El día había comenzado de lo más extraño. Me había levantado con una sensación rara de plenitud, en la zona indefinida entre el pecho y el abdomen. Se sentía como un zumbido tenue, pero constante; era un rumor parecido a tener un insecto alado que hubiera decidido instalarse en el frontispicio de mi esternón.
El café no terminó de apaciguar el desasosiego, y mientras me calzaba las botas que me habían regalado mis cuñadas, el gesto de inclinarme sobre mis rodillas me hizo sospechar que, con cada lazada de los cordones, estaba sellando algún maléfico plan, de vete tú a saber qué siniestra fuerza del averno. Mientras bajaba por el ascensor, toqué varias veces el techo de plástico para estirarme, para que el zumbido no fuera a más. Nada me garantizaba el éxito de esta ocurrencia, pero por lo menos, me iba tranquilizando ante la maldita incertidumbre.
Enfilé la calle Pizarro con el firme propósito de no saber dónde me dirigía ni para qué. Yo no suelo ser una persona de contradicciones. Ante un carácter tirando hacia lo pusilánime, una buena cabezonería se antoja como el mejor remedio para la indecisión. Una especie de código impuesto regía mi voluntad e imprimía a mis pasos la seguridad de que un misterioso imán me atraía hacia la zona del colegio Jarama, y en ese momento apareció el yo de la conversación interna:
─ ¿Te vas a dejar llevar por el azar, Rocigalgo? Cambia de rumbo y vete a los Chopos, que han puesto un gimnasio sin techo.
─ Gimnasio sin techo… a ti no te gusta el deporte, Masto Sejo (Así le llamo yo, como mi nombre pero al revés).
─ No aprenderás. Nunca lo harás. Está escrito. Debes sobreponerte y coger las riendas de tu destino. No te dejes arrastrar, porque hay entes, fuerzas,que desean llevarte a un camino sin retorno.
─ Tranquilo. Dios no tiene Google Maps. Nos dejó el libre albedrío para serpentear entre las calles y encontrarnos con las maravillas que los pueblos van decantando.

Me lo quité de encima con una respiración profunda y un suspiro. El dialogo interior puede convertirse en una tortura si se convierte en un partido de tenis entre el deber y el reproche. Quité el modo avión de mi móvil y fue como conectarme con el mundo, hundir los zapatos y echar raíces en este suelo maltratado por la línea siete b de Metro. Así fue como pude visualizarme como un pequeño coloso que con cada zancada, iba desprendiendo grandes trozos de pavimento y tierra. Al atravesar el parterre de la Plaza, las hojas del seto rozaron mi costado como si de una alambrada imaginaria se tratara. Llegué a la estatua de Fernando VI y parecía el retrato de Dorian Gray. Según me movía, él me seguía con la mirada, y aprovechando el gesto de su mano derecha, abría su capa como si fuera a ejecutar un natural, encarado al respetable, y me ofrecía el refugio del más regio de los paraísos.
Pero no era ese mi destino. La velutina de mi diafragma se agitaba cada vez más, y su calentamiento de motores resultaba cada vez más molesto, como si de un detector de sitios extraños se tratara. Cada vez estaba más seguro de que era ese tipo de solitarias estancias a donde me estaba llevando mi particular, y bastante aleatorio devenir. El radar de sitios solitarios, húmedos, sombríos, místicos se mezclaba en el espacio y en el tiempo. Tan pronto parecía apuntar al descampado de Baciabotas, como me sumía en la costra vital de un bar abandonado. Caminados cien metros me trasladaba a la puerta de un pub de puertas negras y místico pasado, en la calle de la Presa, y después dirigía la horquilla del zahorí hasta la Casa Barredo. Mentalmente, me trasladaba a su imponente trampolín de hormigón como si estuviera en una piscina del Aquópolis. Saltar al vacío hubiera sido el mayor de los placeres, ese vacío límbico que a todos nos atrae. El San Fernando interior y los extrarradios, el yin yang de un territorio donde los pueblos primitivos acudían a ofrecer sus rituales a los dioses; la de dentro es la de fuera, como decía Machado, la sola no es más que una, mi juventud la primera.
Derivando hacia estribor, burla burlando, conseguí alcanzar la muy real sitiense calle de Madrid, ribera y frontera vertical con la vecina Coslada, donde encontré aquellos pisos blancos de los que escribí una buena tarde, cuyo recuerdo me trasladaba al Móstoles de los años setenta y al barrio de mi tío Emiliano, de una calle Jarama que aquí también suena a río y a Molino, y lugar donde de pequeño desfacía entuertos, como Alonso Quijano, y guardaba chapas de Tab, que siempre me parecieron extrañísimas y de un magnetismo inexplicable.
Insectos, zumbidos, zahoríes invisibles, brújulas que no existen pero que templan y mandan, como Manolete en la monumental, o Fernando VI en su plaza, la mano desplegando, como dije, la muleta del destino en este pueblo de drama constante, de oscuro vórtice (aquel pub o lupanar de puertas y ventanas negras, rezumaba energía del lado oscuro).

Cuando llegué a la calle del Molino estaba exhausto. Sentía como si hubiera hecho una etapa larga del Camino de Santiago, cargando con todas las cruces y pecados de los sanfernandinos; toda su honra y su miseria, toda su mala suerte y su buena estrella. Hubiera sacrificado mi vida por ellos en ese mismo instante, pero en lugar de ello giré la cabeza hacia ese portal que me producía el repiqueteo de mi esternón, como si fuera a salir del pecho. De la calle en el ángulo oscuro, apartado, un pasillo y olor a cerrado pero no de sacristía. Me quedé en silencio, como si rezara una oración profunda. El lugar me correspondió con una profunda mirada ancestral. Altamira podría haberse hermanado con aquella pared de buzones y la puerta ordinaria de una madera tan aburrida que pedía compadecimiento. Se me vino encima toda la tristeza del mundo, y la sostuve como Atlas alzaba la Tierra. En aquel momento, una madre y su hija entraban por el portal, y tuve que hacerles hueco para que pasaran. Algún comentario o suceso les hacía reír casi a carcajadas y la mochila multicolor de la niña se bamboleaba, pizpireta, en su párvula espalda. Parecía el bamboleo de un péndulo improvisado que me anunciaba el final de este viaje iniciático por un martes cualquiera. Incluso el lugar más oscuro, mohoso y abandonado, puede albergar la alegría de una familia que día a día, se reconcilia con la vida a base pequeñas alegrías, casi sin peso, pero oceánicas.
El día había comenzado de lo más extraño. A lo lejos me pareció ver un avispón tremendo volar sobre el Comercial Valencia, como los Chinook del Ejército, el día de las Fuerzas Armadas. Yo también quise mudarme en ese momento, como Joaquín, al barrio de la Alegría.