Después de mi comunicación epistolar con él, mi más sincero agradecimiento al pintor, a sus palabras, a su honestidad, a su calidez.
Hace poco más de dos años, cuando yo buceaba en un interesante artículo del profesor de Filosofía Luis Álvarez Falcón (1967), me encontré para regocijo mío con las arquitecturas del pintor zaragozano Fernando Martín Godoy (1975), una de esas colisiones inopinadas que acontecen porque sí, pero agradables y absolutamente imperecederas, como un amor de adolescencia. Una cosa así, se lo aseguro.

La geometría se transformó en amor, resultó ser mi primera reacción intuitiva, mi primera digestión. Me topé así, de repente, con objetos y edificios urbanos sacralizados y a su vez descontextualizados, envasados al vacío, ojo, dentro de una seriación espectral y asombrosa. En definitiva, descubrí un autor diferente, originalísimo, atípico hasta donde yo sé o me llevan de la mano mis conocimientos sobre pintura y, en este caso también, sobre geometrización y metafísica. Y sobre el amor. Dos llamativos y desconcertantes acrílicos sobre lienzo, que llevan por título Bloques y Edificio, nombres tan profanos como sugerentes e ilustrativos, jalonaban las portadas del texto de Álvarez Falcón (El lugar en el espacio. Fenomenología y arquitectura, 2014) y me sacaron un poco del entumecimiento en líneas generales.

Las extraordinariamente poéticas Basura V (2009), Ciudad (2007), Bloque (2003) o los citados Edificio (2004) y Bloques (2003) habían entrado en zona de aguas mansas y se habían contagiado de la parálisis perpetrada por el pintor francés Puvis de Chavannes. Después del irrepetible El pescador (1881), una secuencia lógica de abstracción intelectual que ha pasado por Giorgio de Chirico (ideólogo de una arquitectura urbana de metafísica abismal y de despiadada antiantropomorfia) y por Edward Hopper (el neourbanismo de Noctámbulos, Sol de la mañana u Oficina de Nueva York conforman un cóctel volumétrico único de luz, estatismo y de incomunicación ascética), ha desembocado de forma muy monetiana en la quietud de la sorprendente pintura del aragonés, como en un potente aluvión de procedimientos y recursos.

En la obra de Fernando Martín Godoy, usufructuaria de ese puntazo tan conceptual y dialéctico, la necesaria y lógiquísima sobredosis de ese componente intelectual se ha merendado y digerido a la propia pintura y ha conseguido en definitiva su propia existencia equivalente. La propuesta me recuerda asimismo a la claustrofóbica película Alien (1979), cuando el xenomorfo destroza a su propio anfitrión, interpretado por el inefable John Hurt. Así, en el caso de las arquitecturas muy fenomenológicas de Martín Godoy, el elemento Hurt vendría determinado por un acusado brutalismo (la exageración del componente material) y la repetición formal (y muy soviética) de los elementos planteados. El xenomorfo estaría representado por un nuevo voyeurismo, en el que el espectador pasa a formar parte de esta realidad urbana un tanto fantasmagórica, entre los objetos extremados, en la que el tiempo se congela. Hablamos de velocidades de apreciación y de la implementación de una geometría para los sentidos.

Martín Godoy ha obrado en consecuencia en un muy penetrante doble sentido: la ausencia (inteligente) de cualquier referencia humana ha permitido la intelectualización y humanización de la propia pintura y una desmedida objetización (perdón por este extraño concepto). Al mismo tiempo, a través de un inteligente proceso de depuración, Godoy ha llenado la pintura de elementos mediante los cuales ha sido capaz de vaciar el cuadro. Como resultado, en esa antología del silencio (tan monetiana, tan hopperiana) no se sabe con certidumbre si amanece o anochece, el momento del día o de la noche queda en suspenso por lo tanto, lo que demuestra una absoluta coherencia con este manifiesto paradigmático y patológico del culto a la materialidad objetual que ya les he planteado. De esta forma, las reducciones arquitectónicas del pintor traen consigo la interiorización de esas potentes masas de hormigón, dentro de este proceso de simplificación y esencialización. La propuesta me ha permitido apuntalar/enriquecer mi propia coexistencia con lo urbano y con lo que hay fuera de ello.

En un alarde de barroquismo puro pues, Martín Godoy ha congelado la imagen, lo que a mí me parece muy cinematográfico, y ha puesto en valor los objetos desechando por lo tanto la primacía de lo antropomórfico (esa cercanía alambicada, por qué no, con la denominada Ontología Orientada al Objeto propia del Realismo especulativo). Sin embargo, el autor ha dado origen a su vez a una hermosa paradoja: a través de la creación de esos potentes muros, ha derribado otros tantos (hechos de aparejo contradictorio, fruto del deterioro inexorable de la conciencia), exponiendo en definitiva la irrelevancia de lo prosopográfico a través –qué cosas- de los propios bloques.

Los lugares duros se prestan a la exaltación de la piedra (que es símbolo de lo duradero, como en el arte Románico). Los paisajes se hallan desprovistos de cualquier distracción alegórica, apenas un cochecito, una ventana, poco más, que son fagocitados de manera irreversible por esta atmósfera yerma y gélida de estas arquitecturas urbanas, que son en esencia el grado ulterior de abstracción de estos espacios tan distintivos. Y del amor hacia las cosas. Lienzo suficiente hay por lo tanto para afirmar esta labor cívico-vivencial en estas proposiciones, lo que no deja de ser verdaderamente hermoso, absolutamente poético, auténtico, en esta nueva dimensión posturbana.

César Fernández, ingeniero y escritor, escribió hace algunos años una pequeña obra titulada Baricentro (2011). El argumento de su novela reside en la relación entre un profesor de un curso de geometría y tres de sus alumnas). En el capítulo 1 de ese libro (El geómetra 1), el profesor de ese curso comenta: “Entenderemos por qué el amor es la última consecuencia del pensamiento geométrico […]. La geometría no explica el mundo, sino que lo crea porque es anterior a él”. Martín Godoy ha dado una vuelta de tuerca más a las cosas en esa infinitud condensada, en los brazos de esa interioridad externalizada. Flujos de ida y vuelta. Su vivencia de la geometría es un lujo para los sentidos y un desaforado placer erótico y estético.
Claro que lo es.
Si usted desea conocer a fondo la obra de Fernando Martín Godoy, pinche en el siguiente enlace: http://www.fernandomartingodoy.com/bio-cv