Cuando alguien del pueblo se nos va, en la estela que arrastra, también nosotros nos vamos, y en el aura que deja, nos refugiamos.
Dedicado a Israel, nuestro eterno panadero, y a Félix Javier, mi amigo de la infancia, hombre laborioso, bueno y honrado. Te fuiste, amigo mío. Pero nunca te marchaste.
«Y mientras nosotros seguimos bajando por el camino/nuestras sombras son más grandes que nuestras almas» (Stairway to heaven, Led Zeppelin).
Fernando Castillo (Nani)
EL PUB DE JOAQUÍN
Rocigalgo

Cuentan las crónicas que Henry Beyle, más conocido como Stendhal, experimentó una vaporosa sensación de agobio, de puro goce y éxtasis de los sentidos, el día que cruzó los postigos de la iglesia de la Santa Cruz, en Florencia y se le vino encima, metafóricamente, todo el acervo de colores, texturas y figuras creativas que, en aquellas estancias, reinaban en techos y peanas. Fue tanto, y tan rico estéticamente lo que percibieron sus sentidos que comenzó a sentir sofocos, y los ojos se le turbaron, como si soportasen el peso de toda la civilización occidental. Este arrebatamiento cuasi místico, le aproximó, como en una levitación impropia, a rozar párvulamente el manto de los santos y querubines que habitan en los círculos celestiales, supuestamente.
En la misma onda de paroxismo e incredulidad, pero a mil ochocientos treinta y cuatro kilómetros de distancia, y con aproximadamente doscientos treinta años de separación temporal, una noche de medio lluvia y fin de semana en Alcoba, subiendo la dignísima calle de Hernán Cortes, desde el Baile del Violín, mis constantes vitales bailaron el “Sevilla, Sevilla linda niña” de los Albéniz, cuando en el momento de cruzar la puerta del pub de Joaquín, se nos abalanzó ya no solo un generoso chorro de colores, olores y conversaciones, al arrimo del rollo de un buen sábado, sino todo un amigo del alma, con los ojos de Sauron a tamaño natural, cargados de ese síndrome de Stendhal y varios tubos de Ponche Caballero. Esos lindos ojos llevaban a duras penas, la pesada carga de sensaciones vanguardistas y semi malasañeras de un pub que aportó a la vida social del pueblo, altas dosis de modernidad y sensación de libertad: en resumidas cuentas, el origen de la movida alcobeña. El pub de Joaquín.
Entrabas, y era como visitar el Seis Peniques, o el Penta, pero sin necesidad de reportajes televisión local. A la izquierda, la sillonería, siempre en penumbra, para garantizar las confesiones inconfesables o una mano que recorre la mejilla, separando el mechón de pelo en rebeldía. Al fondo, los servicios, como mandan los cánones, y más oscuridad añadida, rota con maestría por algunos haces de luz rojos y verdes, que viajaban veloces al escondite de los vanos y las celosías.
A la derecha, la barra. Un homenaje a la lucha de clases, pero con hermandad de espíritu, de lo rural a lo cocktail bar, pero que dejaba a las claras que este sitio era “otra cosa”. Creo recordar que uno de los primeros detalles de distinción fue el uso del vaso de tubo para decantar la cerveza. Y digo distinción porque el que bebía tubo, comulgaba de alguna forma con otra ética de vivir la fiesta; una pausa que no se percibe; una fase de detención en el tiempo donde El Águila te llevaba a lomos de cualquier San Juan que se preciara; Juanín, si se hubiera dado el caso. El litro también era innovación en la comunidad, y allí nos arremolinábamos para bebernos cada uno el nuestro, como el cuerno del vikingo, para contar viejas batallas y limpiarnos con el envés de la manga las espumillas. Atletas, rockeros, aspirantes, leikers, y las tribus de los pueblos agrestes y montaraces, de metal agrario, que venían del otro lado del Cerro de Rodrigo.
Acuden a mí, como avispas terreras a los muslos del incauto urbanita, las imágenes de espejo, y la multidimensión regalada de las vidrieras. Puede ser quefuera retablo barroco, revocado de yeso maruxiña, que coronaba el altar mayor donde oficiaba Joaquín, el dueño, y solo se tratara del típico mueble de bebidas, donde se separan las “parías” de las “preñás”, los rones de los güisquis, los ponches de los anises, o las hembras de los machos con el mandil puesto. Sobra decir que cruzar el umbral del pub de nuestra adolescencia, tenía una magia de tal calibre, que por arte de birlibirloque, te extraía con precisión de cirujano, los raspujos yargueros del calcetín y te añadía la camisa y levitas de elegancia, en el porte y en el paladar.
