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De literatura, amor y futurismo. Mónica Olalla.

El tiempo corre impenitente como una corriente de aire que vuela formando tornados, bucles desérticos como las losas amarillas del mago de Oz. En el momento de su proyección no era consciente de lo que tenía ante mis ojos: una super pantalla sin tanto atrezzo, ni efecto sonoro envolvente como ahora, pero sí de una potencia tan brutal que los sentidos se quedaron en shock. Era algo distinto a Star Wars. ¿Ciencia ficción? Sí, pero Blade Runner fue y es diferente: se trata de futurismo aderezado con ciberpunk donde no hacen falta conflictos bélicos como tales porque ya la propia lucha con humanos versus replicantes lleva implícita una guerra sin cuartel.
Un buen día charlábamos Fernando y yo sobre cine y literatura, sobre cómo ambos géneros se retroalimentan y fagocitan creando universos paralelos con una clara implicación filosófica. La distopía tiene su propio hilo tempore que predice un futuro lejano en su creación, pero cercano cuando se revisa y se analiza. ¿En qué pensaba Ridley Scott al situar su película en 2019? Realmente hay poco espacio de diferencia si echamos cuentas a partir de 1982 y ese apocalipsis de ingeniería genética. Los replicantes son la hipérbole barroca de la fuerza humana, del músculo enaltecido en una sociedad industrial y decadente. He vuelto a ver Metrópolis con su halo vanguardista, ese busto veloz de Mussolini y me maravillo cómo se crearon estas joyas con menos medios técnicos que ahora. La capacidad de crear belleza no tiene edad, ni época; por eso, cuando observo a Rick Deckard en su lucha contra estos robots tan humanos, la figura del policía se parece a un soneto, un verso unido al amor cortesano del Dolce Stil Nuovo.
Su rostro de adolescente barbilampiño asoma exultante cual oxímoron creando a su vez una antítesis entre tres figuras femeninas y cuatro hombres más. El vintagemovie poster de 1982 con the final cut me recuerda a una película de terror psicológico. El ciberpunk de una de las chicas a lo Nina Hagen resbala sobre la lluvia negra de un barrio chino cualquiera en constante ebullición. Su estética de ciencia ficción recuerda al soneto de Garcilaso donde la nieve cubre la hermosa cumbre, de amores ya vencida porque quiere enroscarse en la serpiente de Salma Hayek, que abría hasta el amanecer un local en pleno desierto, no sé si de la ruta 66 – si no la conocen, la recomiendo fervientemente…- La fauna humana que habita en los replicantes, a medio camino entre artefactos y zombies, ponen el contrapunto dickensiano a estos seres nacidos de un submundo, que no de la Revolución Industrial, pero que al mismo tiempo sí encarnan el futurismo en su estado más básico. Sus condiciones surgidas de la ingeniería genética se nos van de las manos como al señor Scrooge el sentimiento navideño. Sin embargo, esa es otra fauna y otros lodos, porque a lo repulsivo y feo, se le añade una metáfora hermosa de luces de neón en un fondo negro donde un haz de luz amarillo decora la escena con garbo. Nuestro policía luchador, pistola en ristre, es reclutado para defender causas nobles saliendo de la penumbra entre juegos cromáticos inquietantes.
La dama del cigarro en otro ocaso de los dioses muestra el color en su gesto, su cabello el aire ni el viento esparce o desordena, graciosa doncella que surge de naves siderales sin áureo pelo ni gentil descuido. Su mirada desafiante pondría en aprietos a más de un juglar al no respetar las reglas del amor cortés idealizado, quiere amar al policía, pero de igual a igual – como diría Luis Alberto de Cuenca – alguien comiéndote las hechuras del alma. El tópico colliget virgo rosas da mucho de sí y esas rosas o ese jardín kafkiano que en los años 80 sorprendía, responde a una estética también de vinilo y de haces luminosos que emerge en este cartel con cierto toque de novela negra.
