DE LA SUCIEDAD IMPECABLE Y LA CARROÑA EN SALSA. FERNANDO SÁNCHEZ

Abrimos las puertas del garaje a una jauría de chacales que muestran sus cuartos traseros a la calle -una como otra cualquiera-, animales que otean en el cubo de una carroña ya vespertina. Trato de no imaginarme en la ventana de enfrente a algunos de los desdichados personajes paridos por estos carniceros, afortunados ellos de desfilar ante tu cara sin embargo, de ser contados por alguien y ahora me da por recolocar en ese bloque todas estas historias legatarias de un realismo al que apellidan “sucio”, de una suciedad de la que nunca dicen que es o que puede ser tan real como la vida misma. No se asusten de los cínicos, contra la mansedumbre se propone prosopografía simple, discurso/tiranía, sintagmas con nombres y apellidos como los de usted y los de los suyos.

Entre los míos, custodio en mi quel un libro de culto: El porqué de las cosas (Quim Monzó, 2006) un texto que me llevé de la estantería de alguien (no quiero decir “robé”, “quité”, “sustraje”) y tal vez esa persona pueda corroborarlo si alguna vez echa un vistazo a su repisa o a este planteamiento súbitamente impúdico, tal vez absurdo, incluso subterráneamente honesto. En el pecado llevé la penitencia, a pesar de todo. Y pido perdón (en voz baja, ya ve usted) por las consecuencias de esa realidad usufructuaria, pero me cago cien mil veces en ese regalo envenenado, joder, pues fue aquel libro el que me arrojó sin más al vertedero sintáctico de la escritura, el recurso iniciático de esta mierda inacabable.

Hace poco, releí algunos pasajes de sexo moncíneo (a lo mejor ya no tan) bien contado, de intercambios de carne tan breves y truculentos como elocuentes, fiduciarios entre otros tantos del pene deconstruido que prologa los Crónicas del Madrid oscuro (1994) de ese tal Juan Madrid, otro ser despiadado, de guante blanco y de hostias de seda. El porqué de las cosas lo veo ahora desde la distancia, la que hay entre yo, mí y yo mismo, pertrechado en la fractalidad de las figuras indelebles y fornidas de la libidinosidad de una caverna un tanto platónica. No puede serse desconsiderado con mis propios padres literarios, o al menos buena parte de ellos, que son los que me han traído hacia usted.

Les explico la diferencia (y semejanza) entre ver el paisaje y llegar antes. El vate González (colaborador de El urbano), de nombre Alberto, una prueba consistente de que Dios existe si quiera entre los manglares de las riberas zamoranas, me llevó a Montero Glez hace algunos años a través del concentrado de Besos de Fogueo (2007), un Alberto Glez en caracteres de Montero al fin y al cabo, y siempre en buena forma (y fondo). La retórica tan rítmica y melódica de maese Montero no obstante, más propia de un arquetípico asesino en serie con precisión de neurocirujano, te da la opción de dejarte embaucar o dejarte simplemente, cuestiones internas del albañal temático, pródromos y medicina para las llagas. Y si lees por otro lado el relatito del niño que se cree que su madre es una “puta” (Monzó, El mejor de los mundos, Anagrama, 2002) o regresas al mismísimo vaso de cubata del madrileño Glez en sus besetes o te metes en la habitación con vistas de Ray Loriga (Héroes, 1993) y amamantas de estos canallas literarios de bar de abajo, creadores de un asombroso y descarnado isomorfismo literario, ya tienes tu fumada en trono de aire comprimido.

Decir que apenas me he metido drogas en mi vida puede ser hasta exacto, pero es una gilipollez. Si alguien se halla en condiciones de contarme la verdad entre lo que es un estupefaciente y lo que no, que venga y que me lo diga, lo hablamos. Empero, tengo la extraña certidumbre de que abuso de algunos psicotrópicos que no son más que estas cosas que les resumo, de tipos que son capaces de narrar nuestras tinieblas cotidianas con exagerada lucidez (más lo segundo, la oscuridad está reñida con la noche), de violar lo públicamente correcto, de cagarse en su padre y en su madre a la vez. Hablamos de funambulistas que sonríen maliciosamente en la conjunción de ecosistemas muertos y enterrados.

El celebérrimo depredador Montero Glez parece darle la vuelta a las cosas de la vida y de la muerte desde la perspectiva de una suciedad ideal. En el citado Besos de fogueo, el autor escribía: “Por si no lo he dicho antes, estamos en navidades, dentro del pasaje subterráneo que cruza la calle Alcalá a la altura del Banco de España. El antedicho pasaje es domicilio obligado de la gallofa madrileña y cuadro de soperones, lampas y tuberos que conviven dejados de la mano de Dios o del Diablo. En días tan significativos como son los navideños, provocan en el transeúnte una rara mezcla de asco y piedad” (p. 38). Pocos aguaceites de tal calibre, el prodigio de un navajero que hace incluso de esa inmundicia un exilio breve hacia las haciendas del altruismo como tal. Y se queda tan pancho el tío. Enrocados en sus cábalas, nos hallamos en una ratonera que nos lleva por defecto a las movidas de lo espiritual en un cúmulo de mensajes subrepticios y sin embargo tan diáfanos, tan potentes, tan claros. Me asomo entonces a la balaustrada de la palabra desacomplejada y revisitada en su propia cárcel de estiércol.