Y encima de la puerta, como la bandera que ondea en el edificio oficial, todo parroquiano que entraba al sitio de nuestro recreo, en cierto modo, tenía que hacerle reverencia a la segunda televisión más alta de la geografía española. Solo por detrás de la del Teleclub, allí reinaba una Telefunken culona y de hábitos musicales, que de vez en cuando enriquecía su magisterio desde el VHS con alguna película digamos, de arte y ensayo, incluido la galería abstracta del Canal Plus. Pub, sitio de hermandad, de tolerancia, y por supuesto de libertad absoluta. Por fuera, la inmaculada blancura de una fachada con faja gris, sin neones ni pamplinas, pero cuyo motorzaco de aire acondicionado, parecía presto a arrancar la nave de la modernidad alcobeña y transportarnos al planeta de los combinados, donde poder abocicar una tarama de hierbabuena al destino.
Aun resonaron, esa noche, al salir de allí, en los rincones de las calles vacías, las viejas palabras de la confusión en un malentendido cualquiera:
─ ¿Pero por qué me vas a pegar?
─¿Con qué? Con la mano
Pasada una hora larga, de recarga y catarsis,vuelta para el “Baile”, la trinchera de las rumbas, solo unos metros más abajo. Universos distintos, paralelos, complementarios, maravillosos. Madera frente a aluminio, balcón frente a ventanal, pollo de piedra frente a sillón ochentero, cubata express frente a tubo aristocrático. Excelencia.
Henry Beyle no tuvo la oportunidad de marearse de gusto en el pub de Joaquín. Nosotros, sí. Y a pesar de todas las calabazas recibidas, y de otros escarceos vanos en la sillonería, nunca olvidaré esos ojos del amigo, volcando toda la humanidad y bohemia de un sitio, donde solo tres escalones separaban la luz de la algarabía, de la penumbra de lo selecto.
FÚTBOL Y CANTINA. APOTEOSIS DE LO SUBLIME
Esteban Fernández
Bien es cierto que diversas son las anécdotas y personajes que se podrían citar en este relato. Numerosas se quedarán en el tintero, aunque muchos de vosotros, lectores y lectoras, las preservaréis grabadas en vuestra memoria. En síntesis, aquí quedan narradas para todos aquellos que deseen evocar el ambiente de esas gloriosas tardes futboleras de domingo en Alcoba, acontecidas allá por los ochenta y que con cariño y nostalgia intento rememorar en la medida de lo posible.
Individuos que tienen que ver con la magna urbanidad del Santiago Bernabéu pensarían que se trataría de un inhóspito lugar (“Las Cañadas”), rodeados de un bucólico ambiente no apto para derrochar las preciadas horas de un domingo en nuestra localidad, pero nada más lejos de la realidad.
No se disputaba la final de la Champions ni se montaban unidades móviles para ser televisado, tan sólo quedaría reflejada la pertinente clasificación en la sección deportiva del periódico Lanza, quizás acompañada de alguna escueta columna o párrafo describiendo las heroicas hazañas, aunque alguna vez, más que de lo acontecido en el aspecto deportivo, de lo acaecido en lo extradeportivo más propio de la sección de sucesos.
Los protagonistas (mis más sinceras disculpas a los que quedan cercenados en la fotografía), la simbiosis entre un proyecto en estado embrionario y una gloriosa cuadrilla de “Local hero” que con gran derroche de generosidad y sin pensar en la fatiga y el tedioso esfuerzo agarraron pico y pala en mano y comenzaron con gran pasión y entusiasmo ya hace unas décadas a horadar los cimientos y a apostar la primera piedra de su modesta ciudad deportiva, para ellos su “Domus Aurea”, y transformada la crisálida en mariposa demostraron así su esforzada magnanimidad emprendedora. Metamorfosis de un puñado de ilusionados y exultantes zagales que, al concluir la faena, despojarse del mono de trabajo y abandonar el tajo hasta el lunes siguiente tenían que enfundarse otro atuendo, atarse las botas y comenzar una nueva tarea más estimulante, jugar al futbol.