Rascacielos, aurora de Nueva York que tiene cuatro columnas de lodo y un huracán de palomas sobre el cieno filosófico de ovejas mecánicas. Un humo que sale de las alcantarillas rodeando el borde de los anhelos en otra imagen del corredor sin pausa con una misma idea, pero distinta distribución espacial. No sé qué tienen tus ojos, Harrison Ford, nadie puede ser dichoso ni desdichado si no os han mirado bien, ni paz, ni guerra, ni ardor del hielo pasado, prisión que no se cierra cual perfil aguileño y ojo de orbe en su frente que más bien parece el domine Cabra en El día de la bestia. Degusten, pues, esta joya cinematográfica que, a través de sus muestras gráficas, es más moderna que nunca.
Letanía del llanto leve. Fernando Sánchez

“Harrison Ford interpreta a Harrison Ford en un film (1982) que hace bueno a todo el reparto -me contaba un amigo una historia que aconteció en Belmonte (Cuenca), que bebía cubatas con Rutger Hauer básicamente-. Harrison Ford, Deckard, el Apoxiómeno de la inmundicia, es o no es replicante. El estadio medio entre ser uno de esos bichos o no serlo remite a un estado de vigilia, de indeterminación, se dialoga con el espectador en su mismo quel. La geisha del anuncio me flipa, intimida en cantidad en todo ese tinglado del urbanismo tétrico, sucio, iterativo, abisal, vertical. En referencia al hallazgo de Ridley Scott, la película es un ecosistema decadente ultracarcelario y piranesiano, un humedal, la película es fenómeno atmosférico entre anticiclónico y borrascoso, la cuestión entre ser replicante o no parecerlo, la película es tan actual (antitéticos, hoscos, elegantes estereotipos, sutiles patrones de deshabitabilidad, experiencias sensoriales/sentimentales de alto contenido ético y erótico y poético). Hablamos de una letanía del llanto leve y prolongado, de la fragancia del asco y de la mugre, del frenesí de la caducidad latente, de la presión insostenible del piso basal, del agua. El tránsito es una sucesión de estados de ánimo, de replicantes o no y de lágrimas (¡en la lluvia!), seres apologéticos de ida y vuelta, antipersonajes descarnados, desafectos, todo con el prefijo des-, quijotes de la existencia inhabilitados en los pormenores del abuso de las sombras permanentes, del enterrado en la vida misma. Más lágrimas soft, amor entre líneas maestras de rechazo. No hay un remorse por ahí tal cual, por lo tanto no hay coordenadas de nada. Frentes fríos y frentes cálidos aúnan estatismo y violencia escenográfica en la alienación/alineación de estructuras entre orgánicas, gigerianas y naturalezas muertas. Scott predice un universo Matrix asociativo y sintético en la oscuridad. No hay nada más centrípeto y a la vez tan centrífugo, a pesar de Harrison Ford/Deckard (o gracias a ese binomio). Cuando el tiempo llega a su fin y finiquita los espacios, los lugares dejan de ser yermos para ser más estériles todavía, otra manera muy hermosa y ominosa de hozar y bucear en el límite de nuestras ausencias y de nuestros actos, sin saber en 2023 si soy o no ese replicante (como la vida misma, plena de sucesos horrorosos, a veces hermosos, cada vez más debajo de la lluvia y del aire enrarecido y bochornoso, profético, desabrochando una vez más los códigos jodidísimos e indelebles de las cosas). En la(s) ciudad(es) de Los Ángeles, la muerte se ha consumado, aunque la vida no se ha consumido. Película necesariamente lenta, incluso deliciosamente tediosa. Todo es unívoco, hacia abajísimo (presenta lo moderno hecho trizas, lo que estimula nuestro interés, afirma Claudia Peñaranda). “Es una lástima que ella no pueda vivir, pero ¿quién vive?”, dice Gaff/Edward James Olmos, el oficial de policía, a propósito de Rachel/Sean Young. Entonces, en ese hábitat negro de atonía, algunos fallan, pero todos pierden, parecen ser tan bichos. No es un film sobre el futuro, es un recurso a los patrones distópicos del pasado, el fruto del incesto de la naturaleza consigo misma. Y a pesar de ella misma”.
