Imagen de portada: Times Square, Manhattan, New York. Elaboración propia.
A David Álamo, por compartir conmigo mi primer Metropolis en directo (Aqualung, Madrid, 2003) y por tantas otras cosas. Y por supuesto por ese “Me voy a comprar cuatro camisetas de Motörhead y ya tengo para toda la vida”.

Saudade (palabra portuguesa) es un concepto difuso, ambiguo e incluso profético, pero no voy a entrar a glosar sus posibles significados. En cambio, en el artículo que propongo esta vez, intentaré aproximarme a (o alejarme de) esa idea tan espesa a través de algunas experiencias personales y por supuesto con el tema Metropolis (Motörhead, Overkill, 1979) en modo eje axial del asunto, mirando en el retrovisor a eso que también denominamos con mayor o menor éxito “la distancia”.
De la canción Metropolis, Lemmy, vocalista y líder de la banda, contaba: “Una noche fui a ver la película Metropolis, en el Electric Cinema de Portobello Road. Al llegar a casa compuse la canción en cinco minutos. Eso sí, la letra no tiene el más mínimo sentido. Es un galimatías: Metrópolis, los mundos chocan/Nadie podría ponerse de tu parte/Me da igual/Metrópolis es algo nuevo/Nadie tiene ojos para mirarte/Me da igual (p. 135).
Hay muchos motivos por los cuales yo le recomendaría leer ese libro de Kilmister (Lemmy, la autobiografía), sobre todo si usted se ha entregado a lo políticamente incorrecto desde siempre, aunque no tenga ni puñetera idea de quién era ese tipo (si prefiere algo más dócil, se tendrá que conformar con El urbano). En referencia explícita a su film Saló (1975) Pier Paolo Pasolini, en relación a todo esto, afirmaba: “ojalá mis películas fuesen eróticas” y reconozco que eso es lo que a mí me pasa con mis propios escritos y con la cuestión de la incorrección política, que ojalá tuvieran ese punto de irreverencia, pero me puede el binomio yo mismo/mis comportamientos erráticos más o menos consumados. O bien una propensión en este caso al quiero y no puedo, o por miedo declarado a ese presunto panoptismo secular.

Cada vez me rayo más. Después de 19 años, volví a toparme con una gloriosa imagen de Lisboa, una fotografía tomada por Mari Carmen Ruiz en aquel verano de 2002. En esa imagen, yo acompañaba a un invidente lisboeta a la parada de metro de Avenida (decir “ciego” parece más del world de lo terriblemente incorrectisísimo). La instantánea parece convertirse en el libro de actas del I Congreso de la Distancia, esa que, a priori, decide consagrar el cantante inglés respecto a su canción express, que ya veremos que, en realidad, no debería ser para tanto.
La distancia a la portuguesa viene determinada por el tiempo que esperó Mari Carmen para pulsar el obturador de la cámara, aunque en ese cruce de trayectos también estaba la que había sido consensuada (o no) entre el hombre y yo –un tanto rebajada por la decisión de la fotógrafa, en el instante elegido los mundos parecen chocar-, y la que existe entre aquel hecho objetivo y la saudade de ahora. Y luego, está el inconmensurable apriorismo del trayecto más largo de todos, que parece ser el de aquel individuo con el mundo, que se encontraría nowhere. También me veo en la obligación cortés de hablar de un detestado hacia mi aspecto de entonces: pelo más largo con gorrita del revés –ojo al empleo del diminutivo-, la hoy inviable camiseta de una conocida marca deportiva que llevaba puesta entonces y un inadecuado pantalón (las New Balance negras han envejecido bien, por el contrario). Y por descontado que también estaba el cáncer de colon que yo llevaba dentro, aunque aún no lo sabía.

El original del tema de Motörhead, o al menos una parte de él, no es otro que “Metropolis, the worlds collide/Ain´t nobody could be on your side/I don´t care/I don´t care/Metropolis is something new/Ain´t nobody got their eyes on you/I don´t care/It´s nowhere”. En este sentido, la expresión “I don´t care” siempre me ha parecido igual de ambigua y desdibujada que el concepto que tratamos aquí, por eso -independientemente de la traducción de ese libro-, un me da lo mismo, no me interesa o todas aquellas políticamente súper incorrectas relativas al aparato reproductor masculino podrían aplicarse a esta praxis cromosómica. Normalmente, la persona que escribe se suele dejar cosas por el camino, que es cuando realmente decide parir esa distancia consigo misma (imagínese después de una mala traducción).