Cariz ochentero de más de un bigote, alguna que otra amplia y pronunciada patilla y piernas sin depilar, cuerpos de todo tipo, esbeltos y espigados o más bajos y rechonchos, qué más da, la pasión que ponían en cada uno de los noventa minutos, el ímpetu en cada jugada o la tenacidad en cada entrada al rival dejaba en insignificante anécdota el resultado final de la contienda. Uniformados con atuendos que eran la antítesis de las contemporáneas fibras textiles, camisetas rojas de algodón que se tenían que remangar y que a medida que éstas embebían el sudor aumentaban su peso de forma exponencial, pegándose al cuerpo como si estuviesen imantadas, medias y espinilleras bajas y balones que con la lluvia se hacían plomizos al patear.
El transcurrir de los acontecimientos de la jornada siempre seguía un patrón, una rutina, un guion ya establecido como equipo local que no variaría a lo largo de toda la temporada. Un personaje con el don de la ubicuidad que tenía mucho que ver en esta cuestión, Santiago (Chago), operario, utillero, masajista, inventor que con paciencia y un alarde de entelequia, maestría, destreza y cuatro destartaladas piezas de desguace se las ingenió para reproducir un artefacto con el que teñir de blanco cal los límites de la cancha. Pintada esta, proseguía con el desmadejado y la colocación de las redes en porterías y como una solemne liturgia, la preparación del maletín de masajista con los ungüentos milagrosos (un espray Réflex, esparadrapo y venda) que cuando eran requeridos, con el virtuosismo de sus hechizadas manos conseguía a base de palpaciones y masajeo (manoseo de extremidades sin criterio ninguno) mitigar el dolor de los hematomas causados por las tarascadas del rival y reanimar al jugador de su posición supina.
Todo en orden, emplazado el equipo en uno de los lados del terreno de juego, comenzaría el estiramiento, carrera suave, toques de balón en rondo y lanzamientos a puerta para el calentamiento de los guardametas (Serafín y Valentín). A continuación, caseta de vestuario, charla táctica y salida al trote del chiquero, como poderosos miuras hacia la cancha, posicionamiento y a esperar el pitido inicial para fajarse en la brega. Mientras tanto, en los prolegómenos, del gentío aún apaciguado, se dedicaban unos con bolsa de pipas en mano a observar el entreno; otros en la barra del bar a apurar el último trago de la consumición o con prisas otros pidiendo de nuevo otro “golpe” para salir raudo y veloz a unirse a la hinchada.
La parroquia asistente al partido era de lo más variopinta, expectantes e impacientes en un principio, pero que con el pitido inicial se transformaban como licántropos en plenilunio. Comenzaba pues a reverberar el eco del bullicio. Empezaban a animar y alentar a los gladiadores, cuando de repente: “¡¡¡Goooool!!!” y llegaba pues la manifestación de entusiasmadas emociones, la apoteosis del frenesí. Sin embargo, no siempre la tarde acababa bien, a veces, se barruntaban malos augurios y cuando no muy halagüeño iba siendo el resultado, las pepitas del reloj de arena irremediablemente se iban desplomando y los minutos iban precipitándose al vacío, la atmosfera se iba cargando y de repente, se acabó la mansedumbre, se iniciaba el solivianto por inflexivas decisiones del colegiado y pronto afloraban los instintos más primarios del público. La tropa iracunda y angustiada por el resultado comenzaba a emprender con chanza y burla como chirigota Gaditana a recordar al árbitro quién era y qué era su madre.

De esa parroquia tan variopinta, bien es menester mencionar especialmente y a destacar de entre todos los moradores a la ilustre Ignacia, pura emoción, entrañable madre sufridora de tres miembros del equipo (Teo, Quique y el Chato) y que como feroz protectora de sus cachorros se desgañitaba recriminando con voz en grito al sobresaltarse por alguna decisión arbitral o acción punible del contrario, que afectase a algún miembro de su camada.
Otro axioma que inexorablemente va aunado al folclore popular y que era irremediablemente indispensable en la existencia del evento, era el bar, ese espacio que misteriosamente origina unas fuerzas de efecto centrípeto de las masas y que como un enigma, la física teórica no puede explicar, epicentro de un ecosistema en el que la congregación al margen de abrevar igual filosofaba del partido de futbol que de la cotidianidad de la vida mundana y que sin él, esas tardes futboleras de domingo hubiesen sido insustanciales y anodinas.
“¡¡¡Piii!!!”. Descanso. ¿Hacia dónde peregrinan los feligreses? Qué pregunta: al bar, momento de bullicio y ajetreo, la apoteosis del caos, todos en tropel a recargar munición, los barmen preparados para recibir la embestida de las hordas, delirio en la barra para abastecer de sustento y, entre botellines, latas de refresco y cubatas, papeletas para la rifa, veinte duros dos tiras de números (para el afortunado no había un apartamento en Torrevieja, sino algo más sustancioso, jamón, botella de whisky, etc.) Bar y rifa que también servirían de sostén económico, como los viajes cuando se jugaba como visitante, viajes muchas veces de trayectos interminables y tortuosos por carreteras comarcales y en furgonetas incombustibles, pero mortificadoras. Cuando uno llegaba al final del trayecto: el ceremonial, quedada vespertina y partida rumbo destino, llegar y el tiempo justo para cambiarse, algo de calentamiento y saltar a la cancha. Una vez terminado el partido, de nuevo al furgón y partir de regreso doloridos, molidos y muertos de cansancio. Eso sí, entre pausa y pausa y durante el trayecto también había que refrigerarse con sustanciosas viandas acompañadas estas de bebidas no precisamente isotónicas.
Aunque a decir verdad, seamos razonables, solía ser un sujeto “el álbitro” -el protagonista de la jornada-, ser abandonado a su suerte como torero en un albero que cuando la cosa iba jodida por mala praxis (más bien por la presión popular) se hundía, trotando por la cancha como un espectro desorientado, pitando sin criterio ninguno fruto de los nervios y sintiendo esa opresión del buceador para tener luego que ser descomprimido en el vestuario. “¡¡¡Piii!!!”, pitido final. Aún era peor para ese espectro, soportar el paseíllo hasta la caseta, presión de la muchedumbre bajo una lluvia de insultos interminable. Estrechado el cerco, la presa con el aliento en el cogote avanzaba a través de la lobera hasta el final del embudo, donde sería capturado. Ya acicalado, aún se le haría más larga y tensa la espera en el vestuario hasta la salida de la madriguera y el tortuoso paseíllo hasta su vehículo escoltado por la Benemérita, la arrancada, el desembrague y una impetuosa derrapada del vehículo para salir en ristre y con el rabo entre las piernas y enfilar la carretera para huir como una piltrafa.
Los feligreses, eufóricos por la proeza o cabizbajos por el desastre, de vuelta hacia su morada a esperar el languidecer de la tarde de domingo. Operarios, a la recogida de bártulos y batida para el acopio de la inmundicia generada. La cancha, hoyada por la rusticidad de los tacos, quedaba como si hubiese sido hozada por una piara de jabalíes en busca de sustento. Los héroes, desenfundado del atuendo hasta la siguiente batalla, doloridos y extenuados, a las duchas.
Y merecido descanso, el descanso del guerrero.
LOS ROCKEROS
Fernando Sánchez
Se oye comentar a las gentes del lugar/Los rockeros no son buenos […].
Los rockeros van al infierno, Barón Rojo, Volumen brutal, 1982.
Deificados a la vez que luciferados, les llamaban los Rockeros. Nacidos a mediados de los 60, se iban a La Fuente con papá y mamá durante el tardofranquismo, se fumaron su primer sigaro en la Transición y explotaron a finales de los 70 (en realidad, estallaron cuando a ellos les dio la gana). El ilustre catálogo de próceres estaba constituido, por ejemplo, por Carlos, David, Chechu, Alberto, Pablillo, Chillo, Acedo, Charcas, Francisco, Manolo, Chema, Adolfo, Ángel, José y Antonio Miguel, entre otros (Valentín y Octavio El Cebolla eran de la pedanía de Santa Quiteria). Como el que mama de la teta, con algunos de ellos hoy me une ese vínculo de papá. O de mamá para ser más correctos, un cordón umbilical de “prístinos y broncos decibelios” (me escribió una vez el profesor y escritor Dativo Donate al hilo de mis cosillas), amén de una excelente amistad.
Nunca tendrás reputación/¿Qué más da? Mi rollo es el rock […]
Eran rebeldes cuando casi nadie tenía ni puta idea de ser rebelde, eran portadores del virus de los elásticos a nivel dermoepidérmico (la piel por encima del vaquero), del paquete desgastado, de la muñequera de pinchos, del cinturón de balas y de la greña según el momento y la estación (el cardado de Dokken, el rizado Coverdale, el planchado dickinsonioide o la esparraguera en general). Abultaban el cuádruple de su tamaño (un “calle Los Rockeros” lo hubiese petado, aún están a tiempo). Rockeros era un concepto transestético, extracotidiano, correoso, pecaminoso e irrefutable.
