrar en su aislamiento a través de la descarnada propuesta de una especie de coito invisible y a la vez tan enternecedor, tan intelectualizado. Ayer, bocatas, piscina, flotador y gin tónics. Hoy, cenobio para incautos, curiosos o amantes del urbex/de las ruinas. No me lo quiero ni imaginar de noche. Ni pensarlo. La sospecha del escombro, la yedra y el cemento (y a lo mejor algo más) esperando, sentados, en la carretera.

Una respuesta a «»

  1. ¿Qué no habrán visto esas habitaciones? Alarcón siempre tuvo fama de discreto lugar de encuentros furtivos. No se me ocurre ningún lugar más apropiado para tan sórdido mester que esta mole en medio de la nada.

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