Shenzhen es una ciudad de la República Popular China. Se edificó a escasos 20 kilómetros de Hong Kong. A comienzos de los 80, era poco más que una localidad de pescadores de apenas 30.000 personas. Después de que Deng Xiao Ping la declarara como “Zona económica especial”, la urbe asiática experimentó un vertiginoso e implacable macrocrecimiento hasta instalarse en una cifra cercana a los 13 millones de habitantes. Hija mimada del vértigo y de la sinrazón aritmética, hoy es una megalópolis ultratecnológica y ultracapitalista, bajo los auspicios del régimen dictatorial del Partido Comunista de China. Por otro lado, Guy Delisle es un ilustrador, dibujante y animador canadiense (Quebec, 1966), que viajó a esa ciudad y trabajó en ella durante un mes como director de un equipo de animación. Y Shenzhen (2000) es el resultado de aquella interacción curiosa, copiosa, inteligente y verdaderamente trabada en cuanto a permanencia y supervivencia emocional.

Shenzhen es un cómic soberbio, en el que apariencia plástica y existencia coexisten con maestría. Hace años, lo leí, poco después de hacer lo propio con el excelente también Pyongyang (2003), que sucedió en el haber del canadiense a la historia de China, y que menciono en este blog (Metros del mundo bizarro). Ambos los tengo en propiedad en las muy buenas ediciones de Astiberri.
Pyongyang y Shenzhen son muy parejos conceptual y técnicamente, y yo recomiendo la lectura y el disfrute de los dos. Shenzhen, por eso de ser el primero de Delisle, parece que merecía esa distinción de zona especial, pero podría haber reseñado Pyongyang sin ningún problema. Otra vez.
En cualquier caso, llevaba mucho tiempo meditando la posibilidad de dar salida a una de estas dos joyas en El urbano. No sé por qué he tardado tanto, la verdad. En Shenzhen, el dibujante narra su concentrado de experiencia a través de un minimalismo de manual, de una simplicidad de rasgos naif, de trazos toscos y deliberadamente descuidados, que le dan a la historia un poso de honestidad proverbial.

Se lee muy bien, se disfruta de principio hasta la maravillosa página del final. Es un amasijo conceptual en el que las nociones de aislamiento y suciedad, las cosas del maquinismo y de la vida como cadena de montaje, la pérdida de identidad y la alienación, son tratadas con altísimas dosis de humor contenido y de finísima ironía. La descripción de estos extraños autómatas y la incapacidad de adaptación (o la adaptación en crudo porque no quedan más narices), se narran a través de viñetas muchas de ellas sin apenas textos en un arrebato de elocuencia magistral. En definitiva, una extravagante simbiosis entre capitalismo y comunismo en una sociedad controlada por decreto, da como resultado ese ecosistema propiamente naif y por supuesto que trae consigo el desarrollo de esa experiencia delisliana entre traumática y, sobre todo, humanizadora. Hay sordidez a espuertas, es un libro macerado en zona de sombras permanentes, pero también hay espuertas de luz al final del túnel.
El tratamiento del espacio es brutal, desdibujado y despojado como está de sus elementos prescindibles, así como la grafía de la hípercodificación de este tipo de sociedades urbanas. El autor nos describe un urbanismo grisáceo, faraónico, oscuro, lleno de fantasmas humanos a la deriva y de edificios carentes de alma y condición. No sólo parece la representación esencial de la distopía, sino también la sintaxis del absurdo (la sucesión, por ejemplo, de obras y descampados entre la ciudad y Cantón, p. 39).
La representación de la idiosincrasia de los personajes asiáticos (parecen disciplinados, distantes, inasequibles) no debería llevar a un falso maniqueísmo, y yo creo que esa pretensión no está ni entre las 100 primeras intenciones del ilustrador que introduce el sesgo que él cree oportuno como es natural y necesario. Delisle no deja de ser un alien en un mundo de lo más extraño para nuestra óptica, pero por muy raro que parezca al final no dejan de ser historias de amor y de flirteo con ese contexto tan espectral.

Decía Trapiello que él siempre estaba “con el principio de Mies Van der Rohe de que menos es más en literatura. Cuanto menos digas [escribía], puedes decir más: materializar mucho en la literatura le pone encima un peso tan grande que le resulta difícil remontar el vuelo”. En efecto, las sociedades no dejan de ser materiales y muestran signos cada vez más evidentes e irreversibles de haber sido materializadas hasta el paroxismo. En esta megaciudad china, por debajo de la lucha de un hombre contra una sociedad hermética en la que las personas parecen haber sido absorbidas por ese personaje colectivo creado de la noche a la mañana, late con determinación la pugna de un hombre contra sí mismo. Poco más hay que decir. El cómic hace de la simplicidad, virtud. Léalo. Es muy bueno. Y degústelo sin prejuicios.
Todas las imágenes han sido tomadas de Astiberri Ediciones. Mi agradecimiento a la editorial.