Enrici y Espinosa ponen como ejemplo transestético la experiencia del guerrero Droctulf (de El Aleph, de Borges) que queda anonadado por una ciudad, algo que no ha visto jamás.
Lo del cementerio/rizoma, en Estambul, fue muy de esa manera (también lo es que yo comparta mi privacidad en redes) y fue ante todo una cuestión de xenomorfia. Tiene hasta un punto de comicidad. Si en esa ciudad te encuentras con un cementerio (Eyüp), con el café Pierre Loti dentro de él y con un montón de familias con niños y niñas correteando por esa colina, ¿qué (coño) es aquello realmente? ¿Cómo es posible que nódulos tan opuestos tengan la capacidad de originar ese modelo tan rizomático, esa abstracción metodológica? ¿Se origina acaso la misma correlación que la que habría de existir entre el nowhere de Lemmy, el nowhere del ciego de Lisboa y los “nowheres” de Augé en sus míticos No lugares, por poner un ejemplo?

No iba muy desencaminado Andrés Trapiello cuando en su (nuestro) Madrid argumentaba que las ciudades corrían el riesgo de transformarse en “parques temáticos”. Sabemos que, en palabras del profesor Eloy Navarro, el poeta Pedro Salinas fue capaz de sustraerse al apocalipsis neoyorkino en base a una muy perspicaz idea de movimiento. En lo que a mí respecta, a pesar de mi querencia hacia la elucubración distópica de rancio abolengo que no fue otra cosa que la incomparable Blade Runner, tampoco termino de ver en Manhattan un urbanismo vertical excluyente. Manhattan, en cambio, es una ciudad incorpórea (más allá del músculo que exhibe), una localidad en cada edificio. Sin embargo, nos acostumbran como borregos a ver las cosas como quieren que las veamos y ese distrito de Nueva York no es una excepción temática. En definitiva, no acertamos a percibir esa metrópolis porque parece hallarse en un lugar ignoto para nosotros, para el público en general.
No es la primera vez que exhibo los argumentos de Erich Fromm en público. Según el intelectual alemán, cuando –por ejemplo- contemplamos algo en un museo, en realidad no se experimenta ningún tipo de reacción, pero decimos que es bonito, que está bien. Se trata de una respuesta lógica, necesaria, es el dictamen estético que de ello se espera. Sin embargo, el propio Ian Kilmister guardaba mucha distancia con las cosas, pero lo que más me asombraba de él era la distancia que establecía consigo mismo. Nunca le conocí en persona, le vi en dos conciertos en Madrid y sé que estuvo una noche con David y otros amigos en el barrio del Pilar, pero no llegué a mantener un tête à tête con él (tan cerca y tan lejos, qué historias).

Y luego está esa distancia Metropolis que, pienso, tiene mucho más significado del que realmente hace gala su eximio compositor. Metropolis es utopía y puerta de al lado. Dicho de otra forma, nos han enseñado a flipar cuando vemos un rascacielos (y a sentir pena por ese hombre de Lisboa, llegado el caso), algo similar a esa hipercodificación de la que hablaba con mucho sentido Umberto Eco. Sin embargo, no nos han mostrado realmente el camino para cuestionarnos a nosotros mismos y a pedir perdón por nuestras mierdas.
No conozco a casi nadie que haga autocrítica. Cuando uno se da una vuelta por un sitio como Manhattan, por ejemplo, habiendo depurado un medio ambiente de carácter cósmico, espléndido como es para la búsqueda de los suplementos transuburbanos habituales, trataría de tolerar de nuevo esa (in)significancia hasta cierto punto insostenible y a través de una actitud posibilista y medianamente iconoclasta y juguetona. Escuche el temita que le propongo y esa melodía exenta entre el rock y la psicodelia, que se despliega generosamente en buena parte de los apenas más de tres minutos que dura esa canción. Por si fuera poco, Metropolis no es sólo lo que te dice, sino también lo que se calla.
Escuche ese tema (le adjunto el enlace a YouTube) y lea, por favor, a Fonollosa (1922-1991), otro ser vivo irrefrenable. José María Fonollosa, ya reseñado en El urbano, engendró la extraordinaria Ciudad del hombre, Nueva York. Estaríamos hablando de otro alien en Manhattan, que define muy ciudadanamente lo que es ese rodal marcescente, otro “legal alien” perturbador (me refiero con ello al Englishman de Sting, 1987). La ambigüedad de sus textos corrosivos, duros, es el resultado de la permeabilidad de este hábitat hormigonado y del tanto dejar hacer(se).