Vas sin afeitar, dice el sheriff del lugar/Y además con tías buenas […]
Recuerdo la carpeta de 2º de B.U.P. de Javi Álamo, con la foto del grupo de heavy rock Monza (¿Crypta?) de su hermano David, de cuando el Brother estaba aún entregado al cardorrizado. Mi interés por Motörhead se remonta a las camisetas desgastadísimas y curradísimas de Acedo (el Snaggletooth, mezcla de lobo/gorila/perro, icono de la banda, me alucinó desde los comienzos de la dureza). De Chema, incluso, recuerdo su indumentaria en la que yo creía leer “Irán Madén” (Iron Maiden). En fin, los libros nos enseñan las cosas de la vida. Y por supuesto que me viene a la cabeza la roja de Barón Rojo que llevaba el inefable Pablillo, que lo dio absolutamente todo en su corta vida (22 años) truncada por un trágico desenlace en una calle de Ciudad Real.

Mi rollo es el rock […]
En la cima de la pirámide socioestética, estaban los Rockeros. Después de ellos, venían los Aspirantes (nacidos del 68 al 70). Lo de Rockeros era propio de la imaginería popular. Lo de la hidalguía de los Aspirantes, en cambio, fue una apuesta de futuro y fue un producto muy cuidado de nuestra cosecha personal. El nombre surgió enfrente del hoy Covirán de Vanesa y David, cuando debatíamos el encabezamiento más adecuado para esta sucesión de quintas apócrifas. “Si los Rockeros son los Rockeros, pues ellos, los aspirantes a rockeros”, fue nuestro asombroso argumento, créame: Rebañas, Rodolfo, Mel, Capira, Castaña, José Vicente, Dani, Julio, Cartucho, Pantera, Paco o Miguel Ángel. Estoy seguro de que se me quedan en la bandeja de salida otros miembros de tronío.
No perdonarán mi pecado original/De ser joven y rockero […]
Nosotros, que somos de las quintas del 71 al 74, siempre jugábamos al fútbol contra los Aspirantes. Daba la sensación de que jugar contra los Rockeros, ni siquiera tocarlos, era como hacerlo contra Diocleciano, Amhenotep II, Nabucodonosor y Enrique VIII, entre otros zagales del estilo. Vamos, como que daba cosica. Y los Aspirantes nos parecían más terrenales y menos complejos, como nosotros mismos, y aún recuerdo que nos preguntaban qué coño era eso de Aspirantes (ellos pensaban que “aspiraban” a ganar el partido que, al final, siempre se llevaban de calle y, luego, a pagar 3 o 4 cajas de cervezas en cualquier bar que, en el pueblo, no eran bares cualquiera). El Aspirantazgo era (y sigue siendo) cuna de muy buenas personas, tal es así que no querían jugar contra nosotros para que no pagásemos más de una jodida vez, pero al final los resultados de 9-7, 10-6 o 17-14, muy propios del fútbol ofensivo oranje de los 70 que desplegábamos en cualquier erial (des)acondicionado, les llenaban de cerveza y mermaban nuestros bolsillos indefectiblemente.
Si he de escoger entre ellos y el rock/Elegiré mi perdición
A mediados de los 80, en Alcoba, pusieron en marcha una emisora de radio (Onda Mancha Alcoba, ojito a la Denominación de Origen) que permitía la emancipación del Tercer Estado en líneas generales. Vamos, que era muy democrática a fin de cuentas. Durante 5 o 6 días, estuvimos preparando un guion an ca la Manoli y cuando llegamos al programa de metal y por supuesto de rock que creamos y que titulamos con el esotérico nombre de La jungla, el responsable de aquella emisora nos pidió los papeles para ojearlos/hojearlos y los rompió bajo la excusa de que a él le habían hecho lo mismo cuando empezó y que a improvisar (qué gilipollas éramos también). Luego, claro, salíamos del ayuntamiento y nos íbamos corriendo a consultar el evangelio según (San) Carlos, que nos decía que había que mejorar en dicción y contenidos. Siempre. O cuando Esteban Fernández, colaborador de este blog, me comentaba hace poco que con 11/12 años sus padres ya le dejaban ir al salón de baile/cine (de su propiedad) y me recordaba los inenarrables bailes y aspavientos air guitar de los propios Acedo y Pablillo en el momento en el que Raquel –hermana del propio Esteban- les ponía música por descontado heavy ‘ruack’.
Sé que al final, tendré razón/Y ellos, no. Mi rollo es el rock
El concepto Rockeros da para 548 tesis doctorales. En este foro, ustedes podrán exponer/comentar lo que se les antoje al fin y al cabo. Y, si les parece, entre todos y todas desarrollamos este prologuillo de septiembre de sexto de E.G.B.
En fin, nosotros crecíamos y nos reproducíamos y progresábamos adecuadamente, pero ellos nunca serán erradicados. Hoy, entre otras (Slayer, Black Sabbath, Soundgarden, AC/DC, Nine Inch Nails, etc.), tengo 2 camisetas de Motörhead en casa, algunas de ellas un poco en uniforme laboral hasta que me jubile, lo prometo. Me encanta llevarlas encima pero, sobre todo, parecen darme cobijo, y aún me recuerdan hoy a toda aquella escenografía siderometalúrgica de la plaza de mi pueblo, que resultó ser mi perdición y que no fue otra cosa, quizás, que el comienzo de mi adicción perpetua a las cosas de la puñetera calle.
EL BAR DE ALFREDO
Fernando Castillo
No se puede pretender resumir ni condensar el relato del bar de Alfredo en un folio, ni en dos. Es imposible de abarcar. Quizá ni en cientos de ellos se pudiese, pues sería como pretender comprimir la ilusión de un adolescente en un tarro de vida.
Me abrumo tan solo de pensar en el hecho de escoger tal o cuál anécdota. Uno no puede pasear por el infinito sin sentirse insignificante. En este caso, más que nunca, elegir sería limitarme.
En el bar de Alfredo no había nada prohibido, sino que la propia atmósfera que allí se creaba encauzaba el sentir de cada cual, así como sus actos, así como sus palabras. Bien podría haberse llamado «la casa de cada uno», pues no conozco a nadie que no sintiese aquel lugar como prolongación de su propio hogar, y a Alfredo como parte de su propia familia. Suerte la mía que, en mayor o menor grado, todo esto se cumplía, además, literalmente.
Música rock… La cadena de música Pioneer sonaba a todo gas las noches en las que la gente se retiraba después de haber visto una película, sentados todos frente al televisor en los sillones grises y algo destartalados por el paso del tiempo y de los sucesos. ¿Ir al bar a ver una película? Lo que suena raro en los oídos de cualquiera sonaba normal en los nuestros, en aquella época, en aquel lugar…
Las cajas de botellines caían a pares por las tardes, después de jugar al fútbol en Las Cañás. Alfredo era hombre fruto de la virtud y del capricho, de muchas atenciones y de pocas complicaciones, por lo que para no andar con el jaleo de las tapas nos sacaba directamente un jamón entero, o unas barras de chorizo, cuchillo, tabla de madera y un pan de esos del pueblo. Un «sírvase usted mismo» rural. No se puede ser más auténtico. No se puede acertar más. No se puede hacer mejor.
Las mediodías se aprovechaban para jugar a la cuatrola, al truque, al tute de toda la vida… Después vino la pocha. También el hijoputa o las siete y media… en el cual perder un duro era una tragedia. No importaba. Las tragedias allí eran menos tragedias. El entorno del bar las devoraba y Alfredo, con su simple presencia, tornaba en tranquilidad los nervios, en felicidad los dramas, en calma las tormentas y en jolgorio el aburrimiento. Hay personas y entornos que consiguen las cosas sin ni siquiera proponérselo, porque tienen ese «algo».
Que me aspen si no hubo algo divino en todo aquello, si de alguna manera no quedó marcada mi vida para siempre. Que me borren de esta vida si no viví los momentos más felices allí, en aquel bar, en mi adolescencia, saltando por las mañanas la verja, esquivando a la perra Laica y llamando a la puerta para que nos abrieran. Que me olviden para siempre si no es cierto que aquel primo mío, Alfredo, al que tantísimo quise, jamás en la vida puso mala cara a nadie y nos soportó, como si fuese una especie de Santo Job, con una paciencia infinita, un agrado sobrenatural y un algo que no puedo describir porque no soy capaz de encontrar la palabra exacta. Quizá no exista. Quizá deba inventarla.