En una entrevista que leí hace un tiempo, al Ray Loriga del blues de sus Héroes, le comentaban que la banda le había encasillado en una porción del “realismo sucio” de nuestro país, y él respondía con extrema brillantez a esa moción de censura diciendo que Wikipedia no lo comprendía, que Charles Bukowski, por ejemplo, nunca fue considerado como parte de esta tendencia por la crítica que, según el propio escritor, incluye a gente como los americanos Raymond Carver o Richard Ford. Loriga argumentaba que una cosa era escribir de “putas” y de “pollas” y que, “en cambio el término estaba acotado a unos escritores que hablaban de una realidad átona”, de la nada, de la pesadumbre, de la falta de identidad. En el prefacio del taladro de Fogueo, Montero Glez advierte que lo dijo “muchas veces”, que encuentra “más literatura entre los escombros de la gran ciudad que en un campo de golf” (p. 13). Yo, también. Sin embargo, yo nunca he estado en un campo de golf (hablaríamos de esa cosa tan extraña que se llama “prejuicios”, vaya).

El mismo Richard Ford, que era entrevistado por Juan Carlos Galindo en El País, afirmaba sin complejos que el concepto “realismo sucio” fue una artimaña de la publicidad que “proporcionó grandes y duraderas audiencias a los escritores a los que pretendía promocionar. Pero nunca fue pensado para ser tomado en serio”. Y Alberto Olmos en El confidencial era de la opinión de que se “imitó mucho en los 90”, más bien en los concursos literarios “donde la gente mandaba su bukowski y un Félix de Azúa [recuerda Olmos] desechaba el cuento después de leer la primera frase. En España se cortó de raíz la epidemia del realismo sucio porque así se ponía a escribir cualquiera y era un follón”. La escritora Tery Logan, en definitiva, define esa epidemia estadounidense de los 70 como un estilo literario simple, mezquino a veces, minimalista, antirredundante, desprovisto de adjetivos, y pleno de descripciones soeces y vulgares. Logan explica que son los propios autores los que prefieren que sea el propio contexto el que dé “profundidad a su obra”, metidos ya de pleno como estamos en el inefable mundo de la mediocridad atonísima.

En los umbrales de estos escorzos de realidad a bofetones, si llevamos estas premisas al borde del precipicio, podríamos hasta coquetear con la narrativa de haikus sucios o guarros (el Noctámbulos (1942) del pintor Edward Hopper reúne desde el nihilismo todas esas características que Logan propone y que Dios dispone). A priori, un contingente muy esquemático parece ser el portador asintomático del virus de un contenido en puridad pecaminoso y permite ampliar esa capacidad de formular entelequias o de fabricarse pajas mentales, un limbo a fin de cuentas que hace que el lector determine la comprensión de lo medianamente inasequible a través de su propia suciedad (o integridad) mental. La guerra de los mundos es evidente. La paradoja es que la descripción parece zamparse a la insinuación y es a la vez papá y mamá de ella, la cuida, la lleva al parque de atracciones, le compra un helado de limón. La borrachera conceptual resulta hasta maravillosa con sólo dos trazos terriblemente sucintos que en la vorágine contextual se han metabolizado en puro ácido y que nos lleva hacia un ideal, como cariacontecidos.

Cuando uno lee al ínclito Houellebecq, por ejemplo su Ampliación del campo de batalla, y se cosca de que el protagonista frecuenta poco a los seres humanos, podría pensar que deberíamos tener algo más de paciencia para afirmar que hay cosas limpias y cosas sucias (como los estupefacientes): las cosas reales son, eso, reales (el término “realismo sucio” puede ser desde un sinsentido harmaniano hasta una tautología). Les ofrezco un fragmento de un poema de Roger Wolfe (Algo de lo más extraño): “Estábamos en la cocina/Preparando la comida/Se asomó por la ventana y dijo:/<<Acabo de ver follar a dos palomas>>.  El trocito es tesis doctoral de lo sucio, de lo real y por supuesto de lo ideal: la brevedad de nuestras cosas es el trasunto de un instante semántico, de ahí la importancia del lenguaje en nuestras movidas fenoménicas.

El filósofo mexicano Manuel de Landa mascaba con solvencia desmedida que una cosa era lo significado y otra, lo significativo de ese significado (que una frase que no era significativa era banal, decía). Ahora resulta que ese realismo tan patético y tan banal nos va a abrir las puertas al mundo de las estrellas. Me imagino en el edificio de enfrente al tipo que se toma una tostada con miel en un bar (Monzó, El mejor de los mundos), o a una tía que sale por una de esas ventanas y berrea “¡os voy a regalar un libro de Wittgenstein a todos, payasos!”. Ahora resulta que me tengo esconder de mi afición al bocata de panceta con dos vasos de vino. Y de meterme en la habitación del muchacho de los Héroes de Loriga (“aun así me deseaba suerte todas las noches antes de quedarme dormido”, p. 24). Jiñar ese bocata es realidad subatómica. Escribir “cuatro padres se amenazan en el WhatsApp del cole y se pegan en el parque”, ni les cuento. Y lo es también narrar esas mierdas de la vida de manera tan elegante, tan educada, tan aristócrata, tan breve (y tan leve), ver la arboleda y llegar pronto, probidades asombrosas de esos apóstoles de portentosa habilidad para cagarse encima de los demás, aunque no nos demos cuenta.

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