En esta parte y detrás de aquella otra, nos movemos en una bandeja de salida de distancias/trampantojo, en ese proceso de alienización definido con más certezas que incertidumbres por Ramiro Sanchiz (Revista Xenomórfica, 1). Cuando intimamos con este tipo de entornos tan especiales, cuando no sabemos si en realidad el sujeto paciente ha pasado a ser un complemento agente, todo ello nos lleva de manera indefectible a una taumaturgia de la distancia topológica en cuarto creciente. Como en la saga Alien, el parásito adopta la forma de su hospedante en un marco de ventanas emergentes indefinidas.
Nos falta querer un poco más a las cosas: “Hacemos el amor de una manera/imperfecta, mezquina y temerosa/Nunca profundizamos. Nos quedamos/en la epidermis del instinto/Y el placer obtenido se nos mezcla/con una sensación de desagrado […]”, escribía el ínclito Fonollosa en el poema titulado “Waverly Place”. Recuerdo cuando yo jugaba con aquellos niños entre aquellas tumbas de Eyüp (marzo de 1993), entre la falta de respeto a los de abajo y el “I don´t care”, pero no reniego de aquello, sin embargo. “No hay nada bueno en ti. Por eso te amo”, sentenciaba el propio poeta en referencia a la mole neoyorkina.

Yo me encontré con Fonollosa y con otra orografía de la tribulación, un duro castigo en definitiva al egocentrismo y a la tontería. En Manhattan, cuando uno mira hacia arriba (y en Estambul, a las tumbas del cementerio), realmente está mirando hacia su propio trasero en un alarde de xenoglosia. La clave está en el culo. Decían Enrici y Espinosa que la experiencia estética podía aparecer en cualquier contexto, produciendo “enlaces entre acontecimientos presuntamente disímiles”.
Qué hermoso/saludable sería ponernos en los ojos de aquel hombre de Lisboa. Recuerdo asimismo los days post Manhattan. Durante algunas noches, soñé con esos vanos abisales de aquellos brutales rascacielos, que en realidad eran los orificios de las persianas de mi hogar, como en una especie de Interstellar o en el seno de esa misma cosmovisión bladerunneriana, aunque luego todo se desvanecía “como lágrimas en la lluvia” en aquella extraña repetición de (ir)realidad onírica. La distancia parecía reducirse y retorcerse en una especie de clausura ilustrada.

Uno no es anónimo en ninguna parte (llamémosla nowhere) y no creo que lo vaya a ser porque el anonimato no existe como realidad-objeto. Esa fragancia te la da el personal cuando convierte su entorno en su cortijo (sería algo parecido a una expresión transitiva, “dar anonimato”). Además, las almas incógnita vagamos erráticas por todas las ciudades. Por ese motivo, Lisboa o Nueva York no son más anónimas que Residencial Alameda (Cuenca) o el propio barrio del Pilar, por poner dos territorios que a lo mejor conozco muy bien.
Cuando eras joven, te emborrachabas y tocabas el “air” de Metropolis, el de la doble pletina. Cuando eras adulto, ibas a la Sala Riviera (Madrid, 2010) y te echabas a llorar con los primeros acordes de Metropolis (mi esposa, que estuvo allí, desde luego que me entiende). Y ahora, en las afueras de la senectud, te pones a escribir estas cosas de uno de los míticos de Overkill y yo intento explicárselo a usted, que no sé si me comprenderá también.

Metropolis es un arma de combate que corrige los errores de apreciación en el cálculo de escalas. La perspectiva Metropolis es una gran paradoja (acaso concibe su autor una apasionante no distancia), aunque es probable que a él le importase más de lo que parece. El care resulta ser menos care. En ella se rompen las reglas espaciotemporales, en ese tema se conjugan esa especie de quimera con la puerta de tu casa –como ya he manifestado-, todo muy propio de un hombre excesivo y demasiado inteligente. La respuesta a todo esto podría ser contextualizada en el fondo de esa diabólica estructura que tenía por título “¿Quién es quién?”, cuando jugabas con tres cartas, por ejemplo, y contestabas a tu rival “una sí y dos, no”, con un tono cercano al orgasmo, cuando el frontman por excelencia parecería ser incluso tu oponente.
En fin, que he escrito 2.180 palabras para no decir nada. Tampoco me importa. Kilmister está muerto, pero su legado será inmortal, al menos hasta el óbito del último fan de Motörhead.