Billar con ronchones secos de cualquier líquido desparramado alguna vez sobre el tapiz verde. Futbolín a toda prueba de hostiazos, sin candado. Botellines y cubatas, cigarros, sigarros… La palabra libertad se definía a sí misma allí dentro.
El inconfundible ruido de la puerta cuando se abría y cerraba, cuando alguien entraba o salía… Lo estoy recordando, lo escucho ahora mismo con asombrosa exactitud. Cómo olvidar lo que quedó tan hondamente grabado…
—Alfredo, cóbrate el café de ayer y este te me lo dejas a deber —dijo alguien alguna vez. No sé por qué me acabo de acordar de esto.
Pero después, cuando la gente se marchaba del bar hacia la discoteca Canaché (que alguien se atreva a escribir de esto también) yo en ocasiones me quedaba con él, con Alfredo, en su bar, prácticamente solos. La música de la cadena Pioneer sonaba poderosa como el trueno para nosotros dos, mientras descorchábamos unas flamencas (1) bien frescas.
«Nani, la gente no sabe apreciar estas cosas» me dijo una vez. «No importa» Recuerdo contestarle, mientras tomábamos una cerveza sumergidos en la confianza que otorga un silencio cómodo, o charlando, ya tarde, de madrugada, hablando de nuestras cosas, en la soledad más enriquecedora que se puede tener: la de dos amigos cercanos, primos lejanos, de almas muy gemelas.
En el bar de Alfredo pasaron muchas cosas. Yo no soy capaz de contarlas todas, pero una de las más importantes que pasó es que quien vivió aquella época, en aquel lugar, probablemente tenga en su corazón una marca que llevará consigo para siempre, durante toda su vida. Así somos los nostálgicos.
«No sé por qué… No sé por qué» rezaba el primer verso de aquella canción que tanto cantó con sus Albéniz a propósito de la resistencia al campo de tiro en Cabañeros. Mi hermano José Tomás ya hizo mención a esto en sus “Letras en el viento”. Yo tampoco sé por qué, amigo mío. No conozco el porqué de las cosas que nos arrebata esta vida injusta, ni de sus caprichosos designios… Pero en la memoria de este humilde escritor que relata ahora, echando la vista atrás, la añoranza de tiempos pasados, nunca faltará el bar de Alfredo. Allí donde estés, no dudes que te encontraré y que volveremos a echar unas flamencas, tú y yo, como siempre hicimos, como siempre fue, como siempre ha sido, como debe ser.
(1) Litronas.
Si usted desea leer más sobre la localidad de Alcoba de los Montes («El bar de Floro, el teleclub y la gestión de la metáfora del dentro/fuera»): pinche en este enlace: https://elurbano.org/2022/04/22/el-bar-de-floro-el-teleclub-y-la-gestion-de-la-metafora-del-dentro-fuera-fernando-sanchez-en-colaboracion-con-fernando-castillo-jose-castillo-y-esteban-fernandez/
Nani eres un tio muy grande, me he emocionado mucho leyendo éste precioso relato que yo en parte también he vivido en aquellos maravillosos años que tuvimos y que por suerte nunca olvidaremos.
Un abrazo fuerte amigo, espero que nos podamos ver pronto algún día por Alcoba.
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Magistral, casi con lágrimas he leído este relato nostálgico. Gracias chavales, ahora hombres, sin duda una época que para nosotros fue inigualable.
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cagüen Tóóoo, joderrrr faLTo yó, por haber suspendio, Tuve qué irme á madrí, pá presenTarme á recuperazión én sepTiembre, osTia puTa!!!
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qué MÜY MÜY MÜY MÜY buenos Tiempos, MÜY MÜY MÜY difiziL dé oLvidar, SiEMPRE SiEMPRE SiEMPRE én mí recuerdo/memoriaL, GRAZiAX por ser parTe dé mí ViDA!!! Lós peLos cómmo escorpions ,,,
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Hola!!
No soy de Alcoba
Con mi amiga Mari Cruz pasamos parte de nuestra juventud
Que recuerdos bailando rumbas y luego heavy metal
Buenos tiempos!!
Un saludo!!!
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Sois unos fenómenos. A veces o muchas veces, cualquier tiempo pasado fue mejor. Por Acedo, que fue a la escuela conmigo. Por Pablo con el que he debatido sobre la propia existencia, me llamaba «músico de pega». Y por Alfredo, Dios Alfredo. Gracias a vosotros por haberme emocionado.
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