A todas las personas que me siguen en este blog, que espero que consideren la propuesta del argentino como catequesis laica, catártica e irrepetible.
Como de rodillas desolladas, he regresado al escritor Julio Cortázar, lectores/as. Me gustó abrazarle otra vez, me dio un poco de fruición explorar su regazo y su piel morfosintáctica. Rayuela (1963) me dejó un extraño sedimento de gastroenteritis textual, pero, eso, he regresado a Cortázar, como lo ven, si es que alguna vez me había alejado de su mundo de pirotecnia verdadera, que es el nuestro, o al menos, que no deja de ser el mío para ser más honrados, a la espera de que ustedes indaguen y hagan lo propio en los observatorios que él propone. Es un ejercicio muy sano, sueltas lastre de prejuicios y te bañas en el cieno dorado de la emergencia intelectual.

Prosa del observatorio (1972) lo descubrí un poco de casualidad, aunque a lo mejor no tanta, pero lo leí hace poco. A fuer de ser honestos, nunca me he apretado ningún libro dos veces, y Prosa me da como collejas para que lo haga hasta tres o cuatro sin más. Sin embargo, me dejo llevar por esa tradición. Pensar en más es complicado. Si un libro es malo, se cierra y se tira. O se regala sin acritud. Si es bueno, es mejor quedarte con eso (una segunda lectura habría de trasladarte del onanismo al funcionariado burocrático y febril). Uno como el de Cortázar va más allá de beberte algunas copas de un buen whisky, que ya te destrozan por dentro. Pues eso, que como el primer orgasmo, ninguno.
La asociación entre integración y la disgregación que el escritor maneja con una sincronía de escándalo y con una solvencia sin parangón, con estilazo mismamente, nos sitúa en el registro de entrada de una dimensión inteligente. El retorno a las tinieblas y el balneario de estrellas, así, a la vez, como si nada (más el como si nada que la fecundísima combinación de marras), es un frenesí de cópulas entre explícitas y cercanas a la imaginación fantasmagórica.
Cuando yo interiorizo esa extraña mezcla de astros y de profundidades abisales de más de 500 metros de profundidad, todo ese tinglado me hace retornar o parece querer hacerlo a ese estado matricial y uterino en el que viví durante un tiempo de mi vida. La descripción del ciclo de vida de las anguilas, del que no tenía ni puñetera idea, y de su inserción en el contexto cuasi estructural de otras cuestiones matriciales de filosofía, de estilo de vida y de pureza existencial me ha hecho flipar y flipar otra vez. Lo que flota en Prosa del observatorio te hace reflexionar a medio kilómetro hacia abajo en aguas saladas y luego vas tú y chapoteas en la placenta de ese nuevo y tenebroso hábitat, pero perfectamente reconocible a fin de cuentas. Este engendro de Cortázar no es ni prosa ni poesía, es un frenesí de coitos internos y externos: en la exuberancia y en la contención están las claves de ese nuevo ecosistema.
Más que un tratado de rebeldía, lo de Cortázar es la leche. La búsqueda de un “ritmo cósmico” (p. 72) y, por lo tanto, el rechazo explícito (y elegante) a lo mundano y al statu quo de aquí y de más allá -no obstante un punto de vista de partida muy tético/táctico/dialéctico- te mete de lleno en esa búsqueda, más allá de la ponencia de un grosero consumidor de andar por casa.
No es que haya altura de miras, es que se mira muy alto, como metáfora de esos propios y extravagantes observatorios de estrellas. Cortázar está por lo tanto donde debe estar y ahora me doy cuenta de ello. Y también soy consciente de que me tengo que dejar llevar por esa sustancia, de que me tienen que transportar en ese viaje y de que en estadio ulterior todo, absolutamente todo, pasa a parecer una cuestión de confianza. De que ver el paisaje y llegar antes son compatibles.
Me volví a encontrar con Cortázar en las honduras de Tarancón, donde las anguilas, en un espacio en el que se puede disfrutar de todas estas cosas, y el argentino me cogió de la mano y me dio a conocer, pues eso, otra historia diferente, me enseñó a vivir en una tarde, que ni tan mal, le comento a usted. Después de haber salido de Rayuela de malos modos (una actitud perspicaz, un elevado concepto, un argumento aburrido y plomizo, entonces un coñazo), en cierto sentido, en un rincón de la plaza de los Castellanos de la localidad, me disculpé con él y con su egregia figura.
Pero, ojo, le pedí perdón como llorando y abatido. Me cortaricé y me vino muy requetebién en esta ola de calor a veces insufrible. Y todo ello me llevó como un niño bueno hacia una nueva realidad constituida por anguilas, por profundidades abisales, por estrellas, por los extraños observatorios astronómicos del sultán Jai Singh (s. XVIII), por el mismísimo Nietzsche también, por las ciudades de Delhi y de Jaipur y por las cosas que al escritor le han dado la gana. Sólo muy pocos pueden escribir sobre lo que les salga del hígado, lo cual es también higiénico y deseable. Lo demás no es escribir. Además, todas las imágenes del libro han sido tomadas por el propio Cortázar en su viaje. Una delicia.
Permítanme que les escriba el final de esta obra de manera textual (pueden saltarse este párrafo si quieren), pero me mantengo como en vigilia en esta escapada sistólica de armonía y de poderío: “pero lo abierto sigue ahí, pulso de astros y anguilas, anillo de Moebius de una figura del mundo donde la conciliación es posible, donde anverso y reverso cesarán de desgarrarse, donde el hombre podrá ocupar su puesto en esa jubilosa danza que alguna vez llamaremos realidad” (p. 90). Acojonante. Qué bueno es este hombre. Es decir, escribo de lo que quiero y soy capaz de crear otra realidad con lo que quiero (a lo mejor, la nuestra), venga, ya me ha salido la frase que quería después de muchos años. Lejos de la vacuidad y de la flacidez de obra, palabra (y omisión), Prosa es monumento felizmente breve pero sorprendentemente prolífico, metaestético, un recorrido trascendental y asimismo transversal por la India y por el mar de los Sargazos en modo Planet Caravan (1) con ingredientes cotidianos, un tratado de lenguaje y de escritura. Una vuelta al infinito de la matriz con destino al mundo real.
Es un libro soberbio.
(1) Planet Caravan es (más que) un tema de Black Sabbath. Phil Anselmo (Pantera) lo versiona que da gusto.
Imagen de portada: Julio Cortázar (1914-1984). Architectural Digest.
Cortázar tiene un rostro a lo tiburón martillo, que ya nos es familiar, y que nos avisa de su originalidad.
Esa hercúlea separación de ojos, como órbita estabilizadora de un cerebro que no le cabe. Igual que uno puede ser chulo de gallinas, se le puede ocurrir una poliédrica obra, donde se desarrolle un mundo totalmente personal, pero transferible.
Tienes razón Fernando. La admiración se queda corta ante la inmensidad de su literatura. Y tomo nota del título, para degustarlo este verano. Gracias por el vino y tapa de esta entrada (hasta la cocina ⛹️♂️